martes, 26 de enero de 2016
Capítulo 31, Páginas 230 - 237. Por quién doblan las campanas - Ernest Hemingway
Así, pues, se encontraron de nuevo, a una hora avanzada de la noche, de
la última noche, dentro del saco de dormir. María estaba muy unida a él y
Roberto podía sentir la suavidad de sus largos muslos rozando los suyos y
de los senos, que emergían como dos montículos sobre una llanura alargada
en torno a un pozo, más allá de la cual estaba el valle de su garganta,
sobre la que ahora se encontraban posados sus labios. Yacía inmóvil, sin
pensar en nada, mientras ella le acariciaba la cabeza.
—Roberto –dijo María en un susurro–, estoy avergonzada. No quisiera
desilusionarte, pero tengo un gran dolor y creo que no voy a servirte de
nada.
—Siempre hay algún dolor, alguna pena –replicó él–. No te preocupes,
conejito. Eso no es nada. No haremos nada que te cause dolor.
—No es eso; es que no estoy en condiciones de recibirte como quisiera.
—Eso no tiene importancia; es cosa pasajera. Estamos juntos, aunque no
estemos más que acostados el uno al lado del otro.
—Sí, pero estoy avergonzada. Creo que esto me pasa por las cosas que me
hicieron. No por lo que hayamos hecho tú y yo.
—No hablemos de ello.
—Yo tampoco quisiera hablar de eso. Pero es que no puedo soportar la idea
de fallarte esta noche, y había pensado pedirte perdón.
—Escucha, conejito –dijo él–, todas esas cosas son pasajeras y luego no
hay ningún problema. –Pero para sí pensó que no era la buena suerte que
había esperado para la última noche.
Luego sintió vergüenza, y dijo:
—Apriétate contra mí, conejito; te quiero tanto sintiéndote a mi lado,
así, en la oscuridad, como cuando te hago el amor.
—Estoy muy avergonzada, porque pensé que esta noche podría ser como lo de
allá arriba, cuando volvíamos del campamento del Sordo.
—¡Qué va! –contestó él–; eso no es para todos los días. Pero me gusta
esto tanto como lo otro. –Mentía para ahuyentar el desencanto.– Estaremos
aquí juntos y dormiremos. Hablemos un rato. Sé muy pocas cosas de ti.
—¿Quieres que hablemos de mañana y de tu trabajo? –preguntó ella–. Me
gustaría entender bien lo que tienes que hacer.
—No –dijo él, y arrellanándose en toda la extensión de la manta se estuvo
quieto, apoyando su mejilla en el hombro de ella, y el brazo izquierdo
bajo la cabeza de la muchacha–. Lo mejor será no hablar de lo de mañana
ni de lo que ha pasado hoy. Así no nos acordaremos de nuestros reveses, y
lo que tengamos que hacer mañana se hará. No estarás asustada...
—¡Qué va! –exclamó ella–; siempre estoy asustada. Pero ahora siento tanto
miedo por ti, que no me queda tiempo para acordarme de mí.
—No debes estarlo, conejito. Yo he estado metido en peores andanzas que
ésta –mintió él. Y entregándose repentinamente al lujo de las cosas
irreales, agregó–: Hablemos de Madrid y de lo que haremos cuando estemos
allí.
—Bueno –dijo ella, y agregó–: Pero, Roberto, estoy apenada por haberte
fallado. ¿No hay otra cosa que pueda hacer por ti?
El le acarició la cabeza y la besó, y luego se quedó quieto a su lado,
escuchando la quietud de la noche.
—Puedes hablar de Madrid –le dijo, y pensó: «guardaré una reserva para
mañana. Mañana voy a necesitar de todo esto. No hay rama de pino en todo
el bosque que esté tan necesitada de savia como lo estaré yo mañana.
¿Quién fue el que arrojó la simiente en el suelo, según la Biblia? Onán.
Pero no sé lo que pasó después. No me acuerdo de haber oído hablar más de
Onán.» Y sonrió en la oscuridad. Luego volvió a rendirse y se dejó llevar
de sus ensueños, sintiendo toda la voluptuosidad de la entrega a las
cosas irreales. Una voluptuosidad que era como una aceptación sexual de
algo que puede venir solamente por la noche, cuando no entra en juego la
razón y queda sólo la delicia de la entrega.
—Amor mío –susurró, besándola–. Oye, la otra noche estaba pensando en
Madrid y me dije que en cuanto llegase allí te dejaría en el hotel
mientras iba a ver a algunos amigos en el hotel de los rusos. Pero no es
verdad: no te dejaré sola en ningún hotel. –¿Por qué no?
—Porque tengo que cuidarte. No te dejaré jamás. Iremos a la Dirección de
Seguridad para conseguirte papeles. Después te acompañaré a comprarte los
vestidos que te hagan falta. –No necesito nada y puedo comprármelos yo
sola. –No, necesitas muchas cosas e iremos juntos. Compraremos cosas
buenas y verás lo bonita que estás.
—Yo preferiría que nos quedásemos en el hotel y mandásemos a comprar la
ropa. ¿Dónde está el hotel?
—En la Plaza del Callao. Estaremos mucho en nuestro cuarto del hotel. Hay
una cama grande con sábanas limpias y en el baño agua caliente. Y hay dos
roperos empotrados en la pared. Y yo pondré mis cosas en uno y tú te
quedarás con el otro. Y hay ventanas altas y anchas, que dan a la calle,
y fuera, en la calle, está la primavera. También conozco sitios ; en los
que se come bien, que son ilegales, pero buenos, y sé de algunas tiendas
en las que aún se puede encontrar vino y whisky. Y en el cuarto
guardaremos provisiones para cuando tengamos hambre; tendremos una
botella de whisky para mí y a ti te compraré una botella de manzanilla.
–Me gustaría probar el whisky.
—Pero como es muy difícil de conseguir y a ti te gusta : la
manzanilla...
—Guárdate tu whisky, Roberto –dijo ella–. De veras, te quiero mucho. A ti
y a tu whisky, que no tengo derecho a probar. ¡Vaya cochino que estás
hecho!
—Bueno, lo probarás. Pero no es bueno para las mujeres. –Y como yo he
tenido solamente cosas que eran buenas para mujeres... –replicó María–.
Bueno, y en esa cama, ¿llevaré siempre mi camisón de boda?
—No. Te compraré camisones nuevos y también pijamas, si tú los prefieres.
—Me compraré siete camisones –dijo ella–; uno para cada día de la semana,
y a ti te compraré una camisa de boda, una camisa limpia. ¿No llevas
nunca la tuya?
—Algunas veces.
—Yo lo tendré todo muy limpio y te serviré whisky con agua, como lo
tomabas en el campamento del Sordo. Tendré guardadas aceitunas y bacalao
y avellanas, para que comas mientras bebes; y estaremos un mes en ese
cuarto sin salir de él. Si es que puedo recibirte –dijo, sintiéndose
repentinamente desgraciada.
—Eso no es nada –insistió Robert Jordan–; de verdad, no es nada. Es
posible que te quedaras lastimada y ahora tengas una cicatriz que te
sigue doliendo. Lo más seguro es que sea eso. Pero esas cosas se pasan. Y
además, si fuera algo importante, hay médicos muy buenos en Madrid.
—Pero iba todo tan bien... –dijo ella, en son de excusa.
—Eso es la prueba de que todo irá bien de nuevo.
—Entonces, hablemos de Madrid. –Se acurrucó metiendo sus piernas debajo
de las de Robert Jordan y restregó la cabeza contra su espalda.– Pero ¿no
crees que voy a resultar muy fea con esta cabeza rapada y vas a tener
vergüenza de mí?
—No. Eres muy bonita. Tienes una cara muy bonita y un cuerpo muy hermoso,
esbelto y ligero, y tu piel es suave, y del color del oro bruñido, y
muchos van a intentar separarte de mí.
—¡Qué va, separarme de ti! –dijo ella–. Ningún hombre me tocará hasta mi
muerte. Separarme de ti, ¡qué va!
—Pues habrá muchos que lo intentarán; ya lo verás.
—Entonces ya verán ellos que te quiero tanto que sería tan peligroso
tocarme como meter las manos en un cubo de plomo derretido. Pero, y tú,
cuando veas mujeres bonitas que tengan tanta cultura como tú, ¿no
sentirás vergüenza de mí?
—Nunca. Y me casaré contigo:
—Si tú lo–quieres –dijo ella–; pero, puesto que no hay ya iglesia, creo
que eso no tiene importancia.
—Me gustaría que nos casáramos.
—Si tú lo quieres así... Pero, oye, si vamos alguna vez a otro país en
donde haya iglesia, quizá podamos casarnos allí.
—En mi país hay todavía iglesia –dijo él–. Podríamos casarnos allí, si
eso significa algo para ti. Yo no me he casado nunca. Así es que no hay
problema.
—Me alegro de que no te hayas casado –dijo ella–; pero también me alegro
de que conozcas esas cosas de que me has hablado, porque eso prueba que
has estado con muchas mujeres, y Pilar dice que los hombres así son los
únicos que sirven como maridos. Pero ¿no irás luego con otras mujeres?
Porque eso me mataría.
—Nunca he andado con muchas mujeres –dijo él, sinceramente–. Antes de
conocerte a ti no creía que fuese capaz de querer tanto a ninguna.
Ella le acarició las mejillas y luego cruzó las manos detrás de su nuca.
—Has debido de conocer a muchas.
—Pero no he querido a ninguna.
—Oye, me ha dicho Pilar que...
—Dime.
—No. Vale más que no te lo diga. Hablemos de Madrid.
—¿Qué es lo que ibas a decir?
—No tengo ganas de decirlo.
—Es mejor que lo digas si es algo importante.
—¿Crees que es importante?
—Sí.
—Pero ¿cómo sabes que es importante, si no sabes de qué se trata?
—Por la manera como lo has dicho.
—Bueno, entonces, te lo diré. Me ha dicho Pilar que mañana vamos a morir
todos, y que tú lo sabes tan bien como ella; pero que no le das ninguna
importancia. No es por criticarte por lo que me ha dicho eso, sino como
admirándote.
—¿Ha dicho eso? –preguntó él. «¡Qué vieja loca!», penso, y luego siguió
hablando en voz alta–: Eso son estupideces gitanas. Buenas para las
viejas del mercado y los cobardes de café. Son tonterías –sentía cómo el
sudor le iba cayendo por debajo de las axilas corriéndole por los brazos
y los costados y se dijo: «Tienes miedo, ¿eh?» Y añadió en voz alta–: Es
una vieja loca supersticiosa. Sigamos hablando de Madrid.
—Entonces, ¿no es cierto que tú lo sepas?
—Claro que no. No digas semejantes tonterías –replicó, usando de una
palabra mucho más gorda para expresarse.
Pero, por mucho que intentase hablar de Madrid no conseguía engañarse de
nuevo. Mentía abiertamente a la muchacha y se mentía a sí mismo con el
único propósito de pasar la noche de antes de la batalla lo menos
desagradablemente posible, y lo sabía. Le gustaba hacerlo; pero la
voluptuosidad de la aceptación se había esfumado. Sin embargo, volvió a
empezar.
—He estado pensando en tus cabellos –dijo–. Y en lo que podría hacerse
con ellos. Como ves, ahora crecen iguales, como la piel de un animal; es
muy agradable tocarlos y me gustan mucho. Son muy bonitos tus cabellos,
se aplastan bajo la mano y vuelven a erguirse como los trigales al
viento.
—Pásame la mano por encima.
El hizo lo que le pedía; luego dejó la mano apoyada en su cabeza y siguió
hablando con la boca pegada a la garganta de la muchacha; sentía que se
le iba haciendo un nudo en la suya.
—Pero en Madrid podríamos ir juntos al peluquero, y te lo cortaría de una
manera hábil, sobre las orejas y la nuca, como los míos, y quedarían
mejor para la ciudad, hasta que volvieran a crecer.
—Quisiera parecerme a ti –dijo ella, apretándose contra él–. Y no
quisiera cambiar jamás.
—No. Seguirán creciendo y eso sólo serviría para darles mejor aspecto
mientras crecen. ¿Cuánto tiempo tardarán en crecer?
—–¿Hasta que sean realmente largos?
—No. Hasta que te lleguen a los hombros. Así es como me gustaría que los
llevaras.
—¿Como la Garbo en el cine?
—Sí –dijo él con voz ronca. '•
Le volvía impetuosamente el deseo de engañarse a sí mismo y se entregaba
por entero a ese placer.
—Crecerán así, caerán sobre tus hombros, rizados en las puntas, como las
olas del mar, y serán del color del trigo maduro, y tu rostro del color
del oro bruñido, y tus ojos del único color que puede hacer juego con
esos cabellos y esa piel: dorados, con manchas oscuras; y yo te echaré la
cabeza hacia atrás y te miraré a los ojos, teniéndote muy apretada contra
mí.
—¿Dónde?
—En cualquier parte. En cualquier parte en donde estemos. ¿Cuánto tiempo
hará falta para que vuelva a crecerte el pelo?
—No lo sé, porque no me lo había cortado nunca. Pero creo que en seis
meses estará lo suficientemente largo como para cubrirme las orejas, y en
un año, todo lo largo que tú quieras. Pero ¿sabes lo que haremos antes?
—Dímelo.
—Estaremos en esa cama grande y limpia, en ese famoso cuarto de nuestro
famoso hotel, estaremos sentados en esa cama y nos miraremos en el espejo
del armario, y primero me miraré yo y luego me volveré así y te echaré
los brazos al cuello, así, y luego te besaré así.
Se quedaron callados, muy apretados el uno contra el otro, perdidos en
medio de la noche, y Robert Jordan, sintiéndose penetrado de un calor
casi doloroso, la sostuvo con fuerza entre sus brazos. Abrazándola, sabía
que abrazaba todas las cosas que nunca sucederían y prosiguió diciendo:
—Conejito, no estaremos siempre en ese hotel.
—¿Por qué?
—Podríamos tomar un piso en Madrid, en la calle que corre a lo largo del
Retiro. Conozco a una norteamericana que alquilaba pisos amueblados antes
del Movimiento, y sé cómo encontrar un piso como ése, al mismo precio que
antes del Movimiento. Hay pisos frente al Retiro, y se ve el parque desde
las ventanas: la verja de hierro, los jardines, los senderos de grava, el
césped de los recuadros a lo largo del sendero y los árboles de sombra
espesa, y las fuentes. Y ahora los castaños estarán en flor. En Madrid
podemos pasear por el Retiro y podemos ir en barca por el estanque, si
hay de nuevo agua en él.
—¿Y por qué no había de haber agua?
—Lo vaciaron en noviembre porque era un buen blanco para los bombarderos;
pero creo que lo han vuelto a llenar de nuevo. No estoy seguro. Pero
aunque no haya agua, podremos pasearnos por el parque detrás del lago.
Hay una parte semejante a la selva, con árboles de todos los países del
mundo, que tienen su nombre escrito en carteles, y allí pone qué árboles
son y de dónde proceden.
—Me gustaría mucho ir al cine –dijo María–; pero esos árboles tienen que
ser muy interesantes y me aprenderé contigo todos sus nombres, si puedo
acordarme de ellos.
—No es como un museo –dijo Robert Jordan–; crecen libremente y hay
colinas en el parque, en una parte que es como una selva virgen. Y más
abajo está la feria de los libros, con centenares de barracas de libros
viejos, a lo largo de las aceras y ahora, desde que empezó el Movimiento,
pueden encontrarse muchos libros que provienen del saqueo de las casas
demolidas por los bombardeos y de las casas de los fascistas. Esos libros
los han llevado a la feria los que los han robado. Si tuviera tiempo en
Madrid, podría pasarme todo el día o todos los días entre libros viejos,
como hacía antes del Movimiento.
—Mientras tú estés en la feria de los libros, yo me ocuparé del piso –
dijo María–. ¿Habrá medio de hacerse con una criada?
—Seguramente que sí. Yo podría hablar con Petra, que está en el hotel, si
te gusta. Guisa muy bien y es muy limpia. He comido allí con periodistas
para quienes ella guisaba. Tienen cocinas eléctricas en las habitaciones.
—Como tú quieras –dijo María–. O bien podría yo buscar otra. Pero
¿estarás fuera a menudo por culpa de tu trabajo? ¿No querrán que vaya
contigo para un trabajo como éste?
—Quizá pudiera encontrar alguna cosa que hacer en Madrid. Hace tiempo que
estoy metido en este trabajo y estoy luchando desde los comienzos del
Movimiento. Es posible que me den ahora alguna cosa que hacer en Madrid.
No lo he pedido nunca. Siempre he estado en el frente o en trabajos como
éste. ¿Sabes que hasta que te encontré no he pedido nunca nada? ¿Ni
deseado ninguna cosa, ni pensado en nada que no fuese el Movimiento y en
ganar esta guerra? Es verdad que he sido muy puro en mis ambiciones. He
trabajado mucho y ahora te quiero –dijo abandonándose por entero a lo que
no sería nunca–, te quiero tanto como a todo aquello por lo que hemos
peleado. Te quiero tanto como a la libertad, a la dignidad y al derecho
de todos los hombres a trabajar y a no tener hambre. Te quiero como
quiero a Madrid, que hemos defendido, y como quiero a todos mis camaradas
que han muerto. Y han muerto muchos. Muchos. Muchos. No puedes imaginarte
cuántos. Pero te quiero como quiero a lo que más quiero en el mundo. Y te
quiero todavía más. Te quiero mucho, conejito. Más de lo que pueda
decirte. Pero te digo esto para intentar que tengas una idea. No he
tenido nunca mujer, y ahora te tengo a ti y soy feliz.
—Seré para ti una mujer todo lo buena que pueda –dijo María–. No me han
enseñado muchas cosas, es verdad; pero intentaré aprenderlas. Si vivimos
en Madrid, me parecerá muy bien. Si tenemos que irnos a otra parte, me
parecerá muy bien. Si no vivimos en ninguna parte y yo puedo ir contigo,
todavía mejor. Si vamos a tu país, intentaré hablar el inglés como el más
inglés que haya en el mundo. Me fijaré en lo que hacen los demás y
procuraré hacerlo como ellos.
—Resultarás muy cómica.
—Seguramente. Cometeré faltas, pero tú me las dirás y no las cometeré dos
veces, o quizá las cometa dos veces, pero nada más. Luego, en tu país, si
echas de menos nuestra cocina, yo guisaré para ti. Y además iré a una
buena escuela para aprender a ser una buena ama de casa, si hay escuelas
para eso, y trabajaré mucho.
—Hay escuelas para eso, pero tú no tienes necesidad de ir.
—Pilar me ha dicho que creía que hay escuelas así en tu país. Lo ha leído
en un artículo de una revista. También me ha dicho que tendría que
aprender a hablar inglés y a hablarlo bien, para que tú no sientas nunca
vergüenza de mí.
—¿Cuándo te ha dicho eso?
—Hoy, mientras hacíamos el equipaje. Me ha hablado todo el tiempo de lo
que tendría que hacer para ser tu mujer.
«Creo que Pilar sueña también con Madrid», pensó Robert Jordan, y dijo:
—¿Qué te ha dicho además de eso?
—Que tengo que cuidar de mi cuerpo y cuidar de mi línea como si fuera un
torero. Me ha dicho que eso era muy importante.
—Es verdad –dijo Robert Jordan–; pero no tienes que preocuparte de eso en
muchos años.
—Sí. Pilar dice que entre las mujeres de nuestra raza hay que tener
siempre mucho cuidado porque a veces ocurre eso de golpe. Me ha dicho que
en otros tiempos ella era tan esbelta como yo, pero que en su época las
mujeres no hacían gimnasia. Me ha dicho qué movimientos tengo que hacer y
también que no coma demasiado. Me ha dicho lo que no tenía que comer.
Pero se me ha olvidado. Tendré que volvérselo a preguntar.
—Patatas –dijo él.
—Sí –continuó ella–. Patatas y cosas fritas. Y luego, cuando le dije que
sentía dolor, me dijo que no debería hablarte de ello y que debería
soportar el dolor sin decirte nada. Pero te lo he dicho porque no quiero
engañarte nunca y tenía miedo de que tú pudieras pensar que no
compartimos ya el mismo placer y que lo que sucedió arriba, en el valle,
no había sucedido nunca.
—Has hecho bien diciéndomelo.
—¿No es verdad? Pero estoy muy avergonzada y haré todo lo que quieras que
haga. Pilar me ha hablado de las cosas que pueden hacerse con un marido.
—No es preciso hacer nada. Lo que tenemos lo tenemos juntos y lo
guardaremos bien. Te quiero así, como estás ahora; te quiero acostada
junto a mí y tocarte y sentir que estás realmente ahí y cuando estés en
condiciones lo haremos todo.
—Pero ¿no tienes deseos que yo no pueda satisfacer? Pilar me ha explicado
eso.
—No. Nuestros deseos los compartiremos juntos. No tengo más deseos que
los tuyos.
—Eso me tranquiliza. Pero quiero que sepas que haré todo lo que me pidas.
Sólo que tendrás que decírmelo, porque soy muy ignorante y no he
entendido claramente lo que me ha dicho. Me daba vergüenza preguntárselo,
aunque ella sabe muchísimas cosas.
—Conejito –dijo–, eres maravillosa.
—¡Qué va! –dijo ella–; pero he tratado de aprender en un día todo lo que
una mujer tiene que saber, mientras levantábamos el campamento y hacíamos
los preparativos para una batalla y se estaba librando otra batalla ahí
abajo. Es una cosa difícil, y si cometo pifias tienes que decírmelo,
porque te quiero mucho. Quizá recuerde las cosas de manera equivocada, y
muchas de las que me ha dicho Pilar eran muy complicadas.
—¿Qué es lo que te ha dicho ella?
—Pues tantas cosas, que no me acuerdo de ninguna. Me ha dicho que podía
contarte todo lo que me han hecho si alguna vez me atrevo a pensar en
ello, porque eres bueno y lo comprenderías. Pero que era preferible que
no te lo dijese, a menos que por callarlo me vuelvan las ideas negras,
como antes, y que entonces quizá me zafara de ellas contándotelo.
—¿Es que te afliges mucho en estos momentos?
—No. Desde la primera vez que estuvimos juntos es como si todo aquello
jamás hubiera sucedido. Sigo sintiendo pena por mis padres. Pero quisiera
que supieses una cosa para tu amor propio, si es que tengo que ser tu
mujer: No he cedido nunca a ninguno. Me he resistido siempre y cada vez
que lo hicieron se necesitaron dos para obligarme. Uno se sentaba sobre
mi cabeza y me sujetaba. Te lo digo para tu amor propio.
—Mi amor propio está en ti. No hables más de eso.
—No. Hablo del amor propio que tienes que sentir por tu mujer. Y otra
cosa. Mi padre era el alcalde del pueblo, un hombre honrado. Mi madre era
una mujer honrada y una buena católica, y la mataron con mi padre por las
ideas políticas de mi padre, que era republicano. Vi cómo los mataban a
los dos. Mi padre dijo: «¡Viva la República!» cuando le fusilaron, de
pie, contra las tapias del matadero de nuestro pueblo. Mi madre que
estaba de pie, contra la misma tapia, dijo: «¡Viva mi marido, el alcalde
de este pueblo!» Yo aguardaba que me matasen a mí también y pensaba
decir: «¡Viva la República! y ¡Vivan mis padres!» Pero no me mataron. En
lugar de matarme me hicieron cosas. Oye, voy a contarte una de las cosas
que me hicieron, porque nos afecta a los dos. Después del fusilamiento en
el matadero, nos reunieron a todos los parientes de los muertos que
habíamos presenciado la escena sin ser fusilados y, de vuelta del
matadero, nos hicieron subir por la cuesta, hasta la plaza del pueblo.
Casi todos lloraban. Pero algunos estaban atontados por lo que habían
visto y se les habían secado las lágrimas. Yo misma no podía llorar. No
me daba cuenta de lo que pasaba porque solamente tenía ante mis ojos el
cuadro de mi padre y de mi madre en el momento de su fusilamiento. Y la
voz de mi madre diciendo: «¡Viva mi marido, el alcalde de este pueblo!»,
me sonaba en los oídos como un grito que no se apagaba y se repetía
continuamente. Porque mi madre no era republicana, y por eso no había
gritado ¡Viva la República!, sino solamente viva mi padre, que estaba
allí, de bruces, a sus pies.
»Pero lo que gritó lo dijo en voz muy alta, como si fuera un grito, y en
seguida la fusilaron. Y cuando cayó quise acercarme, separándome de la
fila; pero estábamos todos atados, los unos a los otros. El fusilamiento
lo llevó a cabo la Guardia civil, y los guardias se quedaron esperando a
los demás que tenían que fusilar; pero los falangistas nos alejaron,
haciéndonos subir la cuesta. Los guardias civiles se quedaron allí
apoyando sus fusiles contra la pared junto a los cuerpos caídos, íbamos
atados de las muñecas, en una larga fila de muchachas y mujeres, y nos
condujeron por las calles hasta llegar a la plaza, y en la plaza nos
hicieron detenernos junto a la barbería, que estaba frente al
Ayuntamiento.
»Cuando llegamos allí, los dos hombres que nos custodiaban nos miraron, y
uno de ellos dijo: "Esta es la hija del alcalde". Y el otro ordenó:
"Comenzad por ella". Entonces cortaron la cuerda que me ataba las muñecas
y uno de ellos dijo: "Volved a atar la cuerda". Los dos que habían ido
custodiándonos me cogieron en volandas y me obligaron a entrar en la
barbería, me dejaron caer de golpe en el sillón del barbero y me forzaron
a quedarme allí.
»Yo veía mi cara en el espejo de la barbería y las caras de los que me
sujetaban y las caras de otros tres que se inclinaban sobre mí, sin
reconocer a ninguno. En el espejo me veía yo y los veía a ellos, pero
ellos sólo me veían a mí. Tenía la impresión de hallarme en el sillón de
un dentista y estar rodeada de varios dentistas, todos locos. Apenas
podía reconocer mi propia cara, ya que el dolor me la había desfigurado.
Pero yo me miraba y sabía que era yo. Mi dolor y mi pena eran tan
grandes, que no sentía ningún temor, sino solamente una pena enorme.
»Por entonces llevaba yo el cabello sujeto en dos grandes trenzas y según
miraba yo en el espejo, uno de los hombres me levantó una de las trenzas
y tiró de ella, con tanta fuerza, que, a pesar de mi pena, sentí dolor y
luego, de un solo navajazo, me la cortó muy cerca de la raíz del cabello.
Me vi en el espejo con una sola trenza y con un corte donde había estado
la otra. Después me cortó la otra, aunque sin tirar de ella, y me hizo un
tajo en la oreja con la navaja, y pude ver que la sangre me corría.
Puedes notar la cicatriz pasándome el dedo por encima.
—Sí, pero ¿no sería mejor no hablar de estas cosas?
—No es nada. No te contaré las cosas malas. Así, pues, me habían cortado
las dos trenzas, muy cerca de la raíz del cabello, y los otros se reían;
pero yo no sentía siquiera el dolor del tajo que me habían hecho en la
oreja. Y el que me había cortado las trenzas se paró frente a mí y
comenzó a golpearme la cara con ellas, mientras los otros dos me
sujetaban y me gritaba él: "Así es como hacemos monjas rojas. Esto te
enseñará a unirte con tus hermanos proletarios. Mujer del Cristo Rojo".
»Y me golpeó una y otra vez con las trenzas que habían sido mías y luego
me las metió en la boca y me las ató al cuello, anudándomelas en la nuca
como si fuera una mordaza, mientras los que me estaban sujetando se
reían. Y también se reían todos los demás; y cuando los vi reírse por el
espejo comencé a llorar; porque hasta entonces me había quedado demasiado
helada por el fusilamiento y no podía llorar.
»Luego, el que me había amordazado, me pasó una máquina de afeitar por la
cabeza, primero desde la frente hasta la nuca y después de oreja a oreja,
y por toda la cabeza. Y me mantenían sujeta, de tal modo que no había más
remedio que verme en el espejo del barbero mientras me hacían eso, y aun
cuando lo veía no podía creerlo, y lloraba y lloraba sin apartar los ojos
del espejo, en donde se reflejaba mi cara horrorizada, con la boca
abierta, amordazada con las trenzas, mientras mi cabeza iba saliendo
rapada de la maquinilla. Y cuando el que había estado rapándome concluyó,
sacó una botellita de yodo de uno de los estantes de la barbería (al
barbero ya le habían matado porque pertenecía al sindicato y su cadáver
estaba tirado a la puerta de la barbería y tuvieron que levantarme para
pasar por encima), y con la varilla de cristal que traen las botellas de
yodo, me pintó la oreja en el lugar en donde me había hecho el tajo, y, a
pesar de mi pena y del dolor que sentía, noté la quemazón del yodo.
»Después dio media vuelta, se detuvo frente a mí y, usando siempre la
misma varilla, me escribió con yodo en la frente las letras U. H. P.
trazándolas lenta y cuidadosamente, como si fuera un artista. Y yo ya no
lloraba, porque mi corazón se había helado, pensando en mi padre y en mi
madre, y veía que lo que me estaba pasando no era nada comparado con
aquello.
»Cuando terminó de dibujarme las letras en la frente, el falangista
retrocedió dos pasos, para contemplar su obra, y volvió a dejar la
botella de yodo donde estaba, y empuñando la máquina de cortar el pelo,
gritó: "La siguiente". Y me sacaron de la barbería, llevándome sujeta de
los brazos, y al salir tropecé con el cadáver del barbero, que aún seguía
tirado en el portal, de espaldas, con la cara grisácea vuelta al cielo. Y
casi me di de narices con Concepción García, mi mejor amiga, a la que
llevaban entre dos hombres; y al pronto no me reconoció, pero al darse
cuenta de que era yo, comenzó a gritar y pude oír sus chillidos todo el
tiempo que me estuvieron paseando por la plaza y mientras me hacían subir
la escalera del Ayuntamiento, hasta llegar al despacho de mi padre, en
donde me tumbaron sobre el diván. Y fue allí donde me hicieron las cosas
malas.
—Conejito mío –dijo Robert Jordan, estrechándola con toda la delicadeza
que pudo, aunque estaba por dentro saturado de todo el odio de que era
capaz–. No me cuentes más, porque no puedo aguantar el odio que siento.
Ella se había quedado rígida y fría en sus brazos.
—No, nunca te hablaré ya de estas cosas. Pero son gentes malas y me
gustaría ayudarte a matar a unos cuantos, si pudiera. Te he contado eso
únicamente por respeto a tu amor propio, ya que he de ser tu mujer, y
para que puedas comprenderlo.
—Has hecho bien en contármelo –dijo él–; porque mañana, si tenemos
suerte, mataremos a muchos.
—Pero ¿mataremos falangistas? Ellos fueron los que lo hicieron.
—Esos no pelean –replicó él sombríamente–. Matan en la retaguardia. No
son ésos los que encontramos en las batallas.
—Pero, ¿no podríamos matar a algunos de ellos de alguna manera? Me
gustaría mucho matar a algunos.
—Yo he matado ya a algunos –dijo él–; y volveré a matar a algunos más. En
el asalto de los trenes hemos matado a varios.
—Me gustaría ir contigo a atacar un tren –dijo María–. Cuando atacaron el
tren, que fue cuando Pilar pudo rescatarme, yo estaba medio loca. ¿No te
han contado cómo estaba?
—Sí. Pero no hables más de eso.
—Tenía la cabeza como embotada y no hacía más que llorar. Pero hay otra
cosa que tengo que decirte. Es menester. Puede que, si te la cuento, no
quieras casarte conmigo; pero, Roberto, si no quieres casarte conmigo,
¿no podríamos, de todas formas, seguir viviendo juntos?
—Me casaré contigo.
—No. Había olvidado eso. Quizá no debas casarte conmigo. Quizá no pueda
yo tener nunca un hijo ni una hija; porque Pilar dice que con todas las
cosas que me pasaron, con las cosas que me hicieron, yo debiera haberlo
tenido. Tenía que decirte esto. ¡Oh, no sé cómo he podido olvidarlo!
—Eso no tiene ninguna importancia, conejito. Primero porque puede no ser
así. Eso únicamente puede saberlo un médico. Y luego, yo no tengo el
menor interés en traer un hijo o una hija a este mundo, tal como está
ahora. Y además, todo mi cariño es para ti.
—Me gustaría tener un hijo o una hija de ti –dijo ella–, y, por otra
parte, ¿cómo iba a mejorar el mundo si no hay hijos nuestros, de todos
los que luchamos contra los fascistas?
—Tú –dijo él–, yo te quiero a ti; ¿has comprendido? Y ahora, vamos a
dormir, conejito; porque tengo que levantarme mucho antes de que
amanezca, y en este mes amanece muy temprano.
—Entonces, ¿no hay inconveniente respecto a lo último que te he dicho?
¿Podremos casarnos a pesar de todo?
—Estamos ya casados. Me caso contigo ahora mismo. Tú eres mi mujer. Pero
duérmete ahora, conejito, porque nos queda muy poco tiempo.
—¿Y estaremos realmente casados? ¿No será sólo hablar y hablar?
—De verdad.
—Entonces me dormiré y volveré a pensar en ello si me despierto.
—Yo también.
—Buenas noches, marido mío.
—Buenas noches, mujercita mía.
Oyó que su respiración se hacía más firme y regular y se dio cuenta de
que se había dormido; se quedó despierto, sin moverse, para no
despertarla. Pensó en todo lo que ella no le había contado y permaneció
allí, sintiendo revivir su odio y dichoso ante la idea de que al día
siguiente mataría.
«No obstante, no tengo que hacer de eso una cuestión personal. Pero ¿cómo
impedirlo? Sé que nosotros también hemos hecho cosas atroces. Pero fue
porque nosotros éramos gentes ineducadas y no sabíamos hacerlo mejor.
Ellos lo hicieron deliberadamente. Los que así obraron son el último
retoño de lo que su educación ha producido. Son la flor y nata de la
caballerosidad española. ¡Qué gentes han sido! ¡Qué hijos de mala madre,
desde Cortés, Pizarro, Menéndez de Avilés hasta Enrique Lister y Pablo!
¡Y qué gente tan maravillosa! No hay nada mejor ni peor en el mundo. No
hay gente más amable ni gente más cruel. ¿Y quién sería capaz de
comprenderlos? Yo, no; porque si los comprendiera se lo perdonaría todo.
Comprender es perdonar. Esto no es verdad. Se ha exagerado la idea del
perdón. El perdón es una idea cristiana, y España no ha sido nunca un
país cristiano. Ha tenido siempre una idea especial y su idolatría
particular dentro de la Iglesia. Otra Virgen más. Supongo que fue por eso
por lo que tuvieron que destruir las vírgenes de sus enemigos.
Seguramente, este sentimiento era más profundo en ellos, en los fanáticos
religiosos españoles, que entre la gente del pueblo. La gente del pueblo
se apartó de la Iglesia porque la Iglesia era el Gobierno y el Gobierno
ha sido siempre algo podrido en este país. Este fue el único país adonde
no llegó nunca la Reforma. Está pagando ahora la Inquisición, y es
justo.»
Bueno, aquello era algo como para pensar un rato. Algo como para impedir
al espíritu que se preocupase demasiado por su trabajo. Y en todo caso
era más sano que pretender engañarse. ¡Cómo lo había pretendido aquella
noche! Y Pilar estuvo queriendo hacer lo mismo todo el día. Seguro. ¿Y si
morían al día siguiente? ¿Qué importaba, mientras el puente volase como
era debido?
Eso era todo lo que tenían que hacer al día siguiente.
Morir no tenía ninguna importancia. No se puede hacer indefinidamente esa
clase de trabajo. No se está destinado a vivir indefinidamente. «Quizás
haya tenido toda una vida en tres días –pensó–. Si eso es así, hubiera
preferido pasar esta última noche de una manera distinta. Pero las
últimas noches nunca son buenas. No son nunca buenas las últimas nadas.
Sí, las últimas palabras son buenas a veces. ¡Viva mi marido, que es el
alcalde de este pueblo! Aquello sí que fue bueno.»
Sabía que había sido bueno, porque al repetirlo sentía un escalofrío por
todo el cuerpo. Se inclinó para besar a María, que no se despertó. Muy
quedamente, le dijo en inglés: «Me gustaría casarme contigo, conejito. Y
estoy muy orgulloso de tu familia.»
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