viernes, 19 de febrero de 2016

Accesorios para ser un buen hombre



  • Traje.
  • Sombrero.
  • Zapatos.
  • Pantalones.
  • Cigarrillos.
  • Resentimiento.
  • Mezcal.
  • Carácter.
  • Poesía.
  • Celos.
  • Mentiras.
  • Pobreza.
  • Gafas.
  • Pachulí.

jueves, 18 de febrero de 2016

Capítulo: Día de campo, página 59-70. Estas ruinas que ves - Jorge Ibargüengoitia

DÍA    DE    CAMPO

Al día siguiente de la comida en casa de Gloria, el tren llegó de reculada, con quince, minutos de retraso y el General Zaragoza por delante. En el andén estábamos formados, en  fila, Sebastián Montaña, en representación de sí mismo, yo, en la de Ricardo Pórtico, que no había querido levantarse temprano, Malagón, por la Escuela de Historia, Espinoza, por la de Filosofía, y Carlitos Mendieta, porque lo habíamos encontrado cuando íbamos camino a la estación y él salía del café de chinos sin nada qué hacer.
En la escalerilla del Zaragoza iba un hombre distinguido, de saco de tweed y cabello blanco deslumbrante. Sonreía hacia donde estábamos parados y agitaba la mano. Era el doctor Rivarolo, que llegaba a Cuévano a dar una conferencia para rematar el semestre.
Antes de que el tren se detuviera por completo, el doctor Rivarolo saltó con agilidad, dio  un traspié, se metió una zancadilla a sí mismo, y cayó al piso.
Después de un instante de consternación, corrimos hacia donde estaba tendido el conferenciante, y lo ayudamos a levantarse. Él se puso de pie diciendo, "es que calculé mal". Cuando Sebastián se cercioró de que el recién llegado no tenía ningún hueso roto, lo abrazó, hubo presentaciones, y fuimos caminando hacia la salida de la estación, primero Sebastián y Rivarolo tomados del brazo, después el cargador con las maletas y por último, nosotros cuatro, murmurando:
—Me parece que cojea.
—¿Se fijaron? Cuando se cayó se vio como que las rodillas se le doblaban para fuera. Sebastián y Rivarolo lucharon para evitar que el otro le diera la propina al cargador —
ganó Sebastián— y después, todos nos apretamos en el taxi, ellos dos con el chofer y  nosotros
cuatro atrás.
—¿En qué hotel le parece alojarse, doctor? —preguntó Sebastián.
—En uno que haya camas muy anchas.
Sebastián, sin inmutarse, se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Qué tan anchas son las camas del Padilla, Paco?
Todos opinamos, hasta el chofer. Cada quien dijo, dónde, a su parecer, estaba la cama más ancha de Cuévano. Por fin se decidió que el cuarto número 13 del Padilla era el alojamiento adecuado para el visitante.
El coche arrancó con cada quien pensando a quién se querría coger en Cuévano el doctor Rivarolo.
Cuando pasamos frente a la que vende los quesos, que estaba espantando las moscas con un hilacho, Rivarolo, que iba mirando para otro lado, exclamó:
—Este barroco tardío es un poema.
Cuando llegamos al hotel, el Pelón Padilla dejó los menús a medias para saludar a Rivarolo y decirle que había leído todos sus libros —lo cual es mentira—.
—Dale al doctor Rivarolo —dijo Sebastián— el cuarto número 13.
El mozo entró en el elevador con las maletas y la llave con el número 13, Rivarolo tendió la mano a Sebastián, que no esperaba despedirse.
—Hemos preparado un programa —dijo Sebastián— para hacerlo pasar a usted un día típicamente cuevanense.
—Nos veremos esta noche en la conferencia —dijo Rivarolo y entró en el elevador. Sebastián se volvió a nosotros, perplejo.


—¿Y ahora qué hacemos?
Habíamos planeado desayuno en la Flor de Cuévano, paseo en los jardines del doctor Cruchet, comida en casa de uno de los profesores —la de Espinoza había sido elegida, a pesar de las protestas del dueño, quien al día siguiente se iba con su familia a pasar las vacaciones en México— y en la noche, después de la conferencia, cena en el café de don Leandro.
—Propongo —dijo Malagón— que se siga el programa al pie de la letra como si el  visitante no nos hubiera cortado.
Estuvimos de acuerdo. Mientras esperábamos el camión vimos que el joven Angarilla entraba en el hotel.

En la mesa del rincón de la Flor de Cuévano vimos que Gloria y Rocafuerte estaban sumergidos en una conversación apasionada y llena de eses. Tan absortos estaban que no nos vieron entrar.
Nos sentamos en una mesa, pedimos café exprés, y Sebastián Montaña dijo:
—Mira que venir a Cuévano a tener un affaire a expensas de la Universidad, me parece demasiado.
—No sólo eso, nos cortó —dijo Espinoza—. Señores, me rompí el pie, de acuerdo, pero por cortesía debería haber venido con nosotros. Mi mujer se pasó la tarde de ayer cocinando,
¿qué va a decir cuando lleguemos sin el invitado de honor?
—Vamos a estar más a gusto —dijo Carlitos Mendieta.
—¿Quién puede ser la amante del doctor Rivarolo? —preguntó Malagón.
Estuvimos quebrándonos la cabeza examinando candidatas: desde las letradas —Irma Bandala y Cuca Larrañaga—, hasta las putas —Cecilia Anzorena—, pasando por las    vírgenes
—las hermanitas Verduguí—, y llegamos a la conclusión de que en Cuévano, francamente, casi no había mujeres que valieran la pena.
Pagamos y salimos a buscar un taxi que nos llevara a los jardines del señor Cruchet.
Gloria interrumpió lo que decía Rocafuerte y lo hizo volverse para despedirse de nosotros.

Carlitos Mendieta, que conocía los jardines como nadie, nos sirvió de guía. Nos llevó antes que nada a ver la Golonquídea redonda, un árbol traído de África que crece como sombrilla, tiene hojas en forma de manos y da frutos que al ser comidos provocan convulsiones.
Visitamos también la Carándula nepótica, un árbol de las Guayanas, que extiende sus ramas para proteger a sus parientes, que acaban por estrangularlo, la Tribuía estupefacta, cuya sombra produce dolor de cabeza a los que están jugando baraja, y la Enciclopedia bombástica, un árbol gigantesco, que da frutos del tamaño de una bala de cañón, que no sirven para nada.
Tiramos piedras en el estanque, yo volví a explicar el libro de seiscientas páginas que no había escrito, sobre las hermanas Baladro, Malagón nos contó un capítulo de su Opúsculo, y empezó a llover. Corrimos, por un caminito lodoso, hacia el kiosco.
Llegamos empapados, en medio de un aguacero tormentoso. Subí las escaleras y me puse a cubierto antes de darme cuenta de que por el lado opuesto acababan de entrar otros  dos refugiados. Eran Gloria y Rocafuerte.
Gloria, empapada, se veía más guapa que nunca. Estaba jadeante, tenía las mejillas sonrosadas, el pelo aplastado y una gota de agua en la punta de las narices. Era bellísima. Noté, con cierto sobresalto, que con el agua, su camisa amarillo paja se había vuelto transparente y el brassiere también. Rocafuerte se dio cuenta de lo mismo y se empeñó en cubrirla, so pretexto de temer que fuera a resfriarse, con su chamarra de cuero. Gloria no quiso taparse.


La carrera, el aguacero, la humedad, el gusto de encontrar a Gloria en el kiosco, hicieron que tardara un rato en plantearme la pregunta dolorosa: ¿qué estaban haciendo Gloria y Rocafuerte en los jardines del señor Cruchet?
Era evidente que el aguacero no los había sorprendido a la mitad de un paseo botánico como el que acabábamos de dar nosotros.
—En estos jardines —me había dicho Malagón en una visita anterior— han sido desfloradas más de treinta mil mujeres cuevanenses, y nomás se tienen datos de 1920 a la fecha.
Gloria se veía contenta, a pesar de la lluvia y del posible resfriado que se avecinaba. Abría las aletas nasales, como para inhalar más ozono. Las miradas libidinosas de mis compañeros estaban pegadas en su camisa. Ella, afortunadamente, se sentó en el último escalón, a ver llover, y nos dio la espalda.
Rocafuerte, en cambio, había cambiado, era más cariñoso con ella, más responsable, como que se había vuelto más serio. Lo que había dicho el Doctor el día anterior le había quitado su seguridad.
El  aguacero  seguía  y  el  kiosco  se  convirtió  en  una  isla, en medio de un río de  lodo.
Entonces, a Espinoza se le ocurrió la única idea de aquel día.
—¿No se les antoja un mezcal? —les preguntó a Rocafuerte y a Gloria. Ellos dijeron que sí.
—Nomás que salgamos de aquí los invito a mi casa, tengo mezcal de la sierra de  Güemes y hay comida, muy sabrosa. Mi mujer nos está esperando. ¿Qué les parece?
Rocafuerte le preguntó a Gloria, "¿Qué dices?", y ella después de titubear un momento, dijo que sí. Estaba en plena liberación.

Se me hacía tan raro llegar a casa de Sarita con tanta gente, sentarme en la sala y verla a ella de anfitriona, ir de un lado para otro, preguntándome, "¿qué puedo ofrecerte?", cuando sabía tan bien lo que me gustaba. Yo no podía ayudarla, porque tenía que fingir que no sabía dónde estaba el refrigerador ni en qué lugar se guardaban los vasos.
Entraron los niños a saludar. Yo no los conocía más que de fotografía. "¡Qué niños tan simpáticos!", dijimos todos. A mí me parecieron chocantísimos. Afortunadamente se fueron al poco rato.
Por el pasillo vi pasar la sombra de Elpidia que iba a comprar chicharrones, Rocafuerte quiso mostrarle a Sebastián Montaña cómo funcionaba la Nikkonaka, Espinoza llevó a Malagón y a Carlitos Mendieta a la biblioteca para enseñarles un libro raro, Sarita fue a la cocina, yo me quedé solo con Gloria.
— ¡Estoy tan apenada con ustedes! —me dijo.
Le dije que no fuera tonta, que nadie es responsable de lo que diga o piense su padre. Para consolarla le puse la mano sobre el hombro —su carne me daba escalofríos—. En ese momento entró Sarita y se fue a sentar en el sofá.
Nunca he visto a dos mujeres hacerse amigas tan rápidamente —después de vivir en el mismo pueblo tres años sin hablarse—. Me ignoraron. Empezaron preguntándose, "¿dónde compraste tu camisa?", y acabaron diciendo, "¡qué triste es la vida de provincia, pero en las tardes, qué bonita!". En todo estaban de. acuerdo. Cuando me levanté del sofá para ir a la biblioteca, ya Sarita estaba preguntándole a Gloria cuándo pensaba casarse. ¡Yo me había tardado seis meses para llegar a este punto!
—El mes que entra —dijo Gloria.


Es decir, Rocafuerte había ganado. Mientras contemplaba un libro viejo que contenía la correspondencia entre el doctor Mena y el licenciado Pruneda, pensaba, ¿me atreveré a decirle a Gloria lo que le va a suceder? Pero no, sabía que no iba a atreverme.
Regresé a la sala.
—Mi padre —decía Gloria— es un hombre que tiene una moral de hace cincuenta años.
Estaba chupando limón y tenía el vaso de mezcal a medias. Sarita, sin dejar de poner atención a lo que estaba diciendo su nueva amiga y sin que ésta se diera cuenta, me puso la mano sobre el pantalón y me apretó el sexo.
Salí del recibidor con palpitaciones y llegué al pasillo donde estaba la Nikkonaka.
—Este precio que le estoy dando —decía Rocafuerte—, nadie se lo mejora.
En ese momento llegó Elpidia con los chicharrones y pasamos al comedor a hacer tacos.

Después del aguacero el aire se había limpiado, no se veía brizna de polvo, en el cielo no había una nube, el empedrado del callejón de las Tres Cruces estaba reluciente, una parvada de pichones volaba alrededor de un fresno.
Habíamos salido a los balcones. Espinoza, Malagón, Gloria y Rocafuerte se recargaron  en el que da al Triunfo de Bustos, Sebastián, Carlitos, Sarita y yo, en el que da a las Tres Cruces.
Había sido una tarde agradable, aparte de varios sustos. Sarita, que estaba de humor juguetón, me había tendido una celada: había aparecido súbitamente detrás de una puerta y me había dado un beso voluptuoso a veinte centímetros de Sebastián Montaña, que de milagro no se había percatado de nada. En otra ocasión, hizo que yo tirara el café y me manchara la ropa: yo estaba de pie, con la taza y el platito en la mano y ella se me acercó a traición y me dio un dedazo en el culo.
Después de la comida Sarita puso discos de Percy Faith y bailó, primero sola —sabía cimbrarse como Tongolele—, después con su marido —que era pésimo bailarín—, después con Sebastián —que había sido el rey del chárleston (en Cuévano)—, después con Malagón —que me dijo más tarde, "a mí esta mujer me vuelve loco"—, y por último conmigo —que pasé un mal rato, porque ella se empeñaba en montarse en mi sexo—. Carlitos Mendieta se negó a bailar y estuvo haciendo bocetos.
Mientras tanto, Gloria bailaba, muy discretamente y muy bien, con Rocafuerte. Yo lo envidié y hubiera querido bailar con Gloria, pero los vi tan enamorados, que no me atreví a interrumpirlos. Sentí que ella hubiera bailado conmigo por compromiso, que era una humillación que yo no estaba dispuesto a aceptar.
Nunca vi a mis amigos de mejor humor. Espinoza hizo cante jondo —nadie le conocía ese talento, ni él mismo—, Sebastián cantó, "Yo nací rumbero y jarocho, trovador de veras", y después gritó por la ventana, "¡Muera Agustín Lara!"— no lo oyeron más que los arrieros que iban pasando por el Triunfo de Bustos con una carga de carbón—, los demás, hicimos, con la colaboración de Sarita, una pirámide sobre una mecedora, parecida a las que hacen los motociclistas de tránsito los días veinte de noviembre. Rocafuerte y Gloria, por su parte, fueron descubiertos besándose detrás de una puerta —exactamente en el lugar en que Sarita me había tendido una celada un rato antes.
—¡Este es el preludio de un suicidio!— dije para mis adentros, mientras los demás se reían de los enamorados y éstos se ruborizaban.
Inmediatamente después de este descubrimiento, salimos a los balcones. Estábamos sudorosos, de buen humor, un poco excitados, borrachos. Hacía un fresco muy agradable.
Malagón me preguntó, refiriéndose a Sarita:


—¿Traerá calzones?
Había querido acomodarse junto a ella, pero no cupo y tuvo que irse al otro balcón, junto  a Gloria. Yo hubiera cambiado con él de lugar, pero Sarita me tenía agarrado y no me soltó.
Estuvimos un rato platicando, mirando el cielo, el empedrado, los pichones volando, cuando empezó el insulto.
Los que estábamos en el balcón de las Tres Cruces, no vimos nada al principio. Ni oímos bien. El sonido de una voz lejana se mezcló con el de nuestra conversación, sin interrumpirla hasta que llegó hasta nosotros con toda claridad una frase.
—¡. . . no tiene usted consideración. . .!
Era la voz de una mujer airada, que hablaba a gritos.
—¿Será un pleito? —preguntó Sebastián Montaña.
—¡... la honra de mi hija. . .!
Parecía un pleito muy interesante. Como la voz nos llegaba del lado de la calle del Triunfo de Bustos, decidimos cambiar de balcón para oír mejor. Al entrar en el recibidor vimos las espaldas de los cuatro que estaban apoyados en el barandal. Los gritos retumbaban. Hasta que Gloria habló comprendí que el pleito era con uno de los que estábamos allí. Ella dijo:
—Mamá, por favor, serénate, porque estás haciendo el ridículo —habló con voz calmada pero firme.
Me acerqué a la ventana y sobre el hombro de Espinoza vi lo que pasaba en la calle. La Rapaceja, con la boca abierta, estaba en la acera de enfrente. El Doctor, que parecía  resignado, tenía la cabeza entre las manos y los codos apoyados en el capacete del coche negro. En nuestro bando, Gloria estaba sonrojada y Rocafuerte blanco como un papel. Lo vi quitar la mano que había estado sobre la cadera de Gloria y ponerla sobre el barandal.
La Rapaceja, en diez segundos de vociferación, expuso las horas de angustia de una familia decente. La hija ha desaparecido —es decir, no llegó a las dos de la tarde, como es la costumbre—, telefonazos a las amigas, se reciben noticias alarmantes: alguien la ha visto en la Flor de Cuévano, platicando con el novio, se le vio en un coche que iba rumbo a los jardines del señor Cruchet. ¡Alarma! Aguacero. Son las cinco de la tarde y la hija, que apenas tiene veintiún años, no ha regresado. Telefonazos a la morgue. Inútil. Ninguno de los cadáveres que están en la plancha responde a las señas de Gloria. Desesperados, los padres salen en el coche a buscarla por la ciudad. ¿Y dónde la encuentran? Abrazada del novio, en el balcón de una casa extraña, que da a una de las calles más transitadas de Cuévano, dando qué decir a los que pasan. Por si fuera poco, se oyen risas y música.
La Rapaceja a Rocafuerte, para terminar: —El honor de una mujer es un espejo que cualquier aliento fétido empaña.
Rocafuerte, por supuesto, no sabe qué contestar y se queda mudo.
Sebastián se abre paso hasta llegar al balcón. —Elvirita, un momento, es un ágape académico. Tu hija no está entre pelafustanes ni entre desconocidos, sino entre lo más selecto del profesorado de la Universidad de Cuévano. Estamos en casa del licenciado Espinoza —lo señala, está limpiando sus anteojos—, hay damas presentes —Sarita, con el escote bajado, por el calor—, y yo aquí presido. Te juro, Elvirita, que no he perdido de vista a Gloría un solo instante: su comportamiento ha sido intachable, y el de este muchacho —la mano en el hombro de Rocafuerte— no se ha apartado un milímetro de lo que debe esperarse de un caballero. Si quieren comprobar que todo está en orden, ¿por qué no pasan un ratito? Por toda respuesta, la Rapaceja le dijo a Gloría: —Nos vamos a la casa. Baja inmediatamente. Y Gloria le contestó: — No bajo.


No levantó la voz. Estaba furiosa, pero se contenía. Se veía mejor que cuando la vi empapada en el aguacero. Mientras más difícil era la situación en que se encontraba, más me gustaba. Su madre repitió la orden:
—¡Gloria, baja!. . .  ¡Te ordeno que bajes!. . . El Doctor intervino:
—Gloria, ¿qué no ves que tu mamá está muy nerviosa?
—¿Qué no me oyes? ¡Que bajes inmediatamente!. . . ¡Gloria. . .!
Gloria, que se había quedado sola en el balcón, porque los demás se habían ido retirando ante el ataque de la Rapaceja, tomó ambas hojas de la vidriera y la cerró, sin esperar a que su madre terminara de gritar. Después, deliberadamente, echó el picaporte.
Mientras tanto, los demás tropezábamos unos con otros en la habitación, haciendo comentarios en voz baja: "¡esto fue un plato!", "parece película de Niñón Sevilla", "¿te fijaste cómo echaba espuma por la boca?", etc.
Gloria fue a donde estaba Rocafuerte y delante de todos lo besó en la boca. Los demás, discretamente, salimos al pasillo, para no presenciar este acto —un beso largo y salivoso, al principio del cual, por cierto, Rocafuerte no hallaba dónde poner las manos, que colocó más tarde en los costados de Gloría, cerca del nacimiento de los pechos, una indecencia—.
—¿Qué te parece? —le pregunté a Carlitos Mendieta, con quien había entrado en la biblioteca a buscar una botella de aguardiente que se había extraviado.
—Ay, muy divertido —me contestó—, una de las tardes más agradables de mi vida.
—¿Sí? Pues a mí me parece el principio de un suicidio. Carlitos se quedó muy extrañado.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Porque van a cogerse a Gloria. . . —al oírme expresar de esta manera, comprendí que estaba perdiendo los estribos, pero seguí hablando— y está enferma del corazón.
Dejé a Carlitos en la biblioteca con la boca abierta y salí al pasillo con la botella, allí estaban Sebastián, Malagón, Espinoza y Sarita, en conciliábulo.
—En rigor, estamos obligados —decía Espinoza.
—Además, no es ninguna molestia, porque nos vamos mañana en la mañana —decía Sarita.
—Pero se echan dos enemistades muy serias —dijo Sebastián Montaña.
—A mí no me importa —dijo Sarita, y dirigiéndose a su marido—, ¿te importa a ti?
—Para nada.
—Entonces voy a hacerlo —dijo Sarita y entró en el recibidor. Sebastián me explicó:
—Parece que Gloria no quiere regresar a su casa y Sarita va a invitarla a que se quede  en ésta, y que viva aquí mientras ellos están en México.
Aquél hubiera sido el momento de intervenir. Entrar en el recibidor y decir: "este matrimonio no se puede llevar a cabo, porque hay un impedimento". Pero como hubiera sido demasiado ridículo, decidí callar para siempre.
Se oían las voces:
—Pero es mucha molestia. . .
—Ninguna. . . nosotros nos vamos a las once. . . te quedas aquí como si estuvieras en tu casa. . .


Sarita hablaba dirigiéndose a los dos, como si fueran marido y mujer, o, mejor, como si los estuviera casando. ¡Y les entregó las llaves! Gloria estaba encantada; Rocafuerte había envejecido diez años.

Los Pórtico se arrepintieron de no haber ido al día de campo, ni a la comida en casa de los Espinoza. —Nous sommes desolés —dijo Ricardo, cuando Espinoza, Malagón y Carlitos Mendieta, arrebatándose la palabra uno al otro, terminaron de reconstruir la escena de lo que iba a pasar a la mitología cuevanense, como "el insulto".
Estábamos en el Pascualito, esperando a que comenzara la conferencia. Yo quedé en el extremo de la fila y no intervine en la conversación. Yo sí que me sentía desolado.
Los estudiantes que llenaban la sala prorrumpieron en un aplauso motivado en parte por la perspectiva del fin de cursos. Todo el mundo estaba de buen humor, menos yo. En el estrado estaban Sebastián y Rivarolo (de bastón). Este último vestía impecablemente, de azul marino, con un pedacito de vendaje blanco asomando por el tobillo —decían que el médico que lo  vendó había diagnosticado "luxación compuesta"—. Al sentarse hizo un gesto de dolor. Sebastián, al hacer la presentación, nos advirtió que estábamos a punto de escuchar al Newton de la crítica histórica, después bajó del estrado y fue a sentarse en la primera fila. El conferenciante se caló las gafas con parsimonia, echó una mirada a las notas que tenía  enfrente y luego, levantando la cara, como un poco sorprendido por haber encontrado algo muy interesante, dijo:
—O fortunatus nimium, sua si bona norint, Agrícolas.
El resto de la hora y media que duró la conferencia, lo dediqué a observar narices: en un cuarto cerrado, se van poniendo lustrosas, las de base ancha corresponden a gente más bien terca que inteligente, con la edad, los poros se van abriendo, como cráteres lunares, por las fosas de las mujeres no asoman pelos, etc.
El aplauso final me sacó de mi ensimismamiento. El joven Angarilla, en la tercera fila, parecía entusiasmado. Se había puesto de pie para aplaudir. Nosotros nos levantamos y aplaudiendo nos abrimos paso hasta llegar al estrado. Malagón, que caminaba a mi lado, me preguntó, sin dejar de aplaudir:
—¿Tú crees que Sarita se deje?
—¿Cómo dices?
—Que si crees que Sarita se deje.
Nos separamos. Malagón dio la vuelta por un lado de la mesa y yo por el otro, para felicitar a Rivarólo y decirle lo interesante que nos había parecido su conferencia. Después tuvimos que ayudarlo a bajar del estrado.
Salimos del Pascualito, cruzamos el patio, salimos a la calle y fuimos caminando, en bola, interrumpiendo el tránsito, hasta el café de don Leandro, que quedaba a diez puertas, pero para recorrer la distancia tardamos diez minutos, porque Rivarolo titubeaba un rato antes de dar  cada paso.
Se oían comentarios culteranos.
—A mí, francamente, me interesa más el problema de la oscuridad en Sor Juana, etc. Malagón me agarró del brazo.
—Tengo que contarte una cosa —me dijo—. Sarita y yo nos quedamos solos en la biblioteca un momento, y yo le dije: "Sarita, yo quiero poseerla". ¿Qué te parece? No está   mal,
¿verdad?
—¿Y ella qué te contestó? —le pregunté, con cierta aspereza.


—Nada. Salió del cuarto riéndose. Pero no me dijo que estuviera faltándole al respeto, ni nada de eso. Ya es adelanto, ¿no crees?
Me le quedé mirando: tenía anteojos gruesos, dientes manchados, bigotes disparejos, ya no era joven. . . Comprendí que no le tenía rencor. El comportamiento de Sarita, en cambio, me tenía asombrado.
—Pues sí —le dije—, sí es adelanto.
El sonrió satisfecho, se metió entre el grupo y lo perdí de vista. Ricardo Pórtico parecía muy preocupado:
—Óyeme, este asunto de Gloria se está poniendo demasiado serio para no hacer nada.
—Pues es lo que yo he estado pensando toda la tarde, pero no me atreví a intervenir.
Habíamos llegado al café. Don Leandro, que nos había estado esperando, salió a recibirnos en el umbral.
—Me hubiera interesado mucho asistir a su conferencia —dijo a Rivarolo, al estrecharle la mano—, pero desgraciadamente. . . —no se entendió lo que dijo.
Nos llevó a la mesa que le gustaba a Sebastián, nos sentamos. Rivarolo quedó entre Sebastián y el joven Angarilla.
—¿Y a este tipo quién lo invitó? —preguntó Espinoza. La pregunta recorrió la mesa sin hallar respuesta.
Sebastián y Rivarolo intercambiaron cortesías y modestias: "quedó muy claro lo que dijo", "yo hubiera querido ser más conciso", etc.
—Le recomiendo las enchiladas.
Hubo la confusión de costumbre: unos no hallaban por qué decidirse, si por las enchiladas o por los frijoles refritos, don Leandro no entendió cuántas cubas libres habíamos pedido, alguien cambió de opinión, en vez del brandy con soda. . .
Malagón no estaba en la mesa. Hubo un rato de conversación dispersa y de pronto, Rivarolo se quedó callado. Acababa de darse cuenta de que estaba rodeado de obras de arte: los murales. Primero miró a su alrededor, después se caló las gafas y fijó la vista en un punto  de la pared, por último se las quitó y entrecerró los ojos. Los demás lo mirábamos sin  atrevernos casi a respirar. —¿Qué es esto? —preguntó por fin. Aunque la pregunta no era muy alentadora, Sebastián Montaña se atrevió a decir: —Unos murales. —Son una mierda irredenta. El mal estaba hecho. La cordialidad había sido destruida. Pero podíamos haber seguido comiendo, en silencio, ofendidos en lo más íntimo, pero sin necesidad de confesar que nosotros éramos los pintores. Esto hubiera pasado si en la mesa no hubiéramos estado más que el insultante y los insultados. ¡Pero había un intruso! El joven Angarilla. A Sebastián no le quedó más remedio que explicar:
—Pues sabe usted, que una noche. Cuando supo quiénes eran los autores, Rivarolo se puso como jitomate, volvió a examinar los murales y empezó a encontrarles virtudes. —Es pintura muy sincera —dijo. —¡Qué va! —contestamos— ¡Si son pura broma! Los hicimos a la carrera.
La cena fue consumida en un silencio glacial. Al terminar el café, acompañamos al visitante, no al Padilla, como era costumbre, sino al sitio de coches más cercano.
Angarilla se había despedido en la puerta del café, y cuando se alejaba, Espinoza me había dicho:
—Si algún día este cabrón me pide de sinodal, lo trueno.
Al llegar al sitio de coches, Sebastián, en vez de abrazar a Rivarolo, le dio la mano.
—Que pase usted buena noche —le dijo.


El coche arrancó. Todavía se veían las calaveras cuando Sebastián levantó los ojos al cielo, cerró los puños, dio un taconazo y dijo:
— ¡Carajo, me fajo, me rajo, me cago y me acongojo . . .! —se dio cuenta de que había una dama presente—. ¡Ay, perdóname, Justinita, ya te falté al respeto!
Para tranquilizarlo, Justine dijo:
—Te advierto que la misma conferencia que oí esta noche, la oí hace cinco años en Caracas, dicha por otro individuo y aplicada a Pico de la Mirándola.
Fuimos por el pasaje donde venden los churros echando pestes a Rivarolo. "Yo sí noté que para ser tan elocuente no había dicho nada interesante!", "¡qué criterio tan pobre de juicio!", "¡qué metida de pata dio este tipo!", etc. Cuando salimos al Triunfo de Bustos —el estado de ánimo general nos impulsaba irresistiblemente hacia la casa de Espinoza a seguir bebiendo—, vimos a Gloria y a Rocafuerte, que regresaban de cenar en la Flor de Cuévano y se dirigían al Thunderbird, que estaba estacionado frente a la casa de los Espinoza.
Los saludamos como si tuviéramos meses de no verlos. Rocafuerte iba a llevar a Gloria a su casa —nos explicó todo esto minuciosamente para que viéramos que no iba a cometerse ninguna inmoralidad aquella noche—, en donde ella iba a tener un pleito con la familia, pasar la noche y hacer sus maletas. Al día siguiente, a las once, iría a instalarse en casa de los  Espinoza —que salían para México en el autobús de esa hora—, y Rocafuerte comenzaría los trámites para casarse lo más pronto posible.
—Yo le prometo, licenciado —le dijo a Espinoza—, que sabremos corresponder a este favor tan grande que nos está usted haciendo al prestarnos su casa. No se cometerá en ella ninguna inmoralidad. Cuando yo tenga todo arreglado vendré por Gloria, para llevarla a la iglesia.
En su nueva personalidad de novio responsable era todavía más repulsivo que como joven de porvenir. Espinoza contestó algo así como que yo los dejo en mi casa y no me importa lo que pase en ella. Gloria, que estaba muy emocionada por el apoyo que le habíamos dado, se despidió de todos de beso —era la primera vez que me besaba— y después abrió la puerta de la casa con la llave que Sarita le había prestado, para que entráramos. Se subieron en el coche y se fueron. Nosotros entramos en la casa de Espinoza.
Lo que pasó después fue confuso. Estábamos subiendo los escalones del vestíbulo, cuando oímos que Espinoza, que iba a la cabeza y entraba en ese momento en el recibidor decía, "¡hola!".
Cuando entré en el recibidor vi, por entre las cabezas de los que iban adelante, algo que parecía casi natural. Sarita y Malagón estaban sentados en el sofá. Sarita se veía muy  tranquila.
—¿Cómo entraron? —preguntó. Malagón estaba demudado.
Ambos tenían en las manos algo. ¿Tarjetas postales? ¿Fotografías? En el sofá, al lado de Malagón, había un objeto que yo conocía, pero que casi había olvidado: la cajita metálica de pastillas para la tos.
La escena no era dramática. No se parecía a la que Sarita y yo habíamos imaginado con tanto detalle: Espinoza descubriendo a su mujer en adulterio. Más bien correspondía a otra situación: la dueña de la casa tiene visita y entra un grupo cuando ella menos se lo espera.
Después supe que yo era el único que había visto la cajita. Probablemente a nadie se le hubiera ocurrido examinar las fotografías que ellos tenían en las manos si Malagón no mete la pata. Mientras Espinoza explicaba a Sarita que Gloria había abierto la puerta con la llave, etc., Malagón le quitó a Sarita las fotos que ella tenía, y juntándolas con las suyas quiso guardarlas, atrayendo la atención a la cajita metálica, que Espinoza, Carlitos y yo conocíamos.


Espinoza creció como dos centímetros.
—¿Qué significa esto? —preguntó con voz impostada.
Ocurrió lo que nadie esperaba. En vez de dar explicaciones, o esperar a que Sarita las diera —que hubiera sido lo más prudente—, Malagón se puso de pie con rapidez, llegó a la ventana de un salto, bajó el picaporte, abrió la vidriera y brincó por el balcón a la calle del Triunfo de Bustos. Fue la segunda luxación compuesta de aquella fecha.
Cuando nos recuperamos del pasmo empezó la confusión. Espinoza apretó las quijadas y gritó entre dientes una palabra que yo no lo hubiera creído capaz de pronunciar: "canalla". Aunque nadie trató de impedirle el paso, chocó contra todos antes de llegar a la puerta. Dejó abierta la de la calle.
—Yo no entiendo qué pasa —dijo Justine.
—¡Está furioso —dijo Sebastián—, lo va a matar! —y salió corriendo. Carlitos y yo, sin ponernos de acuerdo, lo seguimos.
Cuando iba yo corriendo por el callejón de Loreto, comprendí que me urgía tomar una decisión: la figura de Espinoza iba creciendo, porque corría más despacio que yo, y Malagón llegaba apenas en ese momento, cojeando, a donde desemboca el callejón en la plaza de la Libertad. Es decir, que en diez segundos iba a alcanzar al perseguidor y al perseguido. Carlitos y Sebastián se habían quedado muy atrás. ¿Qué actitud tomar? ¿Por qué corría yo? ¿Para evitar que Espinoza golpeara a Malagón? ¿O para ayudar a golpearlo? Después de todo, yo también tenía derecho a sentirme ofendido, ¿o no?
En ese momento, mis dudas se resolvieron. Malagón no pudo más y se sentó en la banqueta, Espinoza lo alcanzó, y en vez de patear al que estaba sentado, le dijo:
—¡Te conmino perentoriamente a que me pidas perdón!
—Sí, perdón, perdón —dijo Malagón y levantó los brazos para atajar los golpes imaginarios que nadie le daba.
Esta actitud derrotista puso malas ideas en la cabeza de Espinoza, que le dio un golpe a Malagón en la cabeza y se lastimó la mano.
—Calma —les dije y empecé a jadear.
—Este tipo. . . —empezó a decir Espinoza y no pudo seguir hablando.
Llegaron Carlitos y Sebastián Montaña, también sofocados. Carlitos, que se consideraba cardiaco, se daba aire con la mano, Sebastián tuvo que aflojarse la corbata por primera vez en la historia, Malagón puso los codos en las rodillas y apoyó la cabeza en las manos, mirando al adoquín.
Por fin, cuando cobró el aliento, Sebastián Montaña, con tacto admirable, echó el discurso de la carne es flaca:
—No voy a tratar de demostrar que la actitud de Isidro —Malagón— no sea reprensible.  Lo es, y mucho. ¿Pero quién de nosotros no ha sido víctima de vez en cuando de sus matas pasiones? ¿Quién no ha sido tentado por el demonio de la carne? ¿Quién no ha caído en la tentación? Después de demostrar que las acciones de Isidro pueden ser reprensibles, pero que son, como no, perdonables, estudiemos el otro aspecto de la situación, más edificante: ¿Qué ha pasado en realidad? Nada absolutamente. Tu honor, Espinoza, está a salvo. Y te lo decimos todos los que estamos aquí. ¿Gracias a quién? A Sarita, tu esposa, que se portó con una discreción admirable. Vio las fotos, porque no le quedaba más remedio, para no ofender al amigo de la casa, pero no cedió, ni perdió su nivel de gran señora. ¿No están ustedes de acuerdo, muchachos?
Carlitos y yo dijimos que sí.


—Entonces —siguió Sebastián—, yo te pido, ofendido, que le des la mano a tu ofensor, y que nos vayamos todos juntos a tomar una última copita. Yo los invito a mi casa.
Entonces, nadie sabe por qué, se enfureció Espinoza.
—¡Traición —gritó—, soy un cornudo! —como alguien encendió una luz en un segundo piso, bajó la voz y dijo en un susurro —¡Yo a éste lo mato!
Sebastián y Carlitos Mendieta le decían cosas en voz baja, para tranquilizarlo. Espinoza seguía furioso, pero se fue yendo con ellos hacia su casa. Cuando los tres se alejaban, cuesta abajo, por el callejón de Loreto, me senté en la banqueta, al lado de Malagón.
—¡Ay, Paco, qué mala suerte la mía! —me dijo— ¡Qué vergüenza tengo!
Para distraerlo le pregunté por qué cojeaba, y él se quitó el zapato. Tenía el tobillo inflamado. Como ninguno de los dos traía pañuelo, lo vendé con su propia corbata. Él sacó un cigarro y lo encendió.
—Después de todo —dijo—, la cosa pudo haber sido peor. Hice el ridículo, pero entre ustedes. Si todo esto pasa una hora antes, me hubiera visto la gente que sale del cine. ¿Te das cuenta? ¡Ser humillado ante setecientos cuevanenses!
Dejó pasar un rato y después dijo:
—Hubiera sido cuestión de irme a vivir a otro pueblo. ¿Y a dónde me voy, Paco, si yo nací
aquí?
Estaba muy angustiado. Para tranquilizarlo, traté de hablar de otra cosa. Le conté lo   que
había pasado en el café de don Leandro, lo que había opinado Rivarolo de nuestros murales. El parecía que me escuchaba atento, pero de vez en cuando me interrumpía para preguntarme:
—¿Habré perjudicado a Sarita? O bien:
—¿Habré destruido un hogar, Paco?
Después, pareció interesarse por lo que yo le estaba contando y discutimos a Rivarolo. Estuvimos allí mucho rato, fumando. Hacía frío.
Pasaron un policía y un perro, caminando en direcciones opuestas. Hablé del otro suceso interesante del día, de Gloria. Dije:
—Delante de todos, Rocafuerte se comprometió a ir a sacarla, virgen, de casa de los Espinoza, para llevarla a la iglesia.
Malagón rió por primera vez.
—¡Qué tipo tan cursi!
—Bueno —le dije—. Después de todo, más le vale cumplir esa promesa. Si no, ¿té imaginas, con un cadáver en casa prestada? En el lío en que se mete.
—¿Por qué con un cadáver?
—El de Gloria.
—¿Por qué el de Gloria?
—Porque está enferma.
—¿Está enferma? ¿De qué?
—Del corazón. Tú me dijiste.
—¿Yo te dije que Gloria está enferma del corazón?
—Sí. La noche en que estuviste en la comisaría y que nos fuimos cantando hasta la presa de los Atribulados, tú me dijiste, cuando estábamos esperando el camión fuera del hotel Padilla, que Gloria estaba enferma del corazón y que todos los médicos están de acuerdo en que cuando tenga el primer orgasmo, se va a quedar muerta.
Malagón  me  miraba  fijamente  mientras  yo  hablaba.  Su  rostro  se  fue transformando.
Parecía divertido, después, admirado.

—Oye —me dijo al final—, qué ingenioso soy a veces, cuando estoy borracho. ¡Las cosas que se me ocurren!
Me gustaría haberme conocido en aquellos tiempos, cuando solo era yo, y tenía ese cuaderno en blanco listo para empezar a escribir, y que fue lo que sucedió, no aprendí a escribir, la desesperación me atacaba constantemente mientras todos me pasaban con gran velocidad ¿porque fueron así las cosas? no tengo idea, se supone que por aquella vieja razón de ser el mejor cuando en realidad no quería serlo. Tanta gente sonriente diciendo yo fui la primera vez, y yo mirando e imaginando, aprendiendo solo el arte de la mentira y de la justificación. Hoy me quedo con lo que me dejaron, con lo que apenas pude rescatar.
No me es suficiente, nunca lo ha sido, me amoldo a la circunstancia que nadie más comprende, soy el salvador y el prisionero, de mi mente, de mis sueños y de todas aquellas partes del rompecabezas que no sé cómo armar.
 Vuela seguro compañero, no vayas tan deprisa, no estropees esa nueva chaqueta, salte de la tierra, quédate a salvo ahí donde nadie te puede ver.
Que se supone que haga si ya lo he intentado todo, si me he sangrado los dedos arañando todo lo que está a mi paso, pero que no son para mí.
Incomprendido me despierto, añorando regresar el tiempo y ser ese alguien más, la suerte nunca ha estado de mi lado cuando en verdad se necesita, pero no lo sabe nadie y si lo supieran no podrían entender, ¿Dónde se quedó todo eso?, no yo tampoco se. Con un carajo, no soy mártir de nada, las penas me resbalan o las absorbo pero no me mortifican, nada de eso pesa, y que se yo de ti si en realidad nada me cuentas.
En resumen: tengo un pasado atrasado, un presente sin sabor y un futuro decepcionante,¿ a que se deberá todo esto? Solo tengo una explicación : miedo…

jueves, 11 de febrero de 2016

Después de tantas circunstancias fatídicas a llegado la hora, donde las caras tristes , largas y preocupadas ocupan todo el panorama.

Se ven marchar uno tras de otro, huyendo despavoridos de la mano de acero que pega en esas pequeñas cabezas duras, no puedo evitar cierto placer al ver caer cuerpos por doquier, ninguno conocido.

Me miran directamente a los ojos con aire de camaradería, si supieran cuanto los odio.
La venganza es la madre de todo, es lo mas puro que existe y es el único juramento realemnte justificado.

martes, 9 de febrero de 2016

El amor en los tiempos del cólera Paginas 84-85 - Gabriel García Márquez

Andaba al garete, sin saber por dónde continuar la vida, una noche de guerra en que la célebre viuda de Nazaret se refugió aterrada en su casa, porque la suya había sido destruida por un cañonazo, durante el sitio del general rebelde Ricardo Gaitán Obeso.
Fue Tránsito Ariza la que agarró la ocasión al vuelo y mandó a la viuda para el dormitorio del hijo, con el pretexto de que en el suyo no había lugar, pero en realidad con la esperanza de que otro amor lo curara del que no lo dejaba vivir. Florentino Ariza no había vuelto a hacer el amor desde que fue desvirginizado por Rosalba en el camarote del buque, y le pareció natural, en una noche de emergencia, que la viuda durmiera en la cama y él en la hamaca. Pero ya ella había decidido por él. Sentada en el borde de la cama donde Florentino Ariza estaba acostado sin saber qué hacer, empezó a hablarle de su dolor inconsolable por el marido muerto tres años antes, y mientras tanto iba quitándose de encima y arrojando por los aires los crespones de la viudez, hasta que no le quedó puesto ni el anillo de bodas. Se quitó la blusa de tafetán con bordados de mostacilla, y la arrojó a través del cuarto en la poltrona del rincón, tiró el corpiño por encima del hombro hasta el otro lado de la cama, se quitó de un solo tirón la falda talar con el pollerín de volantes, la faja de raso del liguero y las fúnebres medias de seda, y lo esparció todo por el piso, hasta que el cuarto quedó tapizado con las últimas piltrafas de su duelo. Lo hizo con tanto alborozo, y con unas pausas tan bien medidas, que cada gesto suyo parecía celebrado por los cañonazos de las tropas de asalto, que estremecían la ciudad hasta los cimientos. Florentino Ariza trató de ayudarla a soltar el broche del ajustador, pero ella se le anticipó con una maniobra diestra, pues en cinco años de devoción matrimonial había aprendido a bastarse de sí misma en todos los trámites del amor, incluso sus preámbulos, sin ayuda de nadie. Por último se quitó los calzones de encaje, haciéndolos resbalar por las piernas con un movimiento rápido de nadadora, y se quedó en carne viva.

Tenía veintiocho años y había parido tres veces, pero su desnudez conservaba intacto el vértigo de soltera. Florentino Ariza no había de entender nunca cómo unas ropas de penitente habían podido disimular los ímpetus de aquella potranca cerrera que lo desnudó sofocada por su propia fiebre, como no podía hacerlo con el esposo para que no la creyera una corrompida, y que trató de saciar en un solo asalto la abstinencia férrea del duelo, con el aturdimiento y la inocencia de cinco años de fidelidad conyugal.
Antes de esa noche, y desde la hora de gracia en que su madre la parió, no había estado nunca ni siquiera en la misma cama con un hombre distinto del esposo muerto. No se permitió el mal gusto de un remordimiento. Al contrario. Desvelada por las bolas de candela que pasaban zumbando sobre los tejados, siguió evocando hasta el amanecer las excelencias del marido, sin reprocharle otra deslealtad que la de haberse muerto sin ella, y redimida por la certidumbre de que nunca había sido tan suyo como lo era entonces, dentro de un cajón clavado con doce clavos de tres pulgadas, y a dos metros debajo de la tierra.

-Soy feliz -dijo- porque sólo ahora sé con seguridad dónde está cuando no está enla casa.

Aquella noche se quitó el luto, de un solo golpe, sin pasar por el intermedio ocioso de las blusas de florecitas grises, y su vida se llenó de canciones de amor y trajes provocativos de guacamayas y mariposas pintadas, y empezó a repartir el cuerpo a todo el que quisiera pedírselo. Derrotadas las tropas del general Gaitán Obeso, al cabo de sesenta y tres días de sitio, ella reconstruyó la casa desfondada por el cañonazo, y le hizo una hermosa terraza de mar sobre las escofieras, donde en tiempos de borrasca se ensañaba la furia del oleaje. Ese fue su nido de amor, como ella lo llamaba sin ironía, donde sólo recibió a quien fue de su gusto, cuando quiso y como quiso, y sin cobrar a nadie ni un cuartillo, porque consideraba que eran los hombres los que le hacían el favor. En casos muy contados aceptaba un regalo, siempre que no fuera de oro, y era de manejos tan hábiles que nadie hubiera podido mostrar una evidencia terminante de su conducta impropia. Sólo en una ocasión estuvo al borde del escándalo público, cuando corrió el rumor de que el arzobispo Dante de Luna no había muerto por accidente con un plato de hongos equivocados, sino que se los comió a conciencia, porque ella lo amenazó con degollarse si él persistía en sus asedios sacrílegos. Nadie le preguntó si era cierto, ni nunca habló de eso, ni cambió nada en su vida. Era, según ella decía muerta de risa, la única mujer libre de la provincia.

La viuda de Nazaret no faltó nunca a las citas ocasionales de Florentino Ariza, ni aun en sus tiempos más atareados, y siempre fue sin pretensiones de amar ni ser amada, aunque siempre con la esperanza de encontrar algo que fuera como el amor, pero sin los problemas del amor. Algunas veces era él quien iba a su casa, y entonces les gustaba quedarse empapados de espuma de salitre en la terraza del mar, contemplando el amanecer del mundo entero en el horizonte. Él puso todo su empeño en enseñarle las trapisondas que había visto hacer a otros por los agujeros del hotel de paso, así como las fórmulas teóricas pregonadas por Lotario Thugut en sus noches de juerga. La incitó a dejarse ver mientras hacían el amor, a cambiar la posición convencional del misionero por la de la bicicleta de mar, o del pollo a la parrilla, o del ángel descuartizado, y estuvieron a punto de romperse la vida al reventarse los hicos cuando trataban de inventar algo distinto en una hamaca. Fueron lecciones estériles. Pues la verdad es que ella era una aprendiza temeraria, pero carecía del talento mínimo para la fornicación dirigida. Nunca entendió los encantos de la serenidad en la cama, ni tuvo un instante de inspiración, y sus orgasmos eran inoportunos y epidérmicos: un polvo triste.
 Florentino Ariza vivió mucho tiempo en el engaño de ser el único, y ella se complacía en que lo creyera, hasta que tuvo la mala suerte de hablar dormida. Poco a poco, oyéndola dormir, él fue recomponiendo a pedazos la carta de navegación de sus sueños, y se metió por entre las islas numerosas de su vida secreta. Así se enteró de que ella no pretendía casarse con él, pero se sentía ligada a su vida por la gratitud inmensa de que la hubiera pervertido. Muchas veces se lo dijo:

-Te adoro porque me volviste puta.


Dicho de otro modo, no le faltaba razón. Florentino Ariza la había despojado de la virginidad de un matrimonio convencional, que era más perniciosa que la virginidad congénita y la abstinencia de la viudez. Le había enseñado que nada de lo que se haga en la cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor. Y algo que había de ser desde entonces la razón de su vida: la convenció de que uno viene al mundo con sus polvos contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre. El mérito de ella fue tomarlo al pie de la letra. Sin embargo, porque creía conocerla mejor que nadie, Florentino Ariza no podía entender por qué era tan solicitada una mujer de recursos tan pueriles, que además no paraba de hablar en la cama de su congoja por el esposo muerto. La única explicación que se le ocurrió, y que nadie pudo desmentir, fue que a la viuda de Nazaret le sobraba en ternura lo que le faltaba en artes marciales. Empezaron a verse con menos frecuencia a medida que ella ensanchaba sus dominios, y a medida que él exploraba los suyos tratando de encontrar alivio a sus viejas dolencias en otros corazones desperdigados, y por fin se olvidaron sin dolor.

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