lunes, 28 de agosto de 2017

Libros Game of Thrones PDF




Hola amigos, les traigo la compilación de los 5 libros + 1 extra de esta fabulosa serie, para los que gustan de leer mediante dispositivos electrónicos, esta es una gran oportunidad.

Los Libros los adquiri en este canal de YouTube: Tutoriales Duvan Cardozo

Espero que los disfruten.


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lunes, 21 de agosto de 2017

Rayuela, capítulo 41 - Julio Cortázar



A Oliveira  el sol le daba en la cara a partir de las dos de la tarde. Para colmo  con ese calor se le  hacía  muy  difícil  enderezar clavos  martillándolos en  una  baldosa  (cualquiera  sabe  lo  peligroso que es  enderezar un  clavo  a martillazos, hay un momento en que el clavo  está  casi  derecho, pero cuando se lo martilla una vez más da media vuelta y pellizca  violentamente los dedos que lo sujetan; es algo de una perversidad fulminante), martillándolos empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera sabe que) empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera) empecinadamente.

«No queda ni uno derecho», pensaba Oliveira,  mirando los clavos desparramados en el suelo. «Y a esta hora la  ferretería  está  cerrada,  me  van  a  echar a patadas si golpeo para que me vendan treinta guitas de clavos. Hay que enderezarlos, no hay remedio.»
Cada vez que conseguía enderezar a medias un clavo, levantaba la cabeza en dirección a la ventana abierta y silbaba para que Traveler  se  asomara.  Desde  su cuarto veía muy bien una  parte  del  dormitorio,  y  algo  le  decía  que  Traveler  estaba en el  dormitorio,  probablemente  acostado  con  Talita.  Los  Traveler  dormían mucho de día, no tanto por el cansancio  del circo sino por un  principio  de fiaca que Oliveira respetaba. Era  penoso  despertar  a  Traveler  a  las  dos  y  media de la tarde,  pero  Oliveira  tenía  ya amoratados  los dedos  con que sujetaba  los clavos, la sangre machucada empezaba a  extravasarse,  dando  a  los  dedos  un aire de chipolatas mal hechas que era realmente  repugnante.  Más se los miraba, más sentía la necesidad de despertar a Traveler. Para  colmo  tenía  ganas  de matear y se le había acabado la yerba:  es  decir,  le  quedaba  yerba  para  medio  mate, y convenía que Traveler  o  Talita  le  tiraran  la  cantidad  restante  metida  en  un papel y con  unos  cuantos  clavos  de  lastre  para  embocar  la  ventana. Con clavos derechos y yerba la siesta sería más tolerable.

«Es increíble lo fuerte que silbo»,  pensó Oliveira,  deslumbrado.  Desde el piso de abajo, donde había un clandestino con tres mujeres y una chica para los mandados,  alguien  lo parodiaba  con  un  contrasilbido  lamentable,  mezcla   de pava hirviendo y chiflido desdentado. A Oliveira le encantaba la admiración y la rivalidad que podía suscitar su silbido; no lo malgastaba, reservándolo para las ocasiones importantes. En sus horas  de  lectura,  que  se  cumplían  entre  la  una y las cinco de la madrugada, pero no todas las noches, había llegado a la desconcertante  conclusión  de que el silbido no era  un tema sobresaliente en la literatura. Pocos autores  hacían  silbar a sus personajes.  Prácticamente ninguno. Los condenaban a un repertorio bastante  monótono de elocuciones  (decir, contestar, cantar, gritar,  balbucear, bisbisar,  proferir, susurrar,  exclamar  y  declamar) pero ningún héroe o heroína coronaba jamás un gran momento de sus epopeyas con un real silbido de esos que rajan los vidrios. Los squires ingleses silbaban para llamar a sus sabuesos, y algunos personajes  dickensianos silbaban para conseguir un cab. En cuanto a la literatura argentina  silbaba  poco, lo que era una vergüenza. Por eso aunque Oliveira no había leído a Cambaceres, tendía a considerarlo como un maestro nada más que por sus  títulos;  a veces imaginaba una continuación en la que el silbido se iba adentrando en la Argentina visible e invisible, la envolvía en su  piolín  reluciente  y  proponía  a  la  estupefacción universal ese matambre arrollado que poco tenía que ver con la versión áulica de las embajadas y el contenido del rotograbado dominical  y  digestivo  de  los  Gainza Mitre Paz, y todavía menos con los altibajos de Boca Juniors y los cultos necrofílicos de la baguala y el barrio de Boedo.  «La  puta  que  te  parió»  (a  un  clavo), «no me dejan siquiera pensar tranquilo, carajo». Por lo demás esas imaginaciones le  repugnaban  por  lo  fáciles,  aunque  estuviera  convencido  de  que  a la Argentina había que agarrarla por el lado de la vergüenza, buscarle el rubor escondido por un siglo de usurpaciones  de  todo  género  como tan bien  explicaban sus ensayistas, y para eso  lo  mejor  era  demostrarle  de  alguna  manera que no se la podía tomar en serio como  pretendía.  ¿Quién  se  animaría  a  ser  el bufón que desmontara tanta soberanía al divino cohete? ¿Quién se le reiría en la cara para verla enrojecer y acaso, alguna vez, sonreír como quien encuentra  y reconoce? Che, pero  pibe,  qué  manera  de  estropearse  el  día.  A ver  si  ese  clavito se resistía menos que los otros, tenía un aire bastante dócil.

«Qué frío bárbaro hace», se dijo Oliveira que creía en la eficacia de la autosugestión. El sudor le chorreaba desde el pelo a los ojos, era  imposible sostener un clavo con la torcedura hacia  arriba  porque  el  menor  golpe  del  martillo lo hacía resbalar en los dedos empapados (de frío) y el clavo volvía a pellizcarlo y a amoratarle (de frío) los dedos. Para  peor  el sol empezaba  a dar de lleno en la pieza (era la luna sobre las estepas cubiertas de nieve, y él silbaba para azuzar a los caballos que impulsaban su tarantás), a las tres  no  quedaría  un  solo rincón sin nieve,  se  iba  a helar lentamente hasta que lo ganara la somnolencia tan bien descrita y hasta provocada en los relatos eslavos, y su cuerpo quedara sepultado en la blancura homicida de  las  lívidas  flores  del  espacio.  Estaba  bien  eso: las lívidas  flores  del  espacio.  En  ese  mismo momento  se pegó  un martillazo de lleno en el dedo pulgar. El frío que lo invadió fue tan intenso que tuvo que revolcarse en el suelo para luchar  contra  la rigidez  de la congelación.  Cuando  por  fin consiguió sentarse,  sacudiendo  la  mano  en  todas  direcciones,  estaba  empapado de pies a cabeza, probablemente de nieve derretida o de esa ligera  llovizna que alterna con las lívidas flores  del  espacio  y  refresca  la  piel  de  los  lobos.

Traveler se estaba atando el  pantalón  del  piyama  y  desde  su  ventana  veía  muy bien la lucha  de Oliveira  contra la nieve  y la estepa.  Estuvo  por  darse  vuelta y contarle a Talita que Oliveira se  revolcaba por  el piso sacudiendo  una  mano,  pero entendió que la situación  revestía  cierta  gravedad  y que era preferible seguir siendo un testigo adusto e impasible.

—Por  fin  salís,   qué  joder  —dijo  Oliveira—.  Te  estuve  silbando  media    hora. Mirá la mano cómo la tengo machucada.
—No será de vender cortes de gabardina —dijo Traveler.
—De enderezar  clavos,  che.  Necesito  unos  clavos  derechos  y  un  poco  de yerba.
—Es fácil —dijo Traveler. Esperá.
—Armá un paquete y me lo tirás.
—Bueno —dijo Traveler. Pero  ahora  que  lo pienso  me va a dar  trabajo  ir hasta la cocina.
—¿Porqué? —dijo Oliveira—. No está tan lejos.
—No, pero hay una punta de piolines con ropa tendida y esas cosas.
—Pará por debajo —sugirió Oliveira—.  A menos  que  los cortes.  El  chicotazo  de una camisa mojada en las baldosas es algo inolvidable. Si querés te tiro el cortaplumas. Te juego a que lo clavo en la ventana. Yo de chico clavaba un cortaplumas en cualquier cosa y a diez metros.
—Lo malo en  vos  —dijo  Traveler—  es que  cualquier  problema  lo retrotraés  a la infancia. Ya estoy harto de decirte que leas un poco a Jung, che.  Y mirá  que  la  tenés con el cortaplumas ese, cualquiera diría que es un arma interplanetaria. No se te puede hablar de nada sin que saques a relucir el cortaplumas. Decime qué tiene que ver eso con un poco de yerba y unos clavos.
—Vos no seguiste el razonamiento —dijo Oliveira, ofendido—.  Primero  mencioné la mano machucada, y después pasé a los clavos. Entonces vos me antepusiste que unas  piolas  no te dejaban  ir a la cocina,  y era bastante  lógico que las piolas me llevaran a pensar en el cortaplumas. Vos deberías leer a Edgar  Poe, che. A pesar de las piolas no tenés hilación, eso es lo que te pasa.
Traveler se acodó en la ventana y miro la calle. La poca sombra se aplastaba  contra el adoquinado, y a la altura del primer piso empezaba la materia solar, un arrebato amarillo que manoteaba para todos lados y  le  aplastaba  literalmente  la  cara a Oliveira.
—Vos de tarde estás bastante jodido con ese sol —dijo Traveler.
—No es sol —dijo Oliveira—. Te podrías dar cuenta de que es la luna y de que hace un frío espantoso. Esta mano  se  me  ha  amoratado  por  exceso  de  congelación. Ahora empezará la gangrena, y dentro de unas semanas me estarás llevando gladiolos a la quinta del ñato.
—¿La luna? —dijo Traveler, mirando hacia arriba—. Lo que te voy a tener que llevar es toallas mojadas a Vieytes.
—Allí  lo que  más  se  agradece  son  los  Particulares  livianos  —dijo Oliveira—.Vos abundás en incongruencias, Manú.

—Te he dicho cincuenta veces que no me llames Manú.
—Talita te llama Manú —dijo Oliveira, agitando la mano como si quisiera desprenderla del brazo.
—Las  diferencias   entre vos y Talita   —dijo Traveler son de las que se ven
palpablemente. No entiendo porqué tenés que asimilar su vocabulario. Me repugnan los cangrejos ermitaños, las simbiosis en todas sus formas, los líquenes  y demás parásitos.
—Sos de una delicadeza que me parte literalmente el alma —dijo Oliveira.
—Gracias. Estábamos en que yerba y clavos. ¿Para qué querés los clavos?
—Todavía no sé  —dijo Oliveira,  confuso—. En realidad saqué la lata de clavos y descubrí que estaban todos torcidos. Los empecé a enderezar, y con este frío, ya ves...Tengo la impresión de que en  cuanto  tenga clavos  bien  derechos  voy a saber para qué los necesito.
—Interesante —dijo Traveler, mirándolo fijamente—. A veces te pasan cosas curiosas a vos. Primero los clavos y después la finalidad de los clavos. Sería una  lección para más de cuatro, viejo.
—Vos siempre me comprendiste —dijo Oliveira—.Y la yerba, como te imaginarás, la quiero para cebarme unos amargachos.
—Está bien —dijo Traveler. Esperame. Si tardo mucho podés silbar, a Talita le divierte tu silbido.

Sacudiendo  la mano,  Oliveira  fue hasta  el lavatorio  y se echó  agua  por la cara y el pelo. Siguió mojándose hasta empaparse la camiseta, y volvió al lado de la ventana para aplicar la teoría según la cual el sol que cae sobre un trapo mojado provoca  una  violenta  sensación  de frío.  «Pensar  que me moriré»,  se dijo Oliveira,
«sin  haber  visto  en  la  primera  página  del  diario  la  noticia  de  las  noticias:  ¡SE CAYÓ LA TORRE DE PISA! Es triste, bien mirado».
Empezó a componer titulares, cosa que  siempre  ayudaba  a pasar el tiempo. SE LE   ENREDA  LA  LANA  DEL TEJIDO  Y  PERECE  ASFIXIADA  EN  LANÚS
OESTE. Contó hasta doscientos sin que se le ocurriera otro titular pasable.
—Me voy a tener que mudar —murmuró Oliveira—.  Esta  pieza es  enormemente chica. Yo ¡en realidad tendría que entrar en el circo de Manú y vivir conellos. ¡¡La yerba!! Nadie contestó.
—La yerba —dijo suavemente Oliveira—. La yerba, che. No me  hagás  eso,  Manú. Pensar que podríamos  charlar  de  ventana  a ventana,  con  vos  y Talita,  y a  lo mejor venía la señora de Gutusso o la  chica  de  los  mandados,  y  hacíamos  juegos en el cementerio y otros juegos.
«Después de todo», pensó Oliveira, «los juegos en el  cementerio  los  puedo hacer yo solo».

Fue  a  buscar  el  diccionario  de  la  Real  Academia  Española,  en  cuya  tapa la palabra Real había  sido  encarnizadamente  destruida  a  golpes de gillete,  lo abrió al azar y preparó para Manú el siguiente juego en el cementerio.
«Hartos del cliente y de sus cleonasmos, le sacaron el clíbano y el clípeo y le hicieron tragar  una clica.  Luego le aplicaron un clistel clínico en la cloaca, aunque clocaba por tan clivoso  ascenso de agua  mezclada  con clinopodio,  revolviendo  los clisos como clerizón clorótico.»
—Joder —Edijo admirativamente Oliveira. Pensó  que también  joder podía servir como  punto  de  arranque,  pero  lo  decepcionó  descubrir que no figuraba  en el cementerio; en cambio en el jonuco estaban jonjobando dos jobs, ansiosos por joparse; lo malo era que el jorbín los había jomado jitándolos como jocós apestados.
«Es  realmente  la  necrópolis»,  pensó.  «No  entiendo  cómo a esta porquería le dura la encuadernación.»
Se puso a escribir otro juego, pero no le salía. Decidió probar los diálogos típicos y buscó el cuaderno donde los iba escribiendo después de inspirarse en el subterráneo, los cafés y los bodegones. Tenía casi terminado un diálogo típico de españoles y le dio  algunos  toques  más,  no sin  echarse  antes  un jarro  de agua  en  la camiseta.

DIALOGO TIPICO DE ESPAÑOLES

López.— Yo he vivido un año entero en Madrid. Verá usted, era en 1925, y... Pérez.— ¿En Madrid? Pues precisamente le decía yo ayer al doctor García... López.— De 1925 a 1926, en que fui profesor de literatura en la Universidad.
Pérez.—   Le  decía  yo:  «Hombre,  todo  el  que  haya  vivido  en  Madrid  sabe lo que es eso.»
López.— Una cátedra especialmente  creada  para  mí  para  que  pudiera  dictar  mis cursos de Literatura.
Pérez.—  Exacto,  exacto.  Pues  ayer  mismo  le  decía  yo  al doctor  García,  que  es muy amigo mío...
López.— Y claro, cuando se ha vivido allí más de un ano, uno sabe muy bien  que el nivel de los estudios deja mucho que desear.
Pérez.— Es un hijo de Paco García, que fue ministro de Comercio, y que criaba toros.
López.— Una vergüenza, créame usted, una verdadera vergüenza.
Pérez.—Sí, hombre, ni qué hablar. Pues este doctor García...
Oliveira estaba ya un poco aburrido del diálogo, y cerró el cuaderno. «Shiva», pensó bruscamente. «Oh bailarín cósmico, cómo brillarías,  bronce  infinito,  bajo  este sol.  ¿Por qué pienso en Shiva? Buenos Aires. Uno vive. Manera tan rara. Se acaba por tener una enciclopedia. De qué  te  sirvió el  verano,  oh  ruiseñor.  Claro que peor sería especializarse  y  pasar  cinco  años  estudiando  el comportamiento  del acridio. Pero mirá qué lista increíble, pibe, mirame un poco esto...»
Era un papelito amarillo, recortado de un documento de carácter vagamente internacional. Alguna publicación de la Unesco o cosa así, con los nombres de los integrantes de cierto Consejo de Birmania. Oliveira empezó  a regodearse con la lista y no pudo resistir a la tentación de sacar un lápiz y escribir la jitanjáfora  siguiente:
U Nu,U Tin, Mya Bu, Thado Thiri Thudama U E Maung, Sithu U Cho, Wunna Kyaw Htin U Khin Zaw, Wunna Kyaw Htin U Thein Han, Wunna Kyaw Htin U Myo Min, Thiri Pyanchi U Thant, Thado Maba Thray Sithu U Chan Htoon.

«Los tres Wunna Kyaw Htin son un poco monótonos», se dijo mirando los versos. «Debe significar algo como ‘Su excelencia el  Honorabilísimo’.  Che, qué bueno es lo de Thiri Pyanchi U Thant, es lo que suena mejor. ¿Y cómo se pronunciará Htoon?»
—Salú —dijo Traveler.
—Salú —dijo Oliveira—. Qué frío hace, che.
—Disculpa si te hice esperar. Vos sabés, los clavos...
—Seguro  —dijo  Oliveira—.  Un  clavo es un  clavo,  sobre  todo si  está derecho. ¿Hiciste un paquete?
—No —dijo Traveler, rascándose una tetilla—. Qué barbaridad de día, che, es como fuego.
—Avisa —dijo Oliveira tocándose la camiseta completamente seca—. Vos sos como la salamandra, vivís en un mundo de perpetua  piromanía.  ¿Trajiste  la  yerba?
—No —dijo Traveler—. Me olvidé completamente  de  la  yerba.  Tengo  nada  más que los clavos.
—Bueno, andá buscala, me hacés un paquete y me lo revoleás.
Traveler miró su ventana, después la  calle,  y  por último  la ventana  de Oliveira.
—Va a ser peliagudo —dijo—. Vos sabés que yo nunca  emboco  un  tiro,  aunque sea a dos metros. En el circo me han tomado el pelo veinte veces.
—Pero si es casi como si me lo alcanzaras —dijo Oliveira.
—Vos decís, vos decís, y después los clavos  le  caen en  la  cabeza a uno  de  abajo y se arma un lío.
—Tirame el paquete y después hacemos juegos  en  el  cementerio  —dijo Oliveira.
—Sería mejor que vinieras a buscarlo.
—¿Pero vos estás loco, pibe? Bajar tres pisos, cruzar por entre el hielo y subir  otros tres pisos, eso no se hace ni en la cabaña del tío Tom.
—No vas a pretender que sea yo el que practique ese andinismo vespertino.
—Lejos de mí tal intención —dijo virtuosamente Oliveira.
—Ni que vaya a buscar un tablón a la antecocina para fabricar un puente.
—Esa idea —dijo Oliveira— no es mala del  todo,  aparte  de  que  nos  serviría  para ir usando los clavos, vos de tu lado y yo del mío.
—Bueno, esperá —dijo Traveler, y desapareció.

Oliveira se quedó pensando en un buen insulto para aplastar a Traveler en la primera oportunidad. Después de consultar el cementerio y echarse  un  jarro  de agua en la camiseta se apostó a pleno  sol  en  la  ventana.  Traveler  no  tardó  en llegar arrastrando un enorme tablón, que sacó poco a poco por la ventana. Recién entonces Oliveira se dio cuenta de que Talita  sostenía  también  el  tablón,  y  la  saludó con un silbido. Talita tenía puesta una salida de baño verde, lo bastante ajustada como para dejar ver que estaba desnuda.

—Qué secante sos —dijo Traveler, bufando—. En qué líos nos metés. Oliveira vio su oportunidad.
—Callate, miriápodo de diez a doce centímetros de largo, con un par de patas en  cada  uno  de los veintiún anillos en que tiene dividido el cuerpo, cuatro ojos y en la boca mandibulillas córneas y ganchudas que  al  morder  sueltan  un  veneno muy activo —dijo de un tirón.
—Mandibulillas —comentó Traveler—. Vos fijate las palabras que profiere. Che, si sigo sacando el tablón por la ventana va a llegar  un  momento  en  que  la fuerza de gravedad nos va a mandar al diablo a Talita y a mí:
—Ya veo —dijo Oliveira— pero considerá que la punta del tablón está demasiado lejos para que yo pueda agarrarlo.
—Estirá un poco las mandibulillas —dijo Traveler.
—No me da el cuero, che. Además sabés muy bien que sufro de  horror vacuis.
Soy una caña pensante de buena ley.
—La única caña que te conozco es paraguaya —dijo Traveler furioso—. Yo realmente no sé qué vamos a hacer, este tablón  empieza  a  pesar  demasiado,  ya sabés que el peso es una  cosa  relativa.  Cuando  lo  trajimos  era  livianísimo,  claro que no le daba el sol como ahora.
—Volvé a meterlo en la pieza —dijo Oliveira, suspirando—. Lo mejor va a ser esto:  Yo  tengo  otro  tablón,  no tan largo pero en cambio más ancho. Le pasamos  una soga haciendo un lazo, y atamos los dos tablones por la mitad.  El mío yo lo  sujeto a la cama, vos hacés como te parezca.
—El nuestro  va a ser  mejor  calzarlo  en un cajón  de la cómoda   —dijo    Talita—.
Mientras traés el tuyo, nosotros nos preparamos.
«Qué complicados son», pensó Oliveira yendo a buscar el tablón que estaba parado en el zaguán, entre la puerta de su pieza y la de un turco curandero.  Era  un tablón de cedro, muy bien cepillado pero con dos  o tres  nudos que  se  le  habían salido. Oliveira pasó un dedo  por  un  agujero,  observó  cómo  salía  por  el otro lado, y se preguntó si los agujeros servirían para pasar  la  soga.  El  zaguán  estaba casi a oscuras (pero era más bien la diferencia entre la pieza asoleada y la sombra) y en la puerta del turco había una silla donde se desbordaba una señora de negro. Oliveira la saludó desde detrás del tablón, que había  enderezado  y  sostenía como un inmenso (e ineficaz) escudo.
—Buenas tardes, don —dijo la señora de negro—. Qué calor que hace.
—Al contrario, señora —dijo Oliveira—. Hace mas bien un frío horrible.
—No sea chistoso, señor —dijo la señora—. Más respeto con los enfermos.
—Pero si usted no tiene nada, señora.
—¿Nada? ¿Cómo se atreve?
«Esto es la realidad», pensó Oliveira,  sujetando  el  tablón  y  mirando  a  la  señora de negro. «Esto que acepto a cada momento como la realidad  y  que  no puede ser, no puede ser.»
—No puede ser —dijo Oliveira.
—Retírese, atrevido —dijo la señora—.  Le debía dar vergüenza  salir  a esta  hora en camiseta.
—Es Masllorens, señora —dijo Oliveira.
—Asqueroso —dijo la señora.
«Esto que creo la realidad», pensó Oliveira, acariciando el tablón, apoyándose   en él. «Esta vitrina arreglada,  iluminada  por cincuenta o sesenta siglos de manos, de imaginaciones, de compromisos, de pactos, de secretas libertades.»
—Parece mentira que peine canas —decía la señora de negro.
«Pretender que uno es el centro», pensó Oliveira, apoyándose más cómodamente en el tablón. «Pero es incalculablemente  idiota.  Un  centro  tan  ilusorio como lo sería pretender la ubicuidad. No hay centro, hay una especie de confluencia continua, de ondulación de la materia.  A lo largo de la noche  yo soy  un cuerpo inmóvil, y del otro lado de la ciudad un rollo de papel se está convirtiendo  en el diario de la mañana, y a las ocho y cuarenta yo saldré de casa  y a las ocho y veinte el diario habrá llegado al kiosko de la esquina, y a las ocho y cuarenta y cinco  mi  mano  y el  diario  se  unirán  y empezarán  a moverse  juntos  en el aire, a un metro del suelo, camino del tranvía...»
—Y don Bunche que no la termina más con el otro enfermo —dijo la señora de negro.
Oliveira levantó el tablón y lo metió en su pieza. Traveler le hacía señas para  que se apurara, y para tranquilizarlo le contestó  con  dos  silbidos  estridentes.  La soga estaba encima del ropero, había que arrimar una silla y subirse.
—Si te apuraras un poco —dijo Traveler.
—Ya está, ya está —dijo Oliveira, asomándose a la ventana—. ¿Tu tablón está bien sujeto, che?
—Lo calzamos en un cajón de la cómoda, y Talita le metió encima la Enciclopedia Autodidáctica Quillet.
—No está mal  —dijo  Oliveira—.  Yo al mío le voy a poner  la memoria  anual del Statens Psykologisk-Pedagogiska Institut, que le mandan  a  Gekrepten no se sabe por qué.
—Lo que  no  veo  es cómo  los  vamos  a ensamblar  —dijo Traveler, empezando a mover la cómoda para que el tablón saliera poco a poco por la ventana.
—Parecen dos jefes asirios con los arietes que derribaban las  murallas  —dijo  Talita que no en vano era dueña de la enciclopedia—. ¿Es alemán ese libro que  dijiste?
—Sueco, burra —dijo Oliveira—. Trata de cosas tales como la Mentalhygieniska synpunkter i Förskoleundervisning. Son palabras espléndidas,  dignas  de  este  mozo Snorri  Sturlusson  tan  mencionado  en la literatura argentina. Verdaderos pectorales de bronce, con la imagen talismánica del halcón.
—Los raudos torbellinos de Noruega —dijo Traveler.
—¿Vos realmente sos un tipo culto o solamente la embocás? —preguntó Oliveira con cierto asombro.
—No te voy a decir que el circo no me lleve tiempo —dijo Traveler— pero  siempre queda un rato para abrocharse una estrella en la frente. Esta frase  de  la estrella  me sale siempre  que hablo del circo,  por pura contaminación.  ¿De dónde  la habré sacado? ¿Vos tenés alguna idea, Talita? —No —dijo Talita, probando la solidez del tablón—. Probablemente de alguna novela portorriqueña.
—Lo que más me molesta es que en el fondo yo sé dónde he leído eso.
—¿Algún clásico? —insinuó Oliveira.
—Ya no me acuerdo de qué trataba —dijo Traveler pero era un libro inolvidable.
—Se nota —dijo Oliveira.
—El tablón nuestro está perfecto —dijo Talita—. Ahora que no sé cómo vas a hacer para sujetarlo al tuyo.
Oliveira acabó de desenredar la soga, la cortó en dos, y con una mitad ató el tablón al elástico de la cama. Apoyando el extremo del tablón en el borde de la ventana, corrió la cama y el tablón  empezó  a  hacer  palanca  en  el  antepecho, bajando poco a poco hasta posarse sobre el de  Traveler,  mientras  los  pies  de  la  cama subían unos cincuenta  centímetros.  «Lo  malo  es  que  va  a  seguir  subiendo  en cuanto alguien quiera pasar por el puente», pensó  Oliveira  preocupado.  Se  acercó al ropero y empezó a empujarlo en dirección a la cama.
—¿No tenés bastante apoyo? —preguntó Talita, que se había  sentado en el borde de su ventana, y miraba hacia la pieza de Oliveira.
—Extrememos las precauciones —dijo Oliveira— para evitar algún sensible accidente.
Empujó  el  ropero  hasta  dejarlo  al  lado  de  la  cama,  y  lo  tumbó  poco  a poco.
Talita admiraba la fuerza  de  Oliveira  casi  tanto  como  la  astucia y las invenciones de  Traveler. «Son realmente dos gliptodontes», pensaba enternecida. Los períodos antediluvianos siempre le habían parecido refugio de sapiencia.
El ropero tomó velocidad y cayó violentamente sobre la cama, haciendo temblar el piso. Desde abajo subieron  gritos,  y Oliveira  pensó  que  el turco  de al lado debía estar juntando una violenta presión shamánica. Acabó de acomodar el ropero y montó a caballo en  el  tablón,  naturalmente  que  del  lado  de  adentro  de la ventana.

Ahora va a resistir cualquier peso  enunció—.  No habrá  tragedia, para desencanto de las chicas de abajo que tanto nos quieren.  Para  ellas  nada  de esto  tiene sentido hasta que alguien se rompe el alma en la calle. La vida, que le dicen.
—¿No empatillás los tablones con tu soga? —preguntó Traveler.
—Mirá —dijo Oliveira—. Vos sabés muy bien que a mí el vértigo me ha  impedido escalar posiciones. El solo  nombre  del  Everest  es  como  si  me  pegaran un tirón en las verijas.
Aborrezco a mucha gente pero a nadie como al sherpa Tensing, creéme.
—Es decir que nosotros vamos a tener que sujetar los tablones —dijo Traveler.
—Viene a ser eso —concedió Oliveira, encendiendo un 43.
—Vos te das cuenta —le dijo Traveler a  Talita—.  Pretende  que  te  arrastres  hasta el medio del puente y ates la soga.
—¿Yo? —dijo Talita.
—Bueno, ya lo oíste.
—Oliveira no dijo que yo tenía que arrastrarme hasta el medio del puente.
—No lo dijo pero se deduce. Aparte de que es más elegante  que  seas  vos  la  que le alcance la yerba.
—No voy a saber atar la  soga  —dijo  Talita—.  Oliveira  y  vos  saben  hacer nudos, pero a mí se me desatan en seguida. Ni siquiera llegan a atarse.
—Nosotros te daremos las instrucciones —condescendió Traveler.
Talita se ajustó la salida de baño y se quitó una hebra  que  le colgaba  de un  dedo. Tenía necesidad de suspirar, pero sabía que a Traveler lo exasperaban los suspiros.
—¿Vos realmente  querés  que sea yo la que le lleve la yerba a Oliveira?  —dijo en voz baja.
—¿Qué están  hablando,  che?  —dijo Oliveira,  sacando la mitad del cuerpo por  la ventana y apoyando las dos manos en su  tablón.  La  chica  de  los  mandados  había puesto una silla en la  vereda  y  los  miraba.  Oliveira  la  saludó  con  una  mano. «Doble fractura del tiempo y el espacio»,  pensó.  «La pobre da por supuesto que estamos locos, y se prepara a una  vertiginosa  vuelta  a  la  normalidad. Si alguien se cae la sangre  la  va  a salpicar,  eso  es  seguro.  Y ella  no sabe que la sangre la va a salpicar, no sabe que ha puesto ahí la silla para que  la sangre la salpique, y no sabe que hace  diez  minutos  le  dio  una  crisis de  tedium vitae en plena antecocina, nada más que para vehicular el traslado de la silla a la vereda. Y que el vaso de agua que bebió a las dos y veinticinco estaba tibio y repugnante para que el estómago, centro del humor vespertino, le  preparara  el  ataque de tedium vitae que tres pastillas de leche de magnesia Phillips hubieran yugulado perfectamente; pero esto último ella no tenía que saberlo, ciertas cosas desencadenantes o yugulantes sólo pueden  ser  sabidas  en  un  plano  astral,  por  usar esa terminología inane.»
—No hablamos de nada —decía Traveler. Vos prepará la soga.
—Ya está, es una soga macanuda. Dale, Talita, yo te la alcanzo desde aquí.


Talita se puso a caballo en  el  tablón  y  avanzó  unos  cinco  centímetros,  apoyando las dos manos y levantando la grupa hasta  posarla  un  poco  más adelante.
—Esta salida de baño es muy incómoda —dijo—. Sería mejor unos pantalones tuyos o algo así.
—No vale la pena —dijo Traveler. Ponele que te caés, y me arruinás la ropa.
—Vos no te apurés —dijo Oliveira—. Un poco más y ya te puedo tirar la soga.
—Qué ancha es esta calle —dijo Talita, mirando hacia abajo—. Es mucho más ancha que cuando la mirás por la ventana.
—Las  ventanas   son  los  ojos   de  la  ciudad   —dijo  Traveler—  y naturalmente
deforman todo lo que miran. Ahora  estás  en un  punto  de  gran  pureza,  y  quizá ves las cosas como una paloma o un caballo que no saben que tienen ojos.
—Dejate de ideas para la N.R.F. y sujetale bien el tablón —aconsejó Oliveira.
—Naturalmente a vos te revienta que cualquiera diga algo que te hubiera encantado  decir  antes.  El  tablón  lo  puedo  sujetar  perfectamente  mientras  pienso  y hablo.
—Ya debo estar cerca del medio —dijo Talita.
—¿Del medio? Si apenas te has despegado de la ventana. Te faltan  dos  metros  por lo menos.
—Un poco menos —dijo Oliveira, alentándola—. Ahora nomás te tiro la soga.
—Me parece que el tablón se está doblando para abajo —dijo Talita.
—No se dobla nada —dijo Traveler, que se  había  puesto  a  caballo  pero  del  lado de adentro—. Apenas vibra un poco.
—Además la punta descansa sobre mi tablón —dijo Oliveira—.  Sería  muy extraño que los dos cedieran al mismo tiempo.
—Sí, pero yo peso cincuenta y seis  kilos  —dijo  Talita—.  Y al llegar  al medio  voy a pesar por lo menos doscientos. Siento que el tablón baja cada vez más.
—Si  bajara  —dijo  Traveler  yo  estaría  con  los  pies  en  el  aire,  y en  cambio me
sobra sitio para apoyarlos en el piso. Lo único que puede suceder  es  que  los  tablones se rompan, pero sería muy raro.
—La fibra resiste mucho en sentido longitudinal —convino Oliveira—. Es el apólogo del haz de juncos, y otros ejemplos. Supongo que traés la  yerba  y  los  clavos.
—Los  tengo   en  el  bolsillo   —dijo   Talita—.  Tirame  la  soga  de  una  vez. Me pongo nerviosa, creeme.
—Es el frío —dijo Oliveira, revoleando la soga  como  un  gaucho—.  Ojo,  no  vayas a perder el equilibrio. Mejor te enlazo, así estamos seguros de  que  podés agarrar la soga.
«Es curioso», pensó viendo pasar la soga sobre su cabeza. «Todo se encadena
perfectamente si a uno se le da realmente la gana. Lo único falso en esto es el  análisis.»
—Ya estás llegando —anunció Traveler—.  Ponete  de  manera  de  poder  atar bien los dos tablones, que están un poco separados.
—Vos fijate lo bien que la enlacé —dijo Oliveira—.  Ahí  tenés,  Manú,  no me  vas a negar que yo podría trabajar con ustedes en el circo.
—Me lastimaste la cara —se quejó Talita—. Es una soga llena de pinchos.
—Me pongo un sombrero tejano, salgo silbando y enlazo a todo el mundo — propuso Oliveira entusiasmado—. Las tribunas  me  ovacionan,  un  éxito pocas veces visto en los anales circenses.
—Te estás insolando —dijo Traveler, encendiendo un cigarrillo—. Y ya  te  he dicho que no me llames Manú.
—No tengo fuerza —dijo Talita—. La soga es áspera, se agarra en ella misma.
—La ambivalencia de la soga —dijo  Oliveira—.  Su  función  natural  saboteada por una misteriosa tendencia a la neutralización. Creo que a eso  le  llaman  la  entropía.
—Está bastante bien ajustado  —dijo  Talita—.  ¿Le  doy  otra  vuelta?  Total  hay  un pedazo que cuelga.
—Sí, arrollala bien  —dijo  Traveler—.  Me revientan  las  cosas  que  sobran  y que cuelgan; es diabólico.
—Un perfeccionista —dijo Oliveira—. Ahora pasate a mi tablón para probar el puente.
Tengo miedo —dijo Talita—. Tu tablón parece menos sólido que el nuestro.
—¿Qué? —dijo Oliveira ofendido—. ¿Pero vos no te das cuenta  que  es  un  tablón de puro cedro? No vas a comparar con esa porquería de  pino.  Pasate  tranquila al mío, nomás.
—¿Vos qué decís, Manú? —preguntó Talita, dándose vuelta.
Traveler, que  iba  a contestar,  miró  el punto  donde  se tocaban  los  dos  tablones y la soga mal ajustada. A caballo sobre su tablón, sentía que le vibraba entre las piernas de una manera entre agradable y desagradable. Talita no tenía más que apoyarse sobre las manos,  tomar  un ligero  impulso  y entrar  en la zona  del tablón de Oliveira. Por supuesto el puente resistiría; estaba muy bien hecho.
—Mirá, esperá un momento —dijo Traveler, dubitativo—. ¿No le podés alcanzar el paquete desde ahí?
—Claro  que  no  puede  —dijo  Oliveira,  sorprendido—.  ¿Qué idea  se te ocurre?
Estás estropeando todo.
—Lo que se dice alcanzárselo, no puedo —admitió Talita—. Pero se lo puedo tirar, desde aquí es lo más fácil del mundo.
—Tirar —dijo Oliveira, resentido—. Tanto lío y al final hablan de tirarme el paquete.
—Si vos sacás el brazo estás a menos de  cuarenta  centímetros  del  paquete  — dijo Traveler—. No hay necesidad  de  que  Talita  vaya  hasta  allá.  Te  tira  el  paquete y chau.
—Va a errar el tiro, como todas las mujeres —dijo Oliveira—y la yerba se va a desparramar en los adoquines, para no hablar de los clavos.
—Podés  estar    tranquilo —dijo   Talita,   sacando   presurosa   el   paquete—. Aunque no te caiga en la mano lo mismo va a entrar por la ventana.
—Sí, y se va a reventar en el piso, que está sucio, y yo voy a tomar un mate asqueroso lleno de pelusas —dijo Oliveira.
—No le hagás caso —dijo Traveler—. Tirale nomás el paquete, y volvé.
Talita se dio vuelta y lo miró, dudando de que  hablara  en  serio.  Traveler  la estaba mirando de una manera que conocía muy bien, y Talita sintió  como  una caricia que le corría por la espalda. Apretó con fuerza  el  paquete,  calculó  la  distancia.
Oliveira  había  bajado  los  brazos  y parecía  indiferente  a lo  que Talita  hiciera o no hiciera. Por encima de Talita miraba fijamente a Traveler, que lo  miraba fijamente: «Estos dos han tendido otro puente entre ellos», pensó  Talita.  «Si me cayera a la calle ni se darían cuenta.» Miró los adoquines, vio a la chica de los mandados que la contemplaba con la boca abierta; dos cuadras más allá venía caminando una mujer que debía ser Gekrepten. Talita esperó, con el  paquete  apoyado en el puente.
—Ahí está —dijo Oliveira—. Tenía que suceder, a vos  no  te  cambia  nadie.  Llegás al borde de las cosas y uno piensa que  por  fin  vas  a  entender,  pero  es  inútil, che, empezás a darles la vuelta, a leerles las etiquetas. Te quedás en el prospecto, pibe.
—¿Y qué? —dijo Traveler—. ¿Por qué te tengo que hacer el juego, hermano?
—Los juegos se hacen solos, sos vos  el  que  mete  un  palito  para  frenar  la  rueda.
—La rueda que vos fabricaste, si vamos a eso.
—No creo —dijo Oliveira—. Yo no hice más que  suscitar  las  circunstancias,  como dicen los entendidos. El juego había que jugarlo limpio.
—Frase de perdedor, viejito.
—Es fácil perder si el otro te carga —la taba.
—Sos grande —dijo Traveler—. Puro sentimiento gaucho. Talita sabía que de alguna manera estaban hablando de ella, y seguía mirando a la chica de los  mandados inmóvil en la silla con la boca abierta.  «Daría  cualquier  cosa  por  no  oírlos discutir», pensó Talita.  «Hablen  de  lo  que  hablen,  en  el  fondo  es  siempre de mí, pero tampoco es eso, aunque es casi eso.» Se le ocurrió que sería divertido soltar el paquete  de manera que le cayera en la boca a la chica de los mandados.   Pero no le hacía gracia, sentía el otro puente por encima, las palabras yendo y viniendo, las risas, los silencios calientes.
«Es como un juicio», pensó Talita. «Como una ceremonia.»
Reconoció a Gekrepten que llegaba a la otra esquina y empezaba a mirar hacia arriba.  «¿Quién te juzga?»,  acababa  de decir Oliveira.  Pero no era a Traveler  sino a ella que estaban juzgando. Un  sentimiento,  algo  pegajoso  como  el  sol  en  la nuca y en las piernas. Le iba a dar un ataque de insolación, a lo mejor eso sería la sentencia. «No creo que seas nadie  para  juzgarme»,  había  dicho  Manú.  Pero  no era a Manú sino a ella que estaban juzgando. Y a través de ella, vaya a saber qué, mientras  la  estúpida  de Gekrepten  revoleaba  el  brazo  izquierdo  y  le  hacía señas como si ella, por ejemplo, estuviera a punto de tener un  ataque  de  insolación  y fuera a caerse a la calle, condenada sin remedio.
—¿Por qué te balanceás así? —dijo Traveler, sujetando su tablón con las dos manos—. Che, lo estás haciendo vibrar demasiado. A ver si nos vamos  todos  al diablo.
No me muevo —dijo miserablemente Talita—. Yo solamente quisiera tirarle el paquete y entrar otra vez en casa.
—Te está  dando  todo  el sol en la cabeza,  pobre  —dijo Traveler— Realmente  es una barbaridad, che.
—La culpa es tuya —dijo Oliveira rabioso—. No hay nadie en la Argentina capaz de armar quilombos como vos.
—La tenés conmigo —dijo Traveler objetivamente—. Apurate, Talita. Rajale el paquete por la cara y que nos deje de joder de una buena vez.
—Es un poco tarde —dijo Talita—. Ya no estoy tan  segura  de  embocar  la ventana.
—Te lo dije —murmuró Oliveira que murmuraba muy poco y sólo  cuando estaba al borde de alguna barbaridad—. Ahí viene Gekrepten llena de paquetes. Éramos pocos y parió la abuela.
—Tirale la yerba  de cualquier  manera   —dijo  Traveler,  impaciente—. Vos no  te
aflijas si sale desviado.
Talita inclinó la cabeza y el pelo  le chorreó  por  la frente,  hasta  la boca.  Tenía  que parpadear continuamente porque el sudor le entraba en los  ojos.  Sentía  la  lengua llena de sal y de algo que debían ser  chispazos,  astros  diminutos  corriendo y chocando con las encías y el paladar.
—Esperá —dijo Traveler.
—¿Me lo decís a mí? —preguntó Oliveira.
—No. Esperá, Talita. Tenete bien fuerte que te voy a alcanzar un sombrero.
—No te salgas del tablón —pidió Talita—. Me voy a caer a la calle.
—La enciclopedia y la cómoda lo  sostienen  perfectamente.  Vos  no  te  movás, que vuelvo en seguida.
Los tablones se inclinaron un poco hacia abajo, y Talita se agarró desesperadamente. Oliveira silbó con todas sus fuerzas como  para  detener a Traveler, pero ya no había nadie en la ventana.
—Qué  animal  —dijo  Oliveira—.  No  te  muevas,  no  respires  siquiera.  Es   una
cuestión de vida o muerte, creeme.
—Me doy cuenta —dijo Talita, con un hilo de voz—. Siempre ha sido así.
—Y para colmo Gekrepten está subiendo la escalera.  Lo que nos va a escorchar, madre mía. No te muevas.
—No me muevo —dijo Talita—. Pero parecería que...
—Sí, pero apenas —dijo Oliveira—. Vos no te movás, es lo único que se puede hacer.
«Ya me han juzgado», pensó Talita. «Ahora no tengo más que caerme y ellos seguirán con el circo, con la vida.»
—¿Por qué llorás? —dijo Oliveira, interesado.
—Yo no lloro —dijo Talita—. Estoy sudando, solamente.
—Mirá —dijo Oliveira resentido—, yo seré muy bruto pero nunca  me  ha ocurrido confundir las lágrimas con la transpiración. Es completamente distinto.
—Yo no lloro —dijo Talita—. Casi nunca lloro, te juro. Lloran las gentes como Gekrepten, que está subiendo por la  escalera  llena  de  paquetes. Yo soy  como  el ave cisne, que canta cuando se muere —dijo  Talita—.  Estaba  en  un  disco  de Gardel.
Oliveira  encendió  un  cigarrillo.  Los  tablones  se  habían  equilibrado  otra  vez.
Aspiró satisfecho el humo.
—Mirá, hasta que vuelva ese idiota de Manú con el sombrero, lo que podemos hacer es jugara las preguntas-balanza.
—Dale —dijo Talita—. Justamente ayer preparé unas cuantas, para que sepas.
—Muy bien. Yo empiezo y cada uno  hace  una  pregunta-balanza. La operación que consiste en depositar sobre un cuerpo sólido una capa de metal disuelto en un líquido, valiéndose de  corrientes  eléctricas,  ¿no es una embarcación  antigua,  de vela latina, de unas cien toneladas de porte?
—Sí que es —dijo Talita, echándose el  pelo  hacia  atrás—. Andar de aquí para allá, vagar, desviar el golpe  de  un  arma,  perfumar con algalia, y ajustar  el  pago del diezmo de los frutos en verde, ¿no equivale  a  cualquiera  de  los  jugos vegetales destinados a la alimentación, como vino, aceite, etc.?
—Muy bueno —condescendió Oliveira—. Los jugos vegetales, como vino, aceite...  Nunca  se me había  ocurrido  pensar  en el vino  como  en un jugo  vegetal.  Es espléndido. Pero  escuchá  esto:  Reverdecer,  verdear  el  campo,  enredarse  el pelo, la  lana,  enzarzarse  en  una  riña  o contienda,  envenenar  el  agua  con  verbasco u otra sustancia análoga para  atontar  a los  peces  y pescarlos,  ¿no es el desenlace del poema dramático, especialmente cuando es doloroso?
—Qué lindo   —dijo   Talita,   entusiasmada—.   Es lindísimo,  Horacio. Vos realmente le sacás el jugo al cementerio.
—El jugo vegetal —dijo Oliveira.
Se abrió la puerta de la pieza y Gekrepten entró respirando agitadamente. Gekrepten era rubia teñida, hablaba con mucha  facilidad,  y ya no se sorprendía  por un ropero tirado en una cama y un hombre a caballo en un tablón.
—Qué calor  —dijo  tirando los paquetes  sobre  una  silla—. Es la peor hora  para
ir de compras,  creeme.  ¿Qué hacés ahí, Talita?  Yo no sé por qué salgo siempre  a la hora de la siesta.
—Bueno, bueno —dijo Oliveira, sin mirarla—. Ahora te toca a vos, Talita.
—No me acuerdo de ninguna otra.
—Pensá, no puede ser que no te acuerdes.
—Ah, es por el dentista —dijo Gekrepten—. Siempre me dan las horas peores para emplomar las muelas. ¿Te dije que hoy tenía que ir al dentista?
—Ahora me acuerdo de una —dijo Talita.
—Y mirá lo que me pasa —dijo Gekrepten—.  Llego  a  lo  del  dentista,  en  la calle  Warnes.   Toco  el  timbre   del  consultorio   y  sale  la  mucama.   Yo  le   digo:
«Buenas tardes.» Me dice: «Buenas tardes. Pase, por favor.» Yo  paso,  y me  hace entrar en la sala de espera.
—Es así —dijo Talita—. El que tiene abultados los carrillos, o la fila de cubas amarradas  que  se conducen  a modo  de balsa,  hacia  un sitio  poblado  de carrizos:  el almacén de  artículos  de  primera  necesidad,  establecido  para  que  se  surtan  de él determinadas personas con más economía que en las tiendas, y todo lo perteneciente o relativo a la égloga, ¿no  es  como  aplicar  el  galvanismo  a  un animal vivo o muerto?
—Qué  hermosura —dijo  Oliveira  deslumbrado—.  Es  sencillamente fenomenal.
—Me dice: «Siéntese un momento, por favor.» Yo me siento y espero.
—Todavía me queda una —dijo Oliveira—. Esperá, no me acuerdo muy bien.
—Había dos señoras y un señor con un chico. Los minutos parecía que no  pasaban. Si te digo que me  leí  enteros  tres  números  de  Idilio.  El  chico lloraba, pobre criatura, y el padre, un nervioso... No quisiera  mentir pero  pasaron  más de  dos horas, desde las dos y media que llegué. Al final me  tocó  el  turnó,  y  el dentista me dice: «Pase, señora»;  yo paso, y me dice:  «¿No le molestó  mucho  lo que le puse el otro día?» Yo le digo: «No,  doctor, qué  me va a molestar.  Además que todo este  tiempo  mastiqué  siempre  de un solo  lado.» Me dice: «Muy bien, es lo que  hay  que  hacer.  Siéntese,  señora.»  Yo  me  siento, y me dice: «Por favor, abra la boca.» Es muy amable, ese dentista.
—Ya está —dijo Oliveira—. Oí bien, Talita. ¿Por qué mirás para atrás?
—Para ver si vuelve Manú.
—Qué va a venir. Escuchá bien: la acción y efecto de  contrapasar,  o  en  los  torneos y justas, hacer un jinete que su  caballo  dé  con  los  pechos  en  los  del  caballo de su contrario, ¿no se parece mucho al fastigio, momento más grave  e  intenso de una enfermedad?
—Es raro —dijo Talita, pensando—. ¿Se dice así, en español?
—¿Qué cosa se dice así?
—Eso de hacer un jinete que su caballo dé con los pechos.
—En los torneos sí —dijo Oliveira—. Está en el cementerio, che.
—Fastigio —dijo Talita— es una palabra muy bonita. Lástima  lo  que  quiere  decir.
—Bah,  lo  mismo  pasa  con  mortadela  y  tantas  otras  —dijo  Oliveira—.  Ya   se
ocupó de eso el abate Bremond, pero no hay nada que hacerle. Las palabras son como nosotros, nacen con una cara y no hay tu  tía.  Pensá en la cara que tenía  Kant, decime un poco. O Bernardino Rivadavia, para no ir tan lejos.
—Me ha puesto una emplomadura de material plástico —dijo Gekrepten.
—Hace un calor terrible —dijo Talita—. Manú dijo que iba a traerme  un sombrero.
—Qué va a traer, ése —dijo Oliveira.
—Si a vos te parece te tiro el paquete y me vuelvo a casa —dijo Talita.
Oliveira miró el puente, midió la ventana abriendo vagamente los brazos,  y  movió la cabeza.
—Quién  sabe  si  lo  vas  a  embocar  —dijo—.  Por  otra  parte  me da no sé qué
tenerte  ahí con ese frío glacial.  ¿No sentís que se te forman carámbanos  en el pelo  y las fosas nasales?
—No —dijo Talita—. ¿Los carámbanos vienen a ser cómo los fastigios?
—En cierto modo sí —dijo Oliveira—. Son dos cosas que se parecen desde sus diferencias,  un poco como Manú y yo si te ponés a pensarlo.  Reconocerás  que el lío con Manú es que nos parecemos demasiado.
—Sí —dijo Talita—. Es bastante molesto a veces.
—Se fundió  la manteca—dijo Gekrepten,  untando una tajada de pan negro —. La manteca, con el calor, es una lucha.
—La peor diferencia está en eso —dijo Oliveira—. La peor de las peores diferencias. Dos tipos con pelo negro,  con  cara  de  porteños  farristas,  con el mismo desprecio por casi las mismas cosas, y vos...
—Bueno, yo... —dijo Talita.
—No tenés por qué escabullirte —dijo Oliveira—. Es un  hecho  que  vos te sumás de alguna manera a  nosotros  dos  para  aumentar  el  parecido,  y  por  lo  tanto la diferencia.
—A mí no me parece que me sume a los dos —dijo Talita.
—¿Qué sabés? ¿Qué podés saber, vos? Estás ahí en tu pieza, viviendo y cocinando y leyendo la enciclopedia autodidáctica, y de noche vas  al  circo,  y entonces te parece que solamente  estás  ahí  en  donde  estás.  ¿Nunca  te  fijaste  en  los picaportes de las puertas, en los botones de metal, en los pedacitos de vidrio?
—Sí, a veces me fijo —dijo Talita.
—Si te fijaras bien verías que por todos lados, donde menos se sospecha, hay imágenes que copian todos tus movimientos. Yo soy muy sensible  a  esas  idioteces, creeme.
—Vení, tomá la leche que ya se le formó nata —dijo Gekrepten—. ¿Por qué hablan siempre de cosas raras?
—Vos me estás dando demasiado importancia —dijo Talita.
—Oh, esas cosas no las decide uno —dijo Oliveira—.  Hay todo un orden  de cosas que uno no decide, y son siempre fastidiosas aunque  no  las  más  importantes. Te lo digo porque es  un  gran  consuelo.  Por  ejemplo  yo  pensaba tomar mate. Ahora  llega  ésta  y se pone a preparar  café  con leche  sin que nadie  se lo pida. Resultado:  si no lo tomo,  a la leche  se le forma  nata.  No es importante,  pero joroba un poco. ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo?
—Oh,  sí  —dijo  Talita  mirándolo  en  los  ojos—.  Es  verdad  que  te  parecés a Manú. Los dos saben hablar tan bien del café con leche y del mate, y uno acaba  por darse cuenta de que el café con leche y el mate, en realidad...
—Exacto —dijo Oliveira—. En realidad. De modo que podemos volver a lo que decía  antes.  La  diferencia  entre  Manú  y  yo  es  que  somos  casi  iguales.  En esa proporción, la diferencia es como un cataclismo inminente. ¿Somos  amigos?  Sí,  claro, pero a mí no me sorprendería nada que... Fijate que desde que nos conocemos, te lo puedo decir porque vos ya lo sabés, no hacemos más que lastimarnos. A él no le gusta que yo sea como soy, apenas me pongo a enderezar  unos clavos ya ves el lío que arma, y te embarca de paso a vos.  Pero  a él no le  gusta que yo sea como  soy  porque  en realidad  muchas de las  cosas  que  a mí se  me ocurren, muchas de las  cosas  que  hago,  es como  si se las  escamoteara  delante de las narices. Antes de que él las piense, zás, ya están. Bang, bang, seasoma a la ventana y yo estoy enderezando los clavos.
Talita miró hacia atrás, y vio la sombra de Traveler que escuchaba, escondido entre la cómoda y la ventana.
—Bueno, no tenés que exagerar —dijo Talita—. A vos  no  se  te  ocurrirían algunas cosas que se le ocurren a Manú.
—¿Por ejemplo?
—Se te enfría la leche —dijo Gekrepten quejumbrosa—. ¿Querés que te la ponga otro poco al fuego, amor?
—Hacé un flan para mañana —aconsejó Oliveira—. Vos seguí, Talita.
—No —dijo Talita, suspirando—.  Para  qué.  Tengo  tanto  calor,  y  me  parece que me estoy empezando a marear.  Sintió  la vibración  del  puente  cuando Traveler lo cabalgó al borde de  la  ventana.  Echándose  de  bruces sin pasar  del nivel del antepecho, Traveler puso un sombrero  de  paja  sobre  el  tablón.  Con  ayuda de un palo de plumero empezó a empujarlo centímetro a centímetro.
—Si se desvía apenas un poco —dijo Traveler— seguro que  se  cae  a la  calle  y va a ser un lío bajar a buscarlo.
—Lo mejor   sería   que   yo    me    volviera   a    casa   —dijo Talita, mirando
penosamente a Traveler.
—Pero primero le tenés que pasar la yerba a Oliveira —dijo Traveler.
—Ya no vale la pena —dijo Oliveira—. En todo caso que tire el paquete, da lo mismo.
Talita los miró alternativamente, y se quedó inmóvil.
—A vos es difícil entenderte —dijo  Traveler—.  Todo  este trabajo  y  ahora resulta que mate más, mate menos, te da lo mismo.
—Ha transcurrido el minutero, hijo mío —dijo Oliveira—. Vos te movés en el continuo tiempo-espacio con una lentitud de gusano. Pensá en todo lo que ha acontecido desde que decidiste ir a buscar ese  zarandeado  jipijapa.  El  ciclo  del  mate se cerró sin consumarse, y entre tanto hizo aquí  su  llamativa  entrada  la siempre fiel Gekrepten, armada de utensilios  culinarios.  Estamos  en  el  sector  del café con leche, nada que hacerle.
—Vaya razones —dijo Traveler.
—No son razones, son mostraciones perfectamente objetivas. Vos tendés a  moverte en el continuo, como dicen los físicos, mientras que yo soy sumamente sensible a la discontinuidad vertiginosa de la existencia. En este mismo momento   el  café con leche irrumpe, se instala,  impera,  se  difunde,  se  reitera  en  cientos de miles de hogares. Los mates han sido lavados, guardados, abolidos. Una zona temporal de café con leche cubre este sector del continente  americano.  Pensá  en  todo lo que eso supone y acarrea.  Madres  diligentes  que aleccionan  a  sus párvulos sobre la dietética láctea, reuniones infantiles en torno a la mesa de la antecocina, en cuya parte superior  todas  son  sonrisas  y  en  la  inferior  un  diluvio de patadas y pellizcos. Decir café con leche a esta hora significa mutación, convergencia amable hacia  el  fin  de  la  jornada,  recuento  de  las  buenas acciones,  de las acciones al portador, situaciones transitorias,  vagos  proemios  a  lo  que  las  seis de la tarde, hora terrible de llave en las puertas y carreras al ómnibus,  concretará brutalmente. A este hora casi  nadie  hace  el  amor, eso es antes  o  después. A esta hora se piensa en la ducha (pero  la  tomaremos a las cinco)  y la gente empieza a rumiar las posibilidades de la noche, es decir si van a ir a ver a Paulina Singerman o a Toco Tarántola (pero no estamos  seguros,  todavía  hay tiempo). ¿Qué tiene ya que ver todo eso con  la hora  del  mate?  No te hablo  del  mate mal tomado, superpuesto al café con leche, sino al auténtico que yo quería, a la hora justa, en el momento de más frío. Y esas cosas me parece que no las comprendés lo suficiente.
—La modista es una estafadora —dijo Gekrepten—. ¿Vos te hacés hacer los vestidos por una modista, Talita?
—No —dijo Talita—. Sé un poco de corte y confección.
—Hacés bien, m’hija. Yo esta tarde después del dentista me corro  hasta  la  modista que está a una cuadra y le  voy a reclamar una pollera que ya tendría que estar hace ocho días. Me dice: «Ay, señora, con la enfermedad de mi mamá no he podido lo que se dice  enhebrar  la aguja.»  Yo le digo:  «Pero,  señora,  yo la pollera la  necesito.»  Me  dice:  «Créame,  lo  siento  mucho. Una clienta como usted. Pero va  a tener que disculpar.» Yo le digo:  «Con  disculpar  no  se  arregla  nada,  señora.  Más le valdría cumplir a tiempo y todos  saldríamos  gananciosos.»  Me  dice:  «Ya  que lo toma así, ¿por qué no va de otra modista?»  Y yo le digo:  «No es que me falten ganas, pero ya que me comprometí  con usted más vale que la espere,  y eso  que me parece una informalidad.
—Todo eso te sucedió? —dijo Oliveira.
—Claro —dijo Gekrepten—. ¿No ves que se lo estoy contando a Talita?
—Son dos cosas distintas.
—Ya empezás, vos.
—Ahí tenés —le dijo Oliveira  a Traveler,  que  lo miraba  cejijunto—. Ahí tenés  lo que son las cosas. Cada uno cree que está hablando de lo que comparte con los demás.
—Y no es así, claro —dijo Traveler. Vaya noticia.
—Conviene repetirla, che.
—Vos repetís todo lo que supone una sanción contra alguien.
—Dios me puso sobre vuestra ciudad —dijo Oliveira.
—Cuando no me juzgás a mí te la agarrás con tu mujer.
—Para picarlos y tenerlos despiertos —dijo Oliveira.
—Una especie de manía mosaica. Te la pasás bajando del Sinaí.
—Me gusta —dijo Oliveira— que las cosas queden siempre lo  más  claras posible. A vos parece darte lo mismo  que  en  plena  conversación  Gekrepten  intercale una historia  absolutamente  fantasiosa  de  un  dentista  y  no  sé  qué  pollera. No parecés  darte  cuenta  de  que  esas  irrupciones, disculpables  cuando son hermosas o por lo menos inspiradas,  se  vuelven  repugnantes  apenas  se  limitan a escindir un orden, a torpedear una estructura. Cómo hablo, hermano.
—Horacio es siempre el mismo —dijo Gekrepten—. No le haga caso, Traveler.
—Somos de una blandura  insoportable,  Manú.  Consentimos  a  cada  instante  que la realidad se nos huya entre los dedos como una  agüita  cualquiera.  La  teníamos ahí, casi perfecta, como un arcoiris saltando del pulgar al meñique. y el trabajo para conseguirla, el tiempo que  se  necesita,  los  méritos  que  hay  que  hacer... Zás, la radio anuncia que el general Pisotelli hizo  declaraciones.  Kaputt.  Todo kaputt. «Por fin algo en serio», piensa la chica de los mandados, o ésta, o a         lo  mejor  vos  mismo.  Y yo,  porque  no  te  vayas  a imaginar  que  me  creo infalible.
¿Qué sé yo dónde está la verdad? Solamente que me gustaba tanto  ese  arcoiris como un sapito entre los dedos. Y esta tarde... Mirá, a pesar  del  frío  a  mí  me parece que estábamos empezando a hacer algo en serio. Talita, por ejemplo, cumpliendo esa proeza extraordinaria de no caerse a  la  calle,  y  vos  ahí,  y  yo...  Uno es sensible a ciertas cosas, qué demonios.
—No sé si te entiendo —dijo Traveler.  A lo mejor  lo del  arcoiris  no está  tan  mal. ¿Pero por qué sos tan intolerante? Viví y dejá vivir, hermano.
—Ahora  que  ya  jugaste  bastante,  vení  a  sacar  el  ropero  de  arriba  de  la cama
—dijo Gekrepten.
—¿Te das cuenta? —dijo Oliveira.
—Eh, sí —dijo Traveler, convencido.
—Quod erat demostrandum, pibe.
—Quod erat —dijo Traveler.
—Y lo peor es que en realidad ni siquiera habíamos empezado.
—¿Cómo? —dijo Talita, echándose el pelo para atrás y  mirando  si  Traveler  habla empujado lo suficiente el sombrero.
—Vos no te pongás nerviosa —aconsejó  Traveler.  Date  vuelta  despacio,  estirá esa mano, así. Esperá, ahora yo empujo un poco más... ¿No te dije? Listo.
Talita sujetó el sombrero y se lo encasquetó de un solo golpe. Abajo se habían
juntado dos chicos y una señora, que hablaban con la chica de los mandados y miraban el puente.
—Ahora yo le tiro el paquete a  Oliveira  y  se  acabó  —dijo Talita sintiéndose más segura con el sombrero puesto—. Tengan firme los tablones, no sea cosa.
—¿Lo vas a tirar? —dijo Oliveira—. Seguro que no lo embocás.
—Dejala que haga la prueba —dijo Traveler. Si  el  paquete  se  escracha  en  la  calle, ojalá le pegue en el melón a la de Gutusso, lechuzón repelente.
—Ah, a vos tampoco te gusta —dijo Oliveira—. Me alegro porque no la puedo tragar. ¿Y vos, Talita?
—Yo preferiría tirarte  el  paquete  —dijo  Talita. —Ahora,  ahora,  pero  me parece que te estás apurando mucho.
—Oliveira tiene razón —dijo Traveler—. A  ver  si  la  arruinás  justamente  al  final, después de todo el trabajo.
—Pero es que tengo calor —dijo Talita —. Yo quiero volver a casa, Manú.
—No estás tan lejos para quejarte así. Cualquiera creería que me estás escribiendo desde Matto Grosso.
—Lo dice por la yerba —informó Oliveira a Gekrepten, que miraba el ropero.
—¿Van a seguir jugando mucho tiempo? —preguntó Gekrepten.
—Nones —dijo Oliveira.
—Ah —dijo Gekrepten—. Menos mal.
Talita había sacado el paquete del bolsillo de la salida de baño y lo balanceaba de atrás adelante. El puente empezó a  vibrar,  y Traveler y Oliveira  lo sujetaron con todas sus fuerzas.  Cansada  de  balancear  el  paquete,  Talita empezó a revolear el brazo, sujetándose con la otra mano.
—No  hagás   tonterías  —dijo   Oliveira—.  Más  despacio.  ¿Me oís? ¡Más despacio!
—¡Ahí va! —gritó Talita.
—¡Más despacio, te vas a caer a la calle!
—¡No me importa! —gritó Talita, soltando el paquete que entró a toda velocidad en la pieza y se hizo pedazos contra el ropero.
—Espléndido —dijo Traveler, que  miraba  a Talita  como  si  quisiera  sostenerla en el puente con la sola fuerza de la mirada—. Perfecto, querida. Más claro, imposible. Eso sí que fue demostrandum.
El  puente  se  aquietaba  poco  a  poco.  Talita  se  sujetó  con  las  dos  manos y
agachó la cabeza. Oliveira no veía más que el sombrero, y el pelo de  Talita  derramado sobre los hombros. Levantó los ojos y miro a Traveler.
—Si te parece —dijo—. Yo también creo que más claro, imposible.
«Por fin»,  pensó  Talita,  mirando  los  adoquines,  las  veredas.  «Cualquier  cosa  es mejor que estar así, entre las dos ventanas.»
—Podés hacer dos cosas —dijo Traveler—. Seguir adelante, que es más fácil, y entrar por  lo de Oliveira,  o retroceder,  que  es más  difícil,  y ahorrarte  las  escaleras y el cruce de la calle.
—Que  venga  aquí,  pobre  —dijo  Gekrepten—.  Tiene la cara toda empapada  de
transpiración.
—Los niños y los locos —dijo Oliveira.
—Dejame descansar un momento  —dijo  Talita—.  Me  parece  que  estoy  un poco mareada.
Oliveira se echó de bruces en la ventana, y le tendió el brazo. Talita no tenía
más que avanzar medio metro para tocar su mano.
—Es un perfecto caballero —dijo Traveler—. Se ve que ha  leído  el  consejero  social del profesor Maidana. Lo que se llama un conde. No te pierdas eso, Talita.
—Es la congelación —dijo Oliveira—. Descansá un poco, Talita, y franqueá el trecho remanente. No le hagas caso, ya se sabe que la nieve hace delirar antes del sueño inapelable.
Pero Talita se había enderezado lentamente, y apoyándose en las dos manos trasladó su trasero veinte centímetros más atrás. Otro apoyo, y otros veinte centímetros. Oliveira, siempre con la mano  tendida,  parecía  el  pasajero  de  un  barco que empieza a alejarse lentamente del muelle. Traveler  estiró  los  brazos  y calzó las manos en las axilas de Talita. Ella se quedó inmóvil, y después echó  la cabeza hacia atrás con un  movimiento  tan  brusco  que  el  sombrero  cayó planeando hasta la vereda.
—Como en las corridas de toros —dijo Oliveira—. La de Gutusso se lo va a querer portar vía.
Talita había cerrado los ojos y se dejaba sostener, arrancar del tablón, meter a empujones por la ventana. Sintió la boca de Traveler pegada en su nuca,  la respiración caliente y rápida.
—Volviste —murmuró Traveler—. Volviste, volviste.
—Sí —dijo Talita, acercándose a la cama—. ¿Cómo no iba a volver? Le tiré el maldito paquete y volví, le tiré el Paquete y volví, le...
Traveler  se  sentó  al  borde  de  la  cama.  Pensaba  en  el  arcoiris  entre  los  dedos esas cosas que  se le ocurrían  a Oliveira.  Talita  resbaló  a su lado y empezó  a llorar en silencio. «Son los nervios», pensó Traveler. «Lo ha pasado muy mal.» Iría a buscarle un gran vaso de agua con jugo de limón, le daría  una  aspirina,  le  pantallaría la cara con una revista, la  obligaría  a dormir  un  rato.  Pero  antes  había que sacar la enciclopedia autodidáctica,  arreglar  la  cómoda  y  meter  dentro  el tablón. «Esta pieza está tan desordenada»,  pensó,  besando a Talita.  Apenas dejara de llorar le pediría que lo ayudara a acomodar  el  cuarto.  Empezó  a acariciarla, a decirle cosas.
—En fin, en fin —dijo Oliveira.
Se apartó de la ventana y se  sentó  al  borde  de  la  cama,  aprovechando  el espacio que le dejaba  libre  el  ropero.  Gekrepten  había  terminado  de  juntar  la yerba con una cuchara.
—Estaba llena de clavos —dijo Gekrepten—. Qué cosa tan rara.
—Rarísima —dijo Oliveira.
—Me parece que voy a bajar a buscar  el sombrero  de Talita.  Vos sabés  lo que  son los chicos.
—Sana   idea   —dijo  Oliveira,  alzando  un  clavo  y dándole  vueltas  entre los dedos.
Gekrepten bajó a la calle. Los chicos  habían  recogido  el  sombrero  y discutían  con la chica de los mandados y la señora de Gutusso.
—Demelón a mí —dijo Gekrepten, con una  sonrisa  estirada—.  Es de la señora de enfrente, conocida mía.
—Conocida de todos, hijita —dijo la señora de Gutusso—. Vaya espectáculo a estas horas, y con los niños mirando.
—No tenía nada de malo —dijo Gekrepten, sin mucha convicción.
—Con las piernas al aire en ese tablón, mire qué ejemplo  para las criaturas. Usted no se habrá dado cuenta, pero desde  aquí  se le veía  propiamente  todo,  le  juro.
—Tenía muchísimos pelos —dijo el más chiquito.
—Ahí tiene —dijo la señora de Gutusso—.  Las  criaturas  dicen  lo  que  ven, pobres inocentes. ¿Y qué tenía que hacer ésa a caballo en una madera, dígame un poco? A esta hora cuando las personas decentes duermen la siesta o se ocupan de sus quehaceres. ¿Usted se montaría en una madera, señora, si no es  mucho  preguntar?
—Yo no —dijo Gekrepten—. Pero Talita trabaja en un circo, son todos artistas.
—¿Hacen pruebas? —preguntó uno de los chicos—. ¿Adentro de cuál circo trabaja la cosa esa?
—No era una prueba —dijo Gekrepten—. Lo que pasa es que querían darle un poco de yerba a mi marido, y entonces...
La señora de Gutusso miraba a la chica de los mandados. La chica de los mandados se puso un dedo en la sien y lo hizo girar. Gekrepten  agarró  el sombrero con las dos manos y entro en el zaguán. Los chicos se pusieron en fila y empezaron a cantar, con música de «Caballería ligera»:

Lo corrieron de atrás, lo corrieron de atrás, le metieron un palo en el cúúúlo.
¡Pobre señor! ¡Pobre señor! No se lo pudo sacar.                                                               (Bis.)


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