martes, 26 de enero de 2016

Capítulos 19 - 20 Páginas 35 - 37. El Túnel - Ernesto Sábato

Naturalmente, puesto que se había casado con Allende, era lógico pensar que alguna vez debió sentir algo por ese hombre. Debo decir que este problema, que podríamos llamar "el problema Allende", fue uno de los que más me obsesionaron. Eran varios los enigmas que quería dilucidar, pero sobre todo estos dos: ¿lo había querido en alguna oportunidad?, ¿lo quería todavía? Estas dos preguntas no se podían tomar en forma aislada: estaban vinculadas a otras: si no quería a Allende, ¿a quién quería? ¿A mí? ¿A Hunter? ¿A alguno de esos misteriosos personajes del teléfono? ¿O bien era posible que quisiera a distintos seres de manera diferente, como pasa en ciertos hombres ?

Pero también era posible que no quisiera a nadie y que sucesivamente nos dijese a cada uno de nosotros, pobres diablos, chiquilines, que éramos el único y que los demás eran simples sombras,
seres con quienes mantenía una relación superficial o aparente.

Un día decidí aclarar el problema Allende. Comencé preguntándole por qué se había casado con él.

—Lo quería —me respondió.
—Entonces ahora no lo querés.
—Yo no he dicho que haya dejado de quererlo —respondió.
—Dijiste "lo quería". No dijiste "lo quiero".
—Haces siempre cuestiones de palabras y retorcés todo hasta lo increíble —protestó María—.
Cuando dije que me había casado porque lo quería no quise decir que ahora no lo quiera.
—Ah, entonces lo querés a él —dije rápidamente, como queriendo encontrarla en falta respecto
a declaraciones hechas en interrogatorios anteriores.
Calló. Parecía abatida.
—¿Por qué no respondes? —pregunté.
—Porque me parece inútil. Este diálogo lo hemos tenido muchas veces en forma casi idéntica.
—No, no es lo mismo que otras veces. Te he preguntado si ahora lo querés a Allende y me has dicho que sí. Me parece recordar que en otra oportunidad, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona que habías querido.
María volvió a quedar callada. Me irritaba en ella que no solamente era contradictoria sino que
costaba un enorme esfuerzo sacarle una declaración cualquiera.
—¿Qué contestas a eso? —volví a interrogar.
—Hay muchas maneras de amar y de querer —respondió, cansada—. Te imaginarás que ahora no puedo seguir queriendo a Allende como hace años, cuando nos casamos, de la misma manera. .
—¿De qué manera?
—¿Cómo, de que manera? Sabes lo que quiero decir.
—No sé nada.
—Te lo he dicho muchas veces.
—Lo has dicho, pero no lo has explicado nunca.
—¡Explicado! —exclamó con amargura—. Vos has dicho mil veces que hay muchas cosas que no admiten explicación y ahora me decís que explique algo tan complejo. Te he dicho mil veces que
Allende es un gran compañero mío, que lo quiero como a un hermano, que lo cuido, que tengo una
gran ternura por él, una gran admiración por la serenidad de su espíritu, que me parece muy superior
a mí en todo sentido, que a su lado me siento un ser mezquino y culpable. ¿Cómo podes imaginar,
pues, que no lo quiera?

—No soy yo el que ha dicho que no lo quieras. Vos misma me has dicho que ahora no es como cuando te casaste. Quizá debo concluir que cuando te casaste lo querías como decís que ahora me querés a mí. Por otro lado, hace unos días, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona a la que habías querido verdaderamente. María me miró tristemente.
Bueno, dejemos de lado esta contradicción —proseguí—. Pero volvamos a Allende. Decís que lo querés como a un hermano. Ahora necesito que me respondas a una sola pregunta ¿ te acostás con él?

María me miró con mayor tristeza. Estuvo un rato callada y al cabo me preguntó con voz muy
dolorida:
—¿Es necesario que responda también a eso?
—Sí, es absolutamente necesario —le dije con dureza.
—Me parece horrible que me interrogues de este modo.
—Es muy sencillo: tenés que decir sí o no.
—La respuesta no es tan simple: se puede hacer y no hacer.
—Muy bien —concluí fríamente—. Eso quiere decir que sí.
—Muy bien: sí.
—Entonces lo deseas.
Hice esta afirmación mirando cuidadosamente sus ojos; la hacía con mala intención; era
óptima para sacar una serie de conclusiones. No es que yo creyera que lo desease realmente
(aunque también eso era posible dado el temperamento de María), sino que quería forzarle a aclarar
eso de "cariño de hermano". María, tal como yo lo esperaba, tardó en responder. Seguramente, estuvo pensando las palabras. Al fin dijo:
—He dicho que me acuesto con él, no que lo desee.
—¡Ah! —exclamé triunfalmente—. ¡Eso quiere decir que lo haces sin desearlo pero haciéndole creer que lo deseás!
María quedó demudada. Por su rostro comenzaron a caer lágrimas silenciosas. Su mirada era
como de vidrio triturado.
—Yo no he dicho eso —murmuró lentamente.
—Porque es evidente —proseguí implacable— que si demostrases no sentir nada, no desearlo,
si demostrases que la unión física es un sacrificio que haces en honor a su cariño, a tu admiración
por su espíritu superior, etcétera, Allende no volvería a acostarse jamás con vos. En otras palabras: el
hecho de que siga haciéndolo demuestra que sos capaz de engañarlo no sólo acerca de tus sentimientos sino hasta de tus sensaciones. Y que sos capaz de una imitación perfecta del placer.
María lloraba en silencio y miraba hacia el suelo.
—Sos increíblemente cruel —pudo decir, al fin.
—Dejemos de lado las consideraciones de formas: me interesa el fondo. El fondo es que sos capaz de engañar a tu marido durante años, no sólo acerca de tus sentimientos sino también de tus sensaciones. La conclusión podría inferirla un aprendiz: ¿por qué no has de engañarme a mí también? Ahora Comprenderás por qué muchas veces te he indagado la veracidad de tus sensaciones. Siempre recuerdo cómo el padre de Desdémona advirtió a Ótelo que una mujer que había engañado al padre podía engañar a otro hombre. Y a mí nada me ha podido sacar de la cabeza este hecho: el que has estado engañando constantemente a Allende, durante años. Por un instante, sentí el deseo de llevar la crueldad hasta el máximo y agregué, aunque me daba cuenta de su vulgaridad y torpeza.
—Engañando a un ciego.


Ya antes de decir esta frase estaba un poco arrepentido: debajo del que quería decirla y experimentar una perversa satisfacción, un ser más puro y más tierno se disponía a tomar la iniciativa en cuanto la crueldad de la frase hiciese su efecto y, en cierto modo, ya silenciosamente, había tomado el partido de María antes de pronunciar esas palabras estúpidas e inútiles (¿qué podía lograr, en efecto, con ellas?). De manera que, apenas comenzaron a salir de mis labios, ya ese ser de abajo las oía con estupor, como si a pesar de todo no hubiera creído seriamente en la posibilidad de que el otro las pronunciase. Y a medida que salieron, comenzó a tomar el mando de mi conciencia y de mi voluntad y casi llega su decisión a tiempo para impedir que la frase saliera completa. Apenas terminada (porque a pesar de todo terminé la frase), era totalmente dueño de mí y ya ordenaba pedir perdón, humillarme delante de María, reconocer mi torpeza y mi crueldad. ¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad. En fin, ya era tarde, de todos modos, para cerrar la herida abierta en el alma de María (y esto me lo aseguraba sordamente, con remota, satisfecha malevolencia el otro yo que ahora estaba hundido allá, en una especie de inmunda cueva).
 ya era irremediablemente tarde. María se incorporó en silencio, con infinito cansancio, mientras su mirada (¡cómo la conocía!) levantaba el puente levadizo que a veces tendía entre nuestros espíritus: ya era la mirada dura de unos ojos impenetrables. De pronto me acometió la idea de que ese puente se había levantado para siempre y en la repentina desesperación no vacilé en someterme a las humillaciones más grandes: besar sus pies, por ejemplo. Sólo logré que me mirara con piedad y que sus ojos se ablandasen por un instante. Pero de piedad, sólo de piedad.
Mientras salía del taller y me aseguraba, una vez más, que no me guardaba rencor, yo me hundí en una aniquilación total de la voluntad. Quedé sin atinar a nada, en medio del taller, mirando como un alelado un punto fijo. Hasta que, de pronto, tuve conciencia de que debía hacer una serie de cosas.

Corrí a la calle, pero María ya no se veía por ningún lado. Corrí a su casa en un taxi, porque supuse que ella no iría directamente y, por lo tanto, esperaba encontrarla a su llegada. Esperé en vano durante más de una hora. Hablé por teléfono desde un café: me dijeron que no estaba y que no
había vuelto desde las cuatro (la hora en que había salido para mi taller). Esperé varias horas más Luego volví a hablar por teléfono : me dijeron que María no iría a la casa hasta la noche.

Desesperado, salí a buscarla por todas partes, es decir, por los lugares en que habitualmente nos encontrábamos o caminábamos: la Recoleta, la Avenida Centenario, la Plaza Francia, Puerto Nuevo.

No la vi por ningún lado, hasta que comprendí que lo más probable era, precisamente, que caminara por cualquier parte menos por los lugares que le recordasen nuestros mejores momentos.

Corrí de nuevo hasta su casa, pero era muy tarde y probablemente ya hubiera entrado. Telefoneé nuevamente: en efecto, había vuelto; pero me dijeron que estaba en cama y que le era imposible
atender el teléfono. Había dado mi nombre, sin embargo.

Algo se había roto entre nosotros.


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