lunes, 28 de septiembre de 2015

La mujer que llegaba a las seis - Gabriel García Márquez

La mujer que llegaba a las seis
(1950)


         La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José.
         Acababan de dar las seis y el hombre sabia que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuando una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.
         —Hola reina —dijo José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada.
         Siempre que entraba alguien al restaurante José hacia lo mismo. Hasta con la mujer con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló desde el otro extremo del mostrador.
         —¿Qué quieres hoy? —dijo.
         —Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero —dijo la mujer.
         Estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que José advirtiera el cigarrillo sin encender.
         —No me había dado cuenta —dijo José.
         —Todavía no te has dado cuenta de nada —dijo la mujer.
         El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con las cerillas. La mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y velludas del hombre. José vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la brasa en los labios.
         —Estás hermosa hoy, reina —dijo José.
         —Déjate de tonterías —dijo la mujer—. No creas que eso me va a servir para pagarte.
         —No quise decir eso, reina —dijo José—. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.
         La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos, todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expresión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.
         —Te voy a preparar un buen bistec —dijo José.
         —Todavía no tengo plata —dijo la mujer.
         —Hace tres mesas que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno —dijo José.
         —Hoy es distinto —dijo la mujer, sobriamente, todavía mirando hacia la calle.
         —Todos los días son iguales —dijo José—. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única diferencia es ésa que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.
         —Y es verdad —dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba del otro lado del mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres, segundos.
         Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos. «Es verdad, José, hoy es distinto», dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas: “Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José”.
         El hombre miró el reloj.
         —Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto —dijo.
         —No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis —dijo la mujer—. Vine un cuarto para las seis.
         —Acaban de dar las seis, reina —dijo José—. Cuando tú entraste acababan de darlas.
         —Tengo un cuarto de hora de estar aquí —dijo la mujer.
         José se dirigió hacia donde ella estaba.
         Acercó a la mujer su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.
         —Sóplame aquí —dijo.
         La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y cansancio.
         —Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.
         —Eso se lo vas a decir a otro —dijo—. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.
         —Me tomé dos tragos con un amigo —dijo la mujer.
         —Ah; entonces ahora me explico —dijo José.
         —Nada tienes que explicarte —dijo la mujer—. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.
         El hombre se encogió de hombros.
         —Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí. Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.
         —Sí importan, José —dijo la mujer. Y estiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de negligente abandono. Dijo: “Y no es que yo lo quiera, es que hace un cuarto de hora que estoy aquí”. Volvió a mirar el reloj y rectificó: “Qué digo; ya tengo veinte minutos.”
         —Está bien, reina —dijo el hombre—. Un día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta.
         Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.
         —Quiero verte contenta —repitió. Se detuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.
         —¿Tú sabes que te quiero mucho? —dijo.
         La mujer lo miró con frialdad.
         —¿Siii...? ¡Qué descubrimiento, José! ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?
         —No he querido decir eso, reina —dijo José—. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.
         —No te lo digo por eso —dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente—. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya ni por un millón de pesos.
         José se ruborizó. Le dio la espalda a la mujer y se puso a sacudir el polvo en las botellas del armario. Habló sin volver la cara.
         —Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.
         —No tengo hambre —dijo la mujer.
         Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la calle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.
         —¿Es verdad que me quieres, Pepillo?
         —Es verdad —dijo José, en seco sin mirarla.
         —¿A pesar de lo que te dije? —dijo la mujer.
         —¿Qué me dijiste? —dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla.
         —Lo del millón de pesos —dijo la mujer.
         —Ya lo había olvidado —dijo José.
         —Entonces, ¿me quieres? —dijo la mujer.
         —Sí —dijo José.
         Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de decirlo, como si hablara en puntillas:
         —¿Aunque no me acueste contigo? —dijo.
         Y sólo entonces José volvió a mirarla:
         —Te quiero tanto que no me acostaría contigo —dijo.
         Luego caminó hacia donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los poderosos brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo:
         —Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.
         En el primer instante la mujer pareció perpleja. Después miró al hombre con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.
         —Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso!
         José volvió a sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe todos los secretos. Dijo:
         —Esta tarde no entiendes nada, reina.
         Y se limpió el sudor con el trapo. Dijo:
         —La mala vida te está embruteciendo.
         Pero ahora la mujer había cambiado de expresión. “Entonces no”, dijo. Y volvió a mirarlo a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante.
         —Entonces, no estás celoso. En cierto modo, sí —dijo José—. Pero no es como tú dices.
         Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, secándose la garganta con el trapo.
         —¿Entonces? —dijo la mujer.
         —Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso —dijo José.
         —¿Qué? —dijo la mujer.
         —Eso de irte con un hombre distinto todos los días —dijo José.
         —¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? —dijo la mujer.
         —Para que no se fuera, no —dijo José—. Lo mataría porque se fuera contigo.
         —Es lo mismo —dijo la mujer.
         La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja, suave, fascinada. Tenía la cara casi al rostro saludable y pacífico del hombre, que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.
         —Todo eso es verdad —dijo José.
         —Entonces —dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del hombre. Con la otra mano arrojó la colilla—. Entonces, ¿tú eres capaz de matar a un hombre?
         —Por lo que te dije, sí —dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.
         La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.
         —¡Qué horror!, José. ¡Qué horror! —dijo, todavía riendo—. José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón, que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando encuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué horror, José! ¡Me das miedo!
         José estaba confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez, cuando la mujer se echó a reír, se sintió defraudado.
         —Estás borracha, tonta —dijo—. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer nada.
         Pero la mujer, ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin extraer nada de ella. Lo vio moverse después hacia el extremo opuesto del mostrador. Lo vio frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces la mujer habló de nuevo, con el tono enternecedor y suave de cuando dijo:
         —¿Es verdad que me quieres, Pepillo? José —dijo. El hombre no la miró.
         —¡José!
         —Vete a dormir —dijo José—. Y métete un baño antes de acostarte para que se te serene la borrachera.
         —En serio, José —dijo la mujer—. No estoy borracha.
         —Entonces te has vuelto bruta —dijo José.
         —Ven acá, tengo que hablar contigo —dijo la mujer.
         El hombre se acercó tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.
         —¡Acércate!
         El hombre volvió a pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente ternura.
         —Repíteme lo que me dijiste al principio —dijo.
         —¿Qué? —dijo José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada asido por el cabello.
         —Que matarías a un hombre que se acostara conmigo —dijo la mujer.
         —Mataría a un hombre que se hubiera acostado contigo, reina. Es verdad —dijo José.
         La mujer lo soltó.
         —¿Entonces me defenderías si yo lo matara? —dijo, afirmativamente, empujando con un movimiento de brutal coquetería la enorme cabeza de cerdo de José.
         El hombre no respondió nada; sonrió.
         —Contéstame, José —dijo la mujer—. ¿Me defenderías si yo lo matara?
         —Eso depende —dijo José—. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.
         —A nadie le cree más la policía que a ti —dijo la mujer.
         José sonrió, digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima del mostrador.
         —Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira —dijo.
         —No se saca nada con eso —dijo José.
         —Por lo mismo —dijo la mujer—. La policía lo sabe y te cree cualquier cosa sin preguntártelo dos veces.
         José se puso a dar golpecitos en el mostrador, frente a ella, sin saber qué decir. La mujer miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de su voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros parroquianos.
         —¿Por mí dirías una mentira, José? —dijo—. En serio.
         Y entonces José se volvió a mirarla, bruscamente, a fondo, como si una idea tremenda se le hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un oído, giró por un momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando apenas un cálido vestigio de pavor.
         —¿En qué lío te has metido, reina? —dijo José.
         Se inclinó hacia adelante, los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer sintió el vaho fuerte y un poco amoniacal de su respiración, que se hacía difícil por la presión que ejercía el mostrador contra el estómago del hombre.
         —Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? —dijo.
         La mujer hizo girar la cabeza hacia el otro lado.
         —En nada —dijo—. Sólo estaba hablando por entretenerme.
         Luego volvió a mirarlo.
         —¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?
         —Nunca he pensado matar a nadie —dijo José desconcertado.
         —No, hombre —dijo la mujer—. Digo que a nadie que se acueste conmigo.
         —¡Ah! —dijo José—. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.
         —Gracias, José —dijo la mujer—. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.
         —Ya vuelves a enredar las cosas —dijo José.
         Empezaba a parecer impaciente.
         —No enredo nada —dijo la mujer.
         Se estiró en el asiento y José vio sus senos aplanados y tristes debajo del corpiño.
         —Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca.  Te prometo que no volveré a acostarme con nadie.
         —¿Y de dónde te salió esa fiebre? —dijo José.
         —Lo resolví hace un rato —dijo la mujer—. Sólo hace un momento me di cuenta de que eso es una porquería.
         José agarró otra vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin mirarla. Dijo:
         —Claro que como tú lo haces es una porquería. Hace tiempo que debiste darte cuenta.
         —Hace tiempo me estaba dando cuenta —dijo la mujer—. Pero sólo hace un rato acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres.
         José sonrió. Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dorado por una prematura harina otoñal.
         —¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado con ella?
         —No hay para qué ir tan lejos —dijo José, conmovido, con un hilo de lástima en la voz.
         —¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, por qué se acuerda que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?
         —Eso pasa, reina —dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el mostrador—. No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.
         Pero la mujer seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta, apasionada.
         —¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a...?
         —Eso no lo hace ningún hombre decente —dijo José.
         —¿Pero, y si lo hace? —dijo la mujer, con exasperante ansiedad—. ¿Si el hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con toda eso es dándole una cuchillada por debajo?
         —Esto es una barbaridad —dijo José—. Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú dices.
         —Bueno —dijo la mujer, ahora completamente exasperada—. ¿Y si lo hace? Suponte que lo hace.
         —De todos modos no es para tanto —dijo José. Seguía limpiando el mostrador, sin cambiar de lugar, ahora menos atento a la conversación.
         La mujer golpeó el vidrio con los nudillos. Se volvió afirmativa, enfática.
         —Eres un salvaje, José —dijo—. No entiendes nada.
         Lo agarró con fuerza por la manga.
         —Anda, di que sí debía matarlo la mujer.
         —Está bien —dijo José, con un sesgo conciliatorio—. Todo será como tú dices.
         —¿Eso no es defensa propia? —dijo la mujer, sacudiéndole por la manga.
         José le echó entonces una mirada tibia y complaciente. “Casi, casi”, dijo. Y le guiñó un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso compromiso de complicidad. Pero la mujer siguió seria; lo soltó.
         —¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso? —dijo.
         —Depende —dijo José.
         —¿Depende de qué? —dijo la mujer.
         —Depende de la mujer —dijo José.
         —Suponte que es una mujer que quieres mucho —dijo la mujer—. No para estar con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.
         —Bueno, como tú quieras, reina —dijo José, laxo, fastidiado.
         Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media. Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana. La mujer permanecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza los movimientos del hombre. Viéndolo, como podría ver un hombre una lámpara que ha empezado a apagarse. De pronto, sin reaccionar, habló de nuevo, con la voz untuosa de mansedumbre.
         —¡José!
         El hombre la miró con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No la miró para escucharla, apenas para verla, para saber que estaba ahí, esperando una mirada que no tenía por qué ser de protección o de solidaridad. Apenas una mirada de juguete.
         —Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada —dijo la mujer.
         —Si —dijo José—. Lo que no me has dicho es para donde.
         —Por ahí —dijo la mujer—. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con una.
         José volvió a sonreír.
         —¿En serio te vas? —preguntó, como dándose cuenta de la vida, modificando repentinamente la expresión del rostro.
         —Eso depende de ti —dijo la mujer—. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?
         José hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer se inclinó hacia donde él estaba.
         —Si algún día vuelvo por aquí, me pondré celosa cuando encuentre otra mujer hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.
         —Si vuelves por aquí debes traerme algo —dijo José.
         —Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo —dijo la mujer.
         José sonrió y pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la mujer, como si estuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también sonrió, ahora con un gesto de cordialidad y coquetería. Luego el hombre se alejó, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.
         —¿Qué? —dijo José, sin mirarla.
         —¿Verdad que a cualquiera que te pregunta a qué hora vine le dirás que a un cuarto para las seis? —dijo la mujer.
         —¿Para qué? —dijo José, todavía sin mirarla y ahora como si apenas la hubiera oído.
         —Eso no importa —dijo la mujer—. La cosa es que lo hagas.
         José vio entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punta.
         —Está bien, reina —dijo distraídamente—. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como tú quieras.
         —Bueno —dijo la mujer—. Entonces, prepárame el bistec.
         El hombre se dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la mesa. Luego encendió la estufa.
         —Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina —dijo.
         —Gracias, Pepillo —dijo la mujer.
         Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta al lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada hasta cuando volvió a levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea. Entonces vio al hombre que estaba junto a la estufa, iluminado por el alegre fuego ascendente.
         —Pepillo. Ah. ¿En qué piensas? —dijo la mujer.
         —Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda —dijo José.
         —Claro que sí —dijo la mujer—. Pero lo que quiero que me digas es si me darás toda lo que te pidiera de despedida.
         José la miró desde la estufa.
         —¿Hasta cuándo te lo voy a decir? —dijo—. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?
         —Sí —dijo la mujer.
         —¿Qué? —dijo José.
         —Quiero otro cuarto de hora.
         José echó el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y finalmente a la carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.
         —En serio que no entiendo, reina —dijo.
         —No seas tonto, José —dijo la mujer—. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y media.

El gato bajo la lluvia- Ernest Hemingway


Sólo dos americanos había en aquel hotel. No conocían a ninguna de las
personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus
habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al
monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y
verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su
caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes
colores de los hoteles situados frente al mar.
Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra,
hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba
por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas
se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para
regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron
de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un
café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.
La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la
derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes.
Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que
caían a los lados de su refugio.
–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.
–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.
–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no
mojarse ¡Pobrecito!
El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.
–No te mojes –le advirtió.
La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia
cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al
fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.
–Il piove –expresó la americana.
El dueño del hotel le resultaba simpático.
–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.
Se quedó detrás
Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la
mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier
queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su
Ernest Miller Hemingway
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papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos
grandes.
Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La
lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza
vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez
pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas
se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada,
sin duda, por el hotelero.
–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.
Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó
por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la
ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se
había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con
curiosidad.
–Ha perduto qualque cosa, signora?
–Había un gato aquí –contestó la americana.
–¿Un gato?
–Sí il gatto.
– ¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír– ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?
–Sí; se había refugiado en el banco –y después–: ¡Oh! ¡Me gustaba tanto!
Quería tener un gatito.
Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.
–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.
–Me lo imagino –dijo la extranjera.
Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la
puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la
oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una
rara sensación. Il padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez,
importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de
subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía
leyendo en la cama.
– ¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.
–Se fue.
– ¿Y dónde puede haberse ido? –preguntó él, abandonando la lectura.
Ernest Miller Hemingway
pág. 22
La mujer se sentó en la cama.
– ¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba. No debe
resultar agradable ser un pobre gatito bajo la lluvia.
George se puso a leer de nuevo.
Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el
espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del
otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.
– ¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó,
volviendo a mirarse de perfil.
George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rasurada como la de
un muchacho.
–A mí me gusta como está.
– ¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer
siempre un muchacho.
George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de
encima desde que ella empezó a hablar.
– ¡Caramba! Si estás muy bonita – dijo.
La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la
ventana. Anochecía ya.
–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy
cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también
quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando
yo lo acariciara.
– ¿Sí? –dijo George.
–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y
quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener
un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.
– ¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su
lectura.
Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a
través de las palmeras.
–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato.
Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos
necesito un gato.
Ernest Miller Hemingway
pág. 23
George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella
vio que la luz se había encendido en la plaza.
Alguien llamó a la puerta.
–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro.
En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato color carey que
pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.
–Con permiso –dijo la muchacha– il padrone me encargó que trajera esto
para la signora.
FIN

La dama del perrito - Antón Chéjov


(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)


LA DAMA DEL PERRITO
I
      CORRIÓ LA VOZ de que por el malecón se había visto pasear a un nuevo personaje: La dama del perrito.
      Dmitrii Dmitrich Gurov, residente en Yalta hacía dos semanas y habituado ya a aquella vida, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Desde el pabellón Verne, en que solía sentarse, veía pasar a una dama joven, de mediana estatura, rubia y tocada con una boina. Tras ella corría un blanco lulú.
      Después, varias veces al día, se la encontraba en el parque y en los jardinillos públicos. Paseaba sola, llevaba siempre la misma boina y se acompañaba del blanco lulú. Nadie sabía quién era y todos la llamaban La dama del perrito.
      “Si está aquí sin marido y sin amigos, no estaría mal trabar conocimiento con ella”, pensó Gurov.
      Éste no había cumplido todavía los cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos colegiales. Se había casado muy joven, cuando aún era estudiante de segundo año, y ahora su esposa parecía dos veces mayor que él. Era ésta una mujer alta, de oscuras cejas, porte rígido, importante y grave y se llamaba a sí misma intelectual. Leía mucho, no escribía cartas y llamaba a su marido Dimitrii, en lugar de Dmitrii. Él, por su parte, la consideraba de corta inteligencia, estrecha de miras y falta de gracia, por lo que, temiéndola, no le agradaba permanecer en el hogar. Hacía mucho tiempo que había empezado a engañarla con frecuencia, siendo sin duda ésta la causa de que casi siempre hablara mal de las mujeres. Cuando en su presencia se aludía a ellas, exclamaba:
      —¡Raza inferior!
      Considerábase con la suficiente amarga experiencia para aplicarles este calificativo, no obstante lo cual, sin esta raza inferior no podía vivir ni dos días seguidos. Con los hombres se aburría, se mostraba frío y poco locuaz; y, en cambio, en compañía de mujeres se sentía despreocupado. Ante ellas sabía de qué hablar y cómo proceder, y hasta el permanecer silencioso a su lado le resultaba fácil. Su exterior, su carácter, estaba dotado de un algo imperceptible, pero atrayente para las mujeres. Él lo sabía, y a su vez se sentía llevado hacia ellas por una fuerza desconocida.
      La experiencia, una amarga experiencia, en efecto, le había demostrado hacía mucho tiempo que todas esas relaciones que al principio tan gratamente amenizan la vida, presentándose como aventuras fáciles y agradables, se convierten siempre para las personas serias, principalmente para los moscovitas, indecisos y poco dinámicos, en un problema extremadamente complicado, con lo que la situación acaba haciéndose penosa. Sin embargo, a pesar de ello, a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, la experiencia, resbalando de su memoria, se deslizaba no se sabía hacia dónde. Quería uno vivir, y ¡todo parecía tan sencillo y tan divertido!
      Así, pues, hallábase un día al atardecer comiendo en el jardín, cuando la dama de la boina, tras acercarse con paso reposado, fue a ocupar la mesa vecina. Su expresión, su manera de andar, su vestido, su peinado, todo revelaba que pertenecía a la buena sociedad, que era casada, que venía a Yalta por primera vez, que estaba sola y que se aburría.
      Los chismes sucios sobre la moral de la localidad encerraban mucha mentira. Él aborrecía aquellos chismes; sabía que, la mayoría de ellos, habían sido inventados por personas que hubieran prevaricado gustosas de haber sabido hacerlo; pero, sin embargo, cuando aquella dama fue a sentarse a tres pasos de él, a la mesa vecina, todos esos chismes acudieron a su memoria: fáciles conquistas., excursiones por la montaña. Y el pensamiento tentador de una rápida y pasajera novela junto a una mujer de nombre y apellido desconocidos se apoderó de él. Con un ademán cariñoso llamó al lulú, y cuando lo tuvo cerca lo amenazó con el dedo. El lulú gruñó, y Gurov volvió a amenazarle. La dama le lanzó una ojeada, bajando la vista en el acto.
      —No muerde —dijo enrojeciendo.
      —¿Puedo darle un hueso?
      Ella movió la cabeza en señal de asentimiento.
      —¿Hace mucho que ha llegado? —siguió preguntando Gurov en tono afable.
      —Unos cinco días.
      —Yo llevo aquí ya casi dos semanas.
      —El tiempo pasa de prisa y, sin embargo, se aburre uno aquí —dijo ella sin mirarle.
      —Suele decirse, en efecto, que esto es aburrido. En su casa de cualquier pueblo., de un Beleb o de un Jisdra., no se aburre uno, y se llega aquí y se empieza a decir enseguida: “¡Ah, qué aburrido! ¡Ah, qué polvo!.” ¡Enteramente como si viniera uno de Granada!
      Ella se echó a reír. Luego ambos siguieron comiendo en silencio, como dos desconocidos; pero después de la comida salieron juntos y entablaron una de esas charlas ligeras, en tono de broma, propia de las personas libres, satisfechas, a quienes da igual adónde ir y de qué hablar. Paseando comentaban el singular tono de luz que iluminaba el mar: tenía el agua un colorido lila, y una raya dorada que partía de la luna corría sobre ella. Hablaban de que la atmósfera, tras el día caluroso, era sofocante. Gurov le contaba que era moscovita y por sus estudios, filólogo, pero que trabajaba en un banco. Hubo un tiempo en el que pensó cantar en la ópera, pero lo dejó. Tenía dos casas en Moscú. De ella supo que se había criado en Petersburgo, casándose después en la ciudad de S., donde residía hacía dos años, y que estaría todavía un mes en Yalta, adonde quizá vendría a buscarla su marido, que también quería descansar. En cuanto a en qué consistía el trabajo de éste, no sabía explicarlo, cosa que la hacía reír. También supo Gurov que se llamaba Anna Sergueevna.
      Después, en su habitación, continuó pensando en ella y en que al otro día seguramente volvería a encontrarla. Y así había de ser. Mientras se acostaba repasó en su memoria que aquella joven dama aún hacía poco estaba estudiando en un pensionado, como ahora estudiaba su hija. Recordó la falta de aplomo que había todavía en su risa cuando conversaba con un desconocido. Era ésta seguramente la primera vez en que se veía envuelta en aquel ambiente.: perseguida, contemplada con un fin secreto que no podía dejar de adivinar. Recordó su fino y débil cuello, sus bonitos ojos de color gris.
      “Hay algo en ella que inspira lástima”, pensaba al quedarse dormido.
II
      Ya hacía una semana que la conocía. Era día de fiesta. En las habitaciones había una atmósfera sofocante, y por las calles el viento, arrebatando sombreros, levantaba remolinos de polvo. La sed era constante, y Gurov entraba frecuentemente en el pabellón, tan pronto en busca de jarabe como de helados con que obsequiar a Anna Sergueevna. No sabía uno dónde meterse. Al anochecer, cuando se calmó el viento, fueron al muelle a presenciar la llegada del vapor. El embarcadero estaba lleno de paseantes y de gentes con ramos en las manos que acudían allí para recibir a alguien. Dos particularidades del abigarrado gentío de Yalta aparecían sobresalientes: que las damas de edad madura vestían como las jóvenes y que había gran número de generales. Por estar el mar agitado, el vapor llegó con retraso, cuando ya el sol se había puesto, permaneciendo largo rato dando vueltas antes de ser amarrado en el muelle.
      Anna Sergueevna miraba al vapor y a los pasajeros a través de sus impertinentes, como buscando algún conocido, y al dirigirse a Gurov le brillaban los ojos. Charlaba sin cesar y hacía breves preguntas, olvidándose en el acto de lo que había preguntado. Luego extravió los impertinentes entre la muchedumbre. Ésta, compuesta de gentes bien vestidas, empezó a dispersarse; ya no podían distinguirse los rostros. El viento había cesado por completo.
      Gurov y Anna Sergueevna continuaban de pie, como esperando a que alguien más bajara del vapor. Anna Sergueevna no decía ya nada, y sin mirar a Gurov aspiraba el perfume de las flores.
      —El tiempo ha mejorado mucho —dijo éste—. ¿A dónde vamos ahora? ¿Y si nos fuéramos a alguna parte?
      Ella no contestó nada.
      Él entonces la miró fijamente y de pronto la abrazó y la besó en los labios, percibiendo el olor y la humedad de las flores; pero enseguida miró asustado a su alrededor para cerciorarse de que nadie les había visto.
      —Vamos a su hotel —dijo en voz baja.
      Y ambos se pusieron en marcha rápidamente.
      El ambiente de la habitación era sofocante y olía al perfume comprado por ella en la tienda japonesa. Gurov, mirándola, pensaba en cuantas mujeres había conocido en la vida. Del pasado guardaba el recuerdo de algunas inconscientes, benévolas, agradecidas a la felicidad que les daba, aunque ésta fuera efímera; de otras, como, por ejemplo, su mujer, cuya conversación era excesiva, recordaba su amor insincero, afectado, histérico., que no parecía amor ni pasión, sino algo mucho más importante. Recordaba también a dos o tres bellas, muy bellas y frías, por cuyos rostros pasaba súbitamente una expresión de animal de presa, de astuto deseo de extraer a la vida más de lo que puede dar. Estas mujeres no estaban ya en la primera juventud, eran caprichosas, voluntariosas y poco inteligentes, y su belleza despertaba en Gurov, una vez desilusionado, verdadero aborrecimiento, antojándosele escamas los encajes de sus vestidos.
      Aquí, en cambio, existía una falta de valor, la falta de experiencia propia de la juventud, tal sensación de azoramiento que le hacía a uno sentirse desconcertado, como si alguien de repente hubiera llamado a la puerta. Anna Sergueevna, la dama del perrito, tomaba aquello con especial seriedad, considerándolo como una caída, lo cual era singular e inadecuado. Como la pecadora de un cuadro antiguo, permanecía pensativa, en actitud desconsolada.
      —¡Esto está muy mal —dijo—, y usted será el primero en no estimarme!
      Sobre la mesa había una sandía, de la que Gurov se cortó una loncha, que empezó a comerse despacio. Una media hora, por lo menos, transcurrió en silencio. Anna Sergueevna presentaba el aspecto conmovedor, ingenuo y honrado de la mujer sin experiencia de la vida. Una vela solitaria colocada encima de la mesa apenas iluminaba su rostro; pero, sin embargo, veíase su sufrimiento.
      —¿Por qué voy a dejar de estimarte? —preguntó Gurov—. No sabes lo que dices.
      —¡Que Dios me perdone!. —dijo ella, y sus ojos se arrasaron en lágrimas—. ¡Esto es terrible!
      —Parece que te estás excusando.
      —¡Excusarme!. ¡Soy una mala y ruin mujer! ¡Me aborrezco a mí misma! ¡No es a mi marido a quien he engañado.; he engañado a mi propio ser! ¡Y no solamente ahora., sino hace ya tiempo! ¡Mi marido es bueno y honrado, pero. un lacayo! ¡No sé qué hace ni en qué trabaja, pero sí sé que es un lacayo! ¡Cuando me casé con él tenía veinte años! ¡Después de casada, me torturaba la curiosidad por todo! ¡Deseaba algo mejor! ¡Quería otra vida! ¡Deseaba vivir! ¡Aquella curiosidad me abrasaba! ¡Usted no podrá comprenderlo, pero juro ante Dios que ya era incapaz de dominarme! ¡Algo pasaba dentro de mí que me hizo decir a mi marido que me encontraba mal y venirme! ¡Aquí, al principio, iba de un lado para otro, como presa de locura., y ahora soy una mujer vulgar., mala., a la que todos pueden despreciar!
      A Gurov le aburría escucharla. Le molestaba aquel tono ingenuo, aquel arrepentimiento tan inesperado e impropio. Si no hubiera sido por las lágrimas que llenaban sus ojos, podía haber pensado que bromeaba o que estaba representando un papel dramático.
      —No comprendo —dijo lentamente—. ¿Qué es lo que quieres?
      Ella ocultó el rostro en su pecho y contestó:
      —¡Créame!. ¡Créame se lo suplico! ¡Amo la vida honesta y limpia y el pecado me parece repugnante! ¡Yo misma no comprendo mi conducta! ¡La gente sencilla dice: “¡Culpa del maligno!”, y eso mismo digo yo! ¡Culpa del maligno!
      —Bueno, bueno —masculló él.
      Luego miró sus ojos, inmóviles y asustados, la besó y comenzó a hablarle despacio, en tono cariñoso, y tranquilizándose ella, la alegría volvió a sus ojos y ambos rieron otra vez. Después se fueron a pasear por el malecón, que estaba desierto. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto muerto; pero el mar rugía al chocar contra la orilla. Sólo un vaporcillo, sobre el que oscilaba la luz de un farolito, se mecía sobre las olas. Encontraron un isvoschick y se fueron a Oranda.
      —Ahora mismo acabo de enterarme de tu apellido en la portería. En la lista del hotel está escrito este nombre: “Von Dideritz” —dijo Gurov—. ¿Es alemán tu marido?
      “No; pero, según parece, lo fue su abuelo. Él es ortodoxo”.
      En Oranda estuvieron un rato sentados en un banco, no lejos de la iglesia, silenciosos y mirando el mar, a sus pies. Apenas era visible Yalta en la bruma matinal. Sobre la cima de las montañas había blancas nubes inmóviles, nada agitaba el follaje de los árboles, oíase el canto de la chicharra y de abajo llegaba el ruido del mar hablando de paz y de ese sueño eterno que a todos nos espera. El mismo ruido haría el mar allá abajo, cuando aún no existían ni Yalta ni Oranda.; el mismo ruido indiferente seguirá haciendo cuando ya no existamos nosotros. Y esta permanencia, esta completa indiferencia hacia la vida y la muerte en cada uno de nosotros constituye la base de nuestra eterna salvación, del incesante movimiento de la vida en la tierra, del incesante perfeccionamiento. Sentado junto a aquella joven mujer, tan bella en la hora matinal, tranquilo y hechizado por aquel ambiente de cuento de hadas, de mar, de montañas, de nubes y de ancho cielo. Gurov pensaba en que, bien considerado, todo en el mundo era maravilloso. ¡Y todo lo era en efecto., excepto lo que nosotros pensamos y hacemos cuando nos olvidamos del alto destino de nuestro ser y de la propia dignidad humana!
      Un hombre, seguramente el guarda, se acercó a ellos. Les miró y se fue, pareciéndole este detalle también bello y misterioso. Iluminado por la aurora y con las luces ya apagadas, vieron llegar el barco de Feodosia.
      —La hierba está llena de rocío —dijo Anna Sergueevna después de un rato de silencio.
      —Sí. Ya es hora de volver.
      Regresaron a la ciudad.
      Después, cada mediodía, siguieron encontrándose en el malecón. Almorzaban juntos, comían, paseaban y se entusiasmaban con la contemplación del mar. Ella observaba que dormía mal y que su corazón palpitaba intranquilo. Le hacía las mismas preguntas, tan pronto excitadas por los celos como por el miedo de que él no la estimara suficientemente. Él, a menudo, en el parque o en los jardinillos, cuando no había nadie cerca, la abrazaba de pronto apasionadamente. Aquella completa ociosidad, aquellos besos en pleno día, llenos del temor de ser vistos, el calor, el olor a mar y el perpetuo vaivén de gentes satisfechas, ociosas, ricamente vestidas, parecían haber transformado a Gurov. Éste llamaba a Anna Sergueevna bonita y encantadora, se apasionaba, no se separaba ni un paso de ella; que, en cambio, solía quedar pensativa, pidiéndole que le confesara que no la quería y que sólo la consideraba una mujer vulgar. Casi todos los atardeceres se marchaban a algún sitio de las afueras, a Oranda o a contemplar alguna catarata. Estos paseos resultaban gratos, y las impresiones recibidas en ellos, siempre prodigiosas y grandes.
      Se esperaba la llegada del marido. Un día, sin embargo, recibióse una carta en la que éste se quejaba de un dolor en los ojos, suplicando a su mujer que regresara pronto a su casa. Anna Sergueevna aceleró los preparativos de marcha.
      —En efecto, es mejor que me vaya —dijo a Gurov—. ¡Así lo dispone el destino!
      Acompañada por él y en coche de caballos, emprendió el viaje, que duró el día entero. Una vez en el vagón del rápido y al sonar la segunda campanada, dijo:
      —¡Déjeme que lo mire otra vez! ¡Otra vez! ¡Así!
      No lloraba, pero estaba triste; parecía enferma y había un temblor en su rostro.
      —¡Pensaré en usted! —decía—. ¡Lo recordaré! ¡Quede con Dios! ¡Guarde una buena memoria de mí! ¡Nos despedimos para siempre! ¡Es necesario que así sea! ¡No deberíamos habernos encontrado nunca! ¡No! ¡Quede con Dios!
      El tren partió veloz, desaparecieron sus luces y un minuto después extinguíase el ruido de sus ruedas, como si todo estuviera ordenado a que aquella dulce enajenación, aquella locura, cesaran más de prisa. Solo en el andén, con la sensación del hombre que acaba de despertar, Gurov fijaba los ojos en la lejanía, escuchando el canto de la chicharra y la vibración de los hilos telegráficos. Pensaba que en su vida había ahora un éxito, una aventura más, ya terminada, de la que no quedaría más que el recuerdo. Se sentía conmovido, triste y un poco arrepentido. Esta joven mujer, a la que no volvería a ver, no había sido feliz a su lado. Siempre se había mostrado con ella afable y afectuoso; pero, a pesar de tal proceder, su tono y su mismo cariño traslucían una ligera sombra de mofa, la brutal superioridad del hombre feliz, de edad casi doble. Ella lo calificaba constantemente de bueno, de extraordinario, de elevado. Lo consideraba sin duda como no era, lo cual significaba que la había engañado sin querer. En la estación comenzaba a oler a otoño y el aire del anochecer era fresco.
      “¡Ya es hora de marcharse al Norte! —pensaba Gurov al abandonar el andén—. ¡Ya es hora!”
III
      En su casa de Moscú todo había adquirido aspecto invernal: el fuego ardía en las estufas y el cielo, por las mañanas, estaba tan oscuro que el aya, mientras los niños, disponiéndose para ir al colegio, tomaban el té, encendía la luz. Caían las primeras heladas. ¡Es tan grato en el primer día de nieve ir por primera vez en trineo!. ¡Contemplar la tierra blanca, los tejados blancos! ¡Aspirar el aire sosegadamente, en tanto que a la memoria acude el recuerdo de los años de adolescencia!. Los viejos tilos, los abedules, tienen bajo su blanca cubierta de escarcha una expresión bondadosa. Están más cercanos al corazón que los cipreses y las palmeras, y en su proximidad no quiere uno pensar ya en el mar ni en las montañas.
      Gurov era moscovita. Regresó a Moscú en un buen día de helada y cuando, tras ponerse la pelliza y los guantes de invierno, se fue a pasear por Petrovka1, así como cuando el sábado, al anochecer, escuchó el sonido de las campanas, aquellos lugares visitados por él durante su reciente viaje perdieron a sus ojos todo encanto. Poco a poco comenzó a sumergirse otra vez en la vida moscovita. Leía ya ávidamente tres periódicos diarios (no los de Moscú, que decía no leer por una cuestión de principio), le atraían los restaurantes, los casinos, las comidas, las jubilaciones.; le halagaba frecuentaran su casa abogados y artistas de fama, jugar a las cartas en el círculo de los médicos con algún eminente profesor y comerse una ración entera de selianka. Un mes transcurriría y el recuerdo de Anna Sergueevna se llenaría de bruma en su memoria (así al menos se lo figuraba), y sólo de vez en vez volvería a verla en sueños, con su sonrisa conmovedora, como veía a las otras.
      Más de un mes transcurrió, sin embargo; llegó el rigor del invierno y en su recuerdo permanecía todo tan claro como si sólo la víspera se hubiera separado de Anna Sergueevna. Este recuerdo se hacía más vivo cuando, por ejemplo, en la quietud del anochecer llegaban hasta su despacho las voces de sus niños estudiando sus lecciones, al oír cantar una romanza, cuando percibía el sonido del órgano del restaurante o aullaba la ventisca en la chimenea. Todo entonces resucitaba de pronto en su memoria: la escena del muelle, la mañana temprana, las montañas neblinosas, el vapor de Feodosia, los besos. Recordándolo y sonriendo paseaba largo rato por su habitación, y el recuerdo se hacía luego ensueño, se mezclaba en su mente con imágenes del futuro. Ya no soñaba con Anna Sergueevna. Era ella misma la que le seguía a todas partes como una sombra. Cerraba los ojos y la veía cual viva, más bella, más joven, más tierna y afectuosa de lo que era en realidad. También él se creía mejor de lo que era en Yalta. Durante el anochecer, ella lo miraba desde la librería, desde la chimenea, desde un rincón. Percibía su aliento y el suave roce de su vestido. Por la calle, su vista seguía a todas las mujeres, buscando entre ellas alguna que se le pareciera.
      El fuerte deseo de comunicar a alguien su recuerdo comenzaba a oprimirle, pero en su casa no podía hablar de aquel amor, y fuera de ella no tenía con quien expansionarse. No podía hablar de ella con los vecinos ni en el banco. ¿Encerraban algo bello, poético, aleccionador, o simplemente interesante sus sentimientos hacia Anna Sergueevna?. Tenía que limitarse a hablar abstractamente del amor y de las mujeres; pero de manera que nadie pudiera adivinar cuál era su caso, y tan sólo la esposa, alzando las oscuras cejas, solía decirle:
      —¡Dimitrii! ¡El papel de fatuo no te va nada bien!
      Una noche, al salir del círculo médico con su compañero de partida, el funcionario, no pudiendo contenerse, dijo a éste:
      —¡Si supiera usted qué mujer más encantadora conocí en Yalta!
      El funcionario, tras acomodarse en el asiento del trineo, que emprendió la marcha, volvió de repente la cabeza y gritó:
      —¡Dmitrii Dmitrich!
      —¿Qué?
      —¡Tenía usted razón antes! ¡El esturión no estaba del todo fresco!
      Tan sencillas palabras, sin saber por qué, indignaron a Gurov. Se le antojaban sucias y mezquinas. ¡Qué costumbres salvajes aquellas! ¡Qué gentes! ¡Qué veladas necias! ¡Qué días anodinos y desprovistos de interés! ¡Todo se reducía a un loco jugar a los naipes, a gula, a borracheras, a charlas incesantes sobre las mismas cosas! El negocio innecesario, la conversación sobre repetidos temas absorbía la mayor parte del tiempo y las mejores energías, resultando al fin de todo ello una vida absurda, disforme y sin alas, de la que no era posible huir, escapar, como si se estuviera preso en una casa de locos o en un correccional.
      Lleno de indignación, Gurov no pudo pegar los ojos en toda la noche, y el día siguiente lo pasó con dolor de cabeza. Las noches sucesivas durmió también mal y hubo de permanecer sentado en la cama o de pasear a grandes pasos por la habitación. Se aburría con los niños, en el banco, y no tenía gana de ir a ninguna parte ni de hablar de nada.
      En diciembre, al llegar las fiestas, hizo sus preparativos de viaje, y diciendo a su esposa que, con motivo de unas gestiones en favor de cierto joven, se veía obligado a ir a Petersburgo, salió para la ciudad de S. Él mismo no sabía lo que hacía. Quería solamente ver a Anna Sergueevna, hablar con ella, organizar una entrevista si era posible.
      Llegó a S. por la mañana, ocupando en la fonda una habitación, la mejor, con el suelo alfombrado de paño. Sobre la mesa, y gris de polvo, había un tintero que representaba a un jinete sin cabeza, cuyo brazo levantado sostenía un sombrero. Del portero obtuvo la necesaria información. Los von Dideritz vivían en la calle Staro—Goncharnaia, en casa propia, no lejos de la fonda. Llevaban una vida acomodada y lujosa, tenían caballos de su propiedad y en la ciudad todo el mundo los conocía.
      —Dridiritz —pronunciaba el portero.
      Gurov se encaminó a paso lento hacia la calle Staro-Goncharnaia en busca de la casa mencionada. Precisamente frente a ésta se extendía una larga cerca gris guarnecida de clavos.
      “¡A cualquiera le darían ganas de huir de esta cerca!”, pensó Gurov mirando tan pronto a ésta como a las ventanas. “Hoy es día festivo” seguía cavilando, “y el marido estará en casa seguramente. De todas maneras sería falta de tacto entrar. Una nota pudiera caer en manos del marido y estropearlo todo. Lo mejor será buscar una ocasión.”
      Y continuaba paseando por la calle y esperando junto a la cerca aquella ocasión. Desde allí vio cómo un mendigo que atravesaba la puerta cochera era atacado por los perros. Más tarde, una hora después, oyó tocar el piano. Sus sonidos llegaban hasta él, débiles y confusos. Sin duda era Anna Sergueevna la que tocaba. De pronto se abrió la puerta principal dando paso a una viejecita, tras de la que corría el blanco y conocido lulú. Gurov quiso llamar al perro, pero se lo impidieron unas súbitas palpitaciones y el no poder recordar el nombre del lulú.
      Siempre paseando, su aborrecimiento por la cerca gris crecía y crecía, y ya excitado, pensaba que Anna Sergueevna se había olvidado de él y se divertía con otro, cosa sumamente natural en una mujer joven, obligada a contemplar de la mañana a la noche aquella maldita cerca. Volviendo a su habitación de la fonda, se sentó en el diván, en el que permaneció largo rato sin saber qué hacer. Después comió y pasó mucho tiempo durmiendo.
      “¡Qué necio e intranquilizador es todo esto!” pensó cuando al despertarse fijó la vista en las oscuras ventanas por las que entraba la noche. “Tampoco sé por qué me he dormido ahora. ¿Cómo voy a dormir luego?”
      Después, sentado en la cama y arropándose en una manta barata de color gris, semejante a las usadas en los hospitales, decía enojado, burlándose de sí mismo:
      “¡Toma dama del perrito!. ¡Toma aventura!. ¡Aquí te estás sentado!”
      De pronto pensó en que todavía, por la mañana, en la estación, le había saltado a la vista un cartel con el anuncio en grandes letras de la representación de Geisha. Recordándolo, se dirigió al teatro.
      “Es muy probable que vaya a los estrenos”, se dijo.
      El teatro estaba lleno. En él, como ocurre generalmente en los teatros de provincia, una niebla llenaba la parte alta de la sala, sobre la araña; el paraíso se agitaba ruidosamente, y en primera fila, antes de empezar el espectáculo, veíase de pie y con las manos a la espalda a los petimetres del lugar. En el palco del gobernador y en el sitio principal, con un boa al cuello, estaba sentada la hija de aquél, que se ocultaba tímidamente tras la cortina, y de la que sólo eran visibles las manos. El telón se movía y la orquesta pasó largo rato afinando sus instrumentos. Los ojos de Gurov buscaban ansiosamente, sin cesar, entre el público que ocupaba sus sitios. Anna Sergueevna entró también. Al verla tomar asiento en la tercera fila, el corazón de Gurov se encogió, pues comprendía claramente que no existía ahora para él un ser más próximo, querido e importante. Aquella pequeña mujer en la que nada llamaba la atención, con sus vulgares impertinentes en la mano, perdida en el gentío provinciano, llenaba ahora toda su vida, era su tormento, su alegría, la única felicidad que deseaba. Y bajo los sonidos de los malos violines de una mala orquesta pensaba en su belleza. Pensaba y soñaba.
      Con Anna Sergueevna y tomando asiento a su lado había entrado un joven de patillas cortitas, muy alto y cargado de hombros. Al andar, a cada paso que daba, su cabeza se inclinaba hacia adelante, en un movimiento de perpetuo saludo. Sin duda era éste el marido, al que ella en Yalta, movida por un sentimiento de amargura, había llamado lacayo. En efecto, su larga figura, sus patillas, su calvita, tenían algo de tímido y lacayesco. Su sonrisa era dulce y en su ojal brillaba una docta insignia, que parecía, sin embargo, una chapa de lacayo.
      Durante el primer entreacto el marido salió a fumar, quedando ella sentada en la butaca. Gurov, que también tenía su localidad en el patio de butacas, acercándose a ella le dijo con voz forzada y temblorosa y sonriendo:
      —¡Buenas noches!
      Ella alzó los ojos hacia él y palideció. Después volvió a mirarle, otra vez espantada, como si no pudiera creer lo que veía. Sin duda, luchando consigo misma para no perder el conocimiento, apretaba fuertemente entre las manos el abanico y los impertinentes. Ambos callaban. Ella permanecía sentada. Él, de pie, asustado de aquel azoramiento, no se atrevía a sentarse a su lado. Los violines y la flauta, que estaban siendo afinados por los músicos, empezaron a cantar, pareciéndoles de repente que desde todos los palcos los miraban. He aquí que ella, levantándose súbitamente, se dirigió apresurada hacia la salida. Él la siguió. Y ambos, con paso torpe, atravesaron pasillos y escaleras, tan pronto subiendo como bajando, en tanto que ante sus ojos desfilaban, raudas, gentes con uniformes: unos judiciales, otros correspondientes a instituciones de enseñanza, y todos ornados de insignias. Asimismo desfilaban figuras de damas; el vestuario, repleto de pellizas; mientras el soplo de la corriente les azotaba el rostro con un olor a colillas.
      Gurov, que empezaba a sentir fuertes palpitaciones, pensaba:
      “¡Oh Dios mío! ¿Para qué existirá toda esta gente? ¿Esta orquesta?”
      En aquel momento acudió a su memoria la noche en que había acompañado a Anna Sergueevna a la estación, diciéndose a sí mismo que todo había terminado y que no volverían a verse. ¡Cuán lejos estaban todavía, sin embargo, del fin!
      En una sombría escalera provista del siguiente letrero “Entrada al anfiteatro”, ella se detuvo.
      —¡Qué susto me ha dado usted! —dijo con el aliento entrecortado y aún pálida y aturdida—. ¡Apenas si vivo! ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
      —¡Compréndame, Anna! ¡Compréndame! —dijo él de prisa y a media voz—. ¡Se lo suplico! ¡Vámonos!
      Ella lo miraba con expresión de miedo, de súplica, de amor. Lo miraba fijamente, como si quisiera grabar sus rasgos de un modo profundo en su memoria.
      —¡Sufro tanto! —proseguía sin escucharle—. ¡Durante todo este tiempo sólo he pensado en usted! ¡No he tenido más pensamiento que usted! ¡Quería olvidarle! ¡Oh! ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
      En un descansillo de la escalera, a alguna altura sobre ellos, fumaban dos estudiantes, pero a Gurov le resultaba indiferente. Atrayendo hacia sí a Anna Sergueevna, empezó a besarla en el rostro, en las mejillas, en las manos.
      —¿Qué hace usted? ¿Qué hace? —decía ella rechazándole presa de espanto—. ¡Estamos locos! ¡Márchese hoy mismo! ¡Ahora mismo! ¡Se lo suplico! ¡Por todo cuanto le es sagrado se lo suplico! ¡Oh! ¡Alguien viene! —alguien subía en efecto por la escalera—. ¡Es preciso que se marche! —proseguía Anna Sergueevna en un murmullo—. ¿Lo oye, Dmitrii Dmitrich? ¡Yo iré a verle a Moscú, pero ahora tenemos que despedirnos, amado mío! ¡Despidámonos!
      Estrechándole la mano, empezó a bajar apresuradamente la escalera, pudiendo leerse en sus ojos, cuando volvía la cabeza para mirarle, cuán desgraciada era en efecto.
      Gurov permaneció allí algún tiempo, prestando oído; luego, cuando todo quedó silencioso, recogió su abrigo y se marchó al tren.
IV
      Y Anna Sergueevna empezó a ir a visitarle a Moscú. Cada dos o tres meses, una vez y diciendo a su marido que tenía que consultar al médico, dejaba la ciudad de S. El marido a la vez le creía y no le creía. Una vez en Moscú, se hospedaba en el hotel Slaviaskii Basar, desde donde enviaba enseguida aviso a Gurov. Éste iba a verla, y nadie en Moscú se enteraba. Una mañana de invierno y acompañando a su hija al colegio, por estar éste en su camino, se dirigía como otras veces a verla (su recado no le había encontrado en casa la víspera). Caía una fuerte nevada.
      —Estamos a tres grados sobre cero y nieva —decía Gurov a su hija—. ¡Claro que esta temperatura es sólo la de la superficie de la tierra! ¡En las altas capas atmosféricas es completamente distinta!
      —Papá, ¿por qué no hay truenos en invierno?
      Gurov le explicó también esto. Mientras hablaba pensaba en que nadie sabía ni sabría, seguramente nunca, nada de la cita a la que se dirigía. Había llegado a tener dos vidas: una, clara, que todos veían y conocían, llena de verdad y engaño condicionales, semejante en todo a la de sus amigos y conocidos; otra, que discurría en el misterio. Por una singular coincidencia, tal vez casual, cuanto para él era importante, interesante, indispensable., en todo aquello en que no se engañaba a sí mismo y era sincero., cuanto constituía la médula de su vida, permanecía oculto a los demás, mientras que lo que significaba su mentira, la envoltura exterior en que se escondía, con el fin de esconder la verdad (por ejemplo, su actividad en el banco, las discusiones del círculo sobre la raza inferior, la asistencia a jubilaciones en compañía de su esposa), quedaba de manifiesto. Juzgando a los demás a través de sí mismo, no daba crédito a lo que veía, suponiendo siempre que en cada persona, bajo el manto del misterio como bajo el manto de la noche, se ocultaba la verdadera vida interesante. Toda existencia individual descansa sobre el misterio y quizá es en parte por eso por lo que el hombre culto se afana tan nerviosamente para ver respetado su propio misterio.
      Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Slavianksii Basar. En el piso bajo se despojó de la pelliza y tras subir las escaleras llamó con nudillos a la puerta. Anna Sergueevna, con su vestido gris, el preferido de él, cansada del viaje y de la espera, le aguardaba desde la víspera por la noche. Estaba pálida; en su rostro, al mirarlo, no se dibujó ninguna sonrisa y apenas lo vio entrar se precipitó a su encuentro, como si hiciera dos años que no se hubieran visto.
      —¿Cómo estás? —preguntó él—. ¿Qué hay de nuevo?
      —Espera. Ahora te diré. ¡No puedo!
      No podía hablar, en efecto, porque estaba llorando. Con la espalda vuelta hacia él, se apretaba el pañuelo contra los ojos.
      “La dejaré que llore un poco mientras me siento”, pensó él acomodándose en la butaca.
      Luego llamó al timbre y encargó que trajeran el té. Mientras lo bebía, ella, siempre junto a la ventana, le daba la espalda. Lloraba con llanto nervioso, dolorosamente consciente de lo aflictiva que la vida se había hecho para ambos. ¡Para verse habían de ocultarse, de esconderse como ladrones! ¿No estaban acaso deshechas sus vidas?
      —No llores más —dijo él.
      Para Gurov estaba claro que aquel mutuo amor tardaría en acabar. No se sabía en realidad cuándo acabaría. Anna Sergueevna se ataba a él por el afecto, cada vez más fuertemente. Lo adoraba y era imposible decirle que todo aquello tenía necesariamente que tener un fin. ¡No lo hubiera creído siquiera!
      En el momento en que, acercándose a ella, la cogía por los hombros para decirle algo afectuoso, alguna broma., se miró en el espejo.
      Su cabeza empezaba a blanquear y se le antojó extraño que los últimos años pudieran haberle envejecido y afeado tanto. Los cálidos hombros sobre los que se posaban sus manos se estremecían. Sentía piedad de aquella vida, tan bella todavía, y, sin embargo, tan próxima ya a marchitarse, sin duda como la suya propia. ¿Por qué le amaba tanto?. Siempre había parecido a las mujeres otra cosa de lo que era en realidad. No era a su verdadera persona a la que éstas amaban, sino a otra, creada por su imaginación y a la que buscaban ansiosamente, no obstante lo cual, descubierto el error, seguían amándole. Ni una sola había sido dichosa con él. Con el paso del tiempo las conocía y se despedía de ellas sin haber ni una sola vez amado. Ahora solamente, cuando empezaba a blanquearle el cabello, sentía por primera vez en su vida un verdadero amor.
      El amor de Anna Sergueevna y el suyo era semejante al de dos seres cercanos, al de familiares, al de marido y mujer, al de dos entrañables amigos. Parecíale que la suerte misma les había destinado el uno al otro, resultándoles incomprensible que él pudiera estar casado y ella casada. Eran como el macho y la hembra de esos pájaros errabundos a los que, una vez apresados, se obliga a vivir en distinta jaula. Uno y otro se habían perdonado cuanto de vergonzoso hubiera en su pasado, se perdonaban todo en el presente y se sentían ambos transformados por su amor.
      Antes, en momentos de tristeza, intentaba tranquilizarse con cuantas reflexiones le pasaban por la cabeza. Ahora no hacía estas reflexiones. Lleno de compasión, quería ser sincero y cariñoso.
      —¡Basta ya, buenecita mía! —le decía a ella—. ¡Ya has llorado bastante! ¡Hablemos ahora y veamos si se nos ocurre alguna idea!
      Después invertían largo rato en discutir, en consultarse sobre la manera de liberarse de aquella indispensabilidad de engañar, de esconderse, de vivir en distintas ciudades y de pasar largas temporadas sin verse.
      “¿Cómo liberarse, en efecto, de tan insoportables tormentos? ¿Cómo? —se preguntaba él cogiéndose la cabeza entre las manos—. ¿Cómo?”
      Y les parecía que pasado algún tiempo más la solución podría encontrarse. Que empezaría entonces una nueva vida maravillosa.
      Ambos veían, sin embargo, claramente, que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar.

sábado, 26 de septiembre de 2015

Me consideró un tipo duró, con momentos de asueto , será por sus lágrimas o por sus logros, o será ésa mirada qué me avienta de vez en cuando, esos logros silenciosos, o su carisma legítimo, sus manos impredecibles, o el amor incondicional, no lo se y en realidad  prefiero  que quedé así, que ella lo sepa y que yo quede como el, Como el que siempre esperó por ella y hoy que yo soy el,su compañero.  El vivirla, quererla, soñarla ;simplemente nací para eso. Para ella y para ser el hombre, ese hombre que siempre soñé ser...
Me siento menos querido ,pero mas importante. Me siento mas tranquilo ,pero menos soñador. Supongo que no se puede todo en la vida, querer y que te quieran, creer y que no te entiendan.

jueves, 24 de septiembre de 2015

...

andando .- dijo ella
subiendo la escalera que siempre quiso evitar, me mira desde arriba, sonríe y sin pensar,  lo enmarca : anda cariño que te amo, no me dejes sola. Por primera vez lo dijo.

Sonreí, y nunca lo pude olvidar, me ama. Y la seguí . Siempre atrás de ella,amándola.

martes, 15 de septiembre de 2015

Cartas a chepita - JAIME SABINES

Cartas a Chepita - Jaime Sabines.
“No te cambio - no cambies tú -, no te podría cambiar por ninguna. Sigue siendo la misma; así serás en mí siempre la misma. Cierra tus oídos a todo; cree en mí; ábrelos para mí, abre tu corazón, abre tu vida. Aprende que soy tuyo hasta que tú quieras que yo sea tuyo; estoy así en tus manos, desde siempre.”
— Jaime Sabines, Cartas a Chepita (octubre 8, 1948)



“No sé por qué; pero no tengo prisas para escribirte. Lo tuyo es una cosa hecha. Tú eres una cosa hecha en mi corazón. Y no me he puesto a pesar ni pensar en tu urgencia. Ahora lo hago, como volviendo al tiempo. Estás fija en mi sangre; definitivamente anclada, últimamente.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (septiembre 28, 1948)





Eres, sin duda, mía. Y soy, sin duda, tuyo. No importa nada. No importa lo que hagamos, lo que deseemos, lo que esperemos. No importa otra vez la distancia, ni esa pequeña muerte de la ausencia; no importa ya ni el tiempo, ni el olvido, ni la sangre buscándote, ni el mutilado encuentro. Eres ya mía, mía, sin palabras, sin giros, sin metáforas; mía ya sin ti misma, como tuyo sin mí: los dos en uno, sin nosotros.— Jaime Sabines, Cartas a Chepita


“Eres, sin duda, mía. Y soy, sin duda, tuyo. No importa nada. No importa lo que hagamos, lo que deseemos, lo que esperemos. No importa otra vez la distancia, ni esa pequeña muerte de la ausencia; no importa ya ni el tiempo, ni el olvido, ni la sangre buscándote, ni el mutilado encuentro. Eres ya mía, mía, sin palabras, sin giros, sin metáforas; mía ya sin ti misma, como tuyo sin mí: los dos en uno, sin nosotros.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (septiembre 24, 1948)


“¿Es posible que, a estas alturas, no creas en mí? ¿O te sientas débil ante la distancia y ante el tiempo? Yo nunca te he jurado fidelidad sexual; no podría ser; es absurdo; tu misma no la deseas. El que yo ande con otra no quiere decir que deje de andar contigo. Tú estas más allá de todo esto, linda. Sería hacerte pequeña introducirte en estas pequeñeces. Tú no eres ni circunstancia ni accidente –te lo he dicho-, tú eres intimidad, esencia.” — Cartas a Chepita, Jaime Sabines.


“Y todo lo que decimos no es sino una minúscula parte, inexpresiva, de lo que no decimos. Y todo lo que queremos, es inalcanzable. Y todo lo que anhelamos es imposible.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (agosto 10, 1948)


“Pero - si nos cansamos ahora de escribir “te quiero”, ¿para qué? - ¿para qué reír, si hasta la risa se congela en los labios de la distancia? ¿para qué llorar, si hasta las lágrimas se evaporan sobre el olvido?” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (10 de agosto, 1948)


“Entonces, aquí, en esta hora, olvidamos el nombre, la palabra airada, y borramos el dibujo de nuestro corazón, y nos recomenzamos.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (agosto 10, 1948)


“Pero llega el día de la renunciación; se aproxima la hora de la conformación; cuando decimos “bien!” y aceptamos la vida y las cosas como son, sin tratar de modificarlas, refugiándonos en nuestro pequeño silencio, enclaustrándonos en nuestra pequeña soledad desesperada. Todo lo demás es esfuerzo baldío, pura aproximación a la esperanza.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (agosto 10, 1948)


“Torpe yo, que he querido hacerte a mi modo, a la manera de mi corazón, para que fuéramos uno solo en el mismo dolor, sólo uno en la misma alegría, sin límites, desconociendo la palabra último.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (agosto 10, 1948)


“No. Decididamente, no te podré escribir jamás como quisiera. Tú no lo entiendes. Es preciso decirte, como a otras, las cosas en orden y cortésmente. Porque te ofendes. Porque no puede uno ser completamente el que es, íntegramente el que es, libre, sin ropajes y sin fórmulas.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (agosto 10, 1948)


“Yo francamente no tengo mucho que contarte, las moscas me espantan; las moscas del tedio me amenazan. Fumo un cigarro tras otro. Quiero ir a muchas partes, a saludar a muchas personas; pero no puedo.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (julio 1, 1948)


“Eres mía como una cosa sabida, como algo que no se puede ignorar más. Y de este modo no tiene importancia la lejanía; sé que estás lejos, pero me perteneces; sé que estás distante, pero eres mía. Y, si bien es cierto que tu beso no reposa en los labios de la tarde, tu mirada flota en los ojos de mi corazón y tu recuerdo brota en el surtidor de la esperanza.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (julio 1, 1948)


“Te digo que te quiero
te repito que estás en mí como yo mismo
te confieso otra vez que estoy enfermo de ti
que me eres necesaria como un vicio tremendo
imprescindible, exacta, insoportable.
Y eres mi salud, mi fortaleza, mi canto puro, mi alma
intacta.
Devengo ser en ti. Soy cosa, cielo, infierno, tabú,
divinidad. Soy en ti lo contradictorio y lo simple. La
última esencia, el uno, la realidad.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (junio 4, 1948)


“Ahora te deseo y te quiero, pero no me aflige ni la distancia, ni el amor. Pasarán estos meses y estarás de nuevo a mi lado; pasarán todas las ausencias que nos esperen en la vida[…]” — Cartas a Chepita, Jaime Sabines


“Al mediodía, y aquí en la oficina, no puede uno ponerse a tono con el recuerdo. El amor, el escribir el amor, necesita soledad y silencio y reposo…” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (Octubre 14, 1947)


“Amiga, óyeme, hay algo más allá de nuestros actos, atrás de nuestros gestos, en el fondo de nuestras palabras. Se llama silencio, olvido, cosas no dichas, intocables. Allá te tengo. Allí eres mía de siempre; irrevocable como un destino, dada como una voz y un juramento.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (Julio 15, 1947)


“En ese momento sentí que te quería más allá de la pasión que es necesidad, más allá del hábito que es ejercicio.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (Julio 15, 1947)



“No sé, no recuerdo por qué no fui a hablarte. Acaso los coches impidiéndomelo; tal vez lo imprevisto del encuentro. Pero de acera a acera, puede caerse el corazón y ser atropellado y quedar en silencio.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita, (Julio 15, 1947)



“Quisiera estar junto a ti, para decir sobre tu oído: te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, y repetirlo constantemente, infinitamente, hasta que te cansaras tú de oírlo pero no yo de pronunciarlo. ¿Cómo marcártelo en un brazo? ¿Cómo sellártelo en la frente? ¿Cómo grabártelo en el corazón?” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (1947)



“Porque eres distinta a todas las mujeres, en tu cuerpo, en tu andar, en lo que eres para mis ojos, en lo que sugieres a mi corazón.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita (1947)


“Harto bien sabemos, que la muerte espera en cualquier parte; a cualquier hora llega y zas, se acabó. Pero mientras estemos aquí, llorando o riendo, desesperándonos o esperanzados, tenemos que vivir. Porque cuesta mucho trabajo aprender, pero cuando se aprende no se olvida, que la vida se vive y no se muere. Ya basta de morirse. Dejémosle a Santa Teresa su morir viviendo. A nosotros nos toca vivir viviendo. Vivir. Una cosa tan difícil y fácil a la vez. Tan difícil y fácil como quererte, y tener que decirte todo esto.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita.


“Todo es estúpido y carece de razón. La muerte, entonces, es un largo descanso, un amable descanso, blando, silencioso, acogedor. La muerte, a veces, es más dulce que una dulce madre, más tierna que su corazón. Correcto. Sólo que no se trata de eso. Se trata de algo más importante: de vivir.” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita.


“Ah, si cada vez que pasas pudiera detenerte y platicar contigo. ¡Verte de cerca, escucharte reír! Quiero aprender tu risa como he aprendido ya tu andar y tu mirada. (El conato de tu mirada, pura aproximación a tus ojos, porque jamás me miras).” — Jaime Sabines, Cartas a Chepita.


“Te besa (pero te besa de verdad, medio minuto, un minuto, cuatro litros de sangre, a 5 atmósferas) Te besa.” — JS [ Jaime Sabines ]


“Me he tomado también tu taza de café. Ya casi no tengo azúcar, pero me acordé que a ti te gusta amargo. Sabe muy feo. Como esta soledad. Como este estar deseándote a todas horas.” — Jaime Sabines


“Te quiero… multiplícalo por cien
Te quiero… multiplícalo por mil
Te quiero… multiplícalo por ti:
El resultado es igual a Jaime, igual a tuyo, igual a siempre.” — Jaime Sabines.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Hoy

Corriendo , asustado, no estoy
En ausencia me marco sólo,
Como vas y como soy y tu?
No soy ,si voy ni quiero

Oyendo lamentos ,míos al aire
Cansado sin aliento ,moribundo.
Revive este cuerpo lejano ,tu.
Hoy no es ni mañana ni nunca.

Camino por los años pasados,
Sugiriendo ideas que nadie entiende,
Muy de frente al escudo me estallas.

Huele s muerte, a mi a nosotros,
Escucha de una buena vez, no te sigo.
Eres libre alma sin penas,
Corriendo, de todos de mi, de la esperanza.

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