lunes, 30 de noviembre de 2015

Soy mi cuerpo - Jaime Sabines

Soy mi cuerpo. Y mi cuerpo está triste, está cansado. Me dispongo a dormir una semana, un mes; no me hablen. 

Que cuando abra los ojos hayan crecido los niños y todas las cosas sonrían. 

Quiero dejar de pisar con los pies desnudos el frío. Échenme encima todo lo que tenga calor, las sábanas, las mantas, algunos papeles y recuerdos, y cierren todas las puertas para que no se vaya mi soledad. 

Quiero dormir un mes, un año, dormirme. Y si hablo dormido no me hagan caso, si digo algún nombre, si me quejo. Quiero que hagan de cuenta que estoy enterrado, y que ustedes no pueden hacer nada hasta el día de la resurrección. 

Ahora quiero dormir un año, nada más dormir.


el efecto que provoca mi compañía después de un tiempo ,siempre suele ser negativo.
suelo consumir por completo la ilusión y la buena voluntad, involuntariamente claro.

Soy rígido y pesado, orgulloso e inseguro,me gusta voltear al sol por las tardes pero con los ojos cerrados, no puedo culparme por ser así, por no creer, por no mentir.

Soy transparente pero opaco, inestable en mis sentidos y entusiasta cuando no se debe, no se que aconsejarte, si seguir adelante o detenerte de una buena vez. Lo dejare a tu consideración.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Hola ,tengo un nudo en la garganta que no me deja dormir.
He pensado en cuanto lo haz de extrañar, su carisma, su sonrisa. Tu voz, sus promesas que se yo.

Debiste haber sufrido y porque no, alguna vez llorado, de eso soy consciente, por el te deshacías, reías, llorabas, soportabas.

Que soy yo preciosa, el que siempre esta, el último que llegó.
El valiente innombrable, el anónimo el soñador.


 Mi casa es miserable y mi perro esta muy flaco. Eso soy yo. Un idiota que dejó la oficina, por ser un poeta incomprendido. Recuerdo aquella vez que gritaste mi nombre , fue sólo un sueño , pero parecía muy real.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Carta en una tarde soleada.

Ayer mientras te veía dormir, me fue imposible no imaginar en cuantos brazos habías vivido y en cuantos brazos habrás deseado morir. Cuantas veces lloraste por un amor contrariado. Trate de imaginar lo que pasaba por tu mente cuando te entregabas a aquellos idiotas que no supieron retenerte. No paraba de tocar tu piel tersa, cálida, cansada de ser amada.

Hoy eres mía , es cierto, pero que habrá sido de nosotros si la vida no te hubiera despojado de tus viejos amores, quien me puede asegurar que en tu corazón no queda nada de ellos, un resentimiento, un buen recuerdo, un viaje inolvidable, una historia.

El sol estaba en su punto mas alto, y algunos rayos cruzaban por la ventana chocando directamente en tu vientre, miraba con curiosidad cada parte de tu cuerpo, te miraba inerte, seria, tranquila.  Pero de pronto se nublaba mi mente con tantos recuerdos que no puedo asimilar. No debería sentir esto, claro esta. Me amas y te amo, pero el hecho de imaginar a tu corazón latiendo de emoción por alguien mas, tu boca besando otros labios, tus manos acariciando otro pecho, eso me mata.

Porque no fuimos antes, desde siempre, solo tu y yo, solo yo y tu. Haber sido el primero, el pañuelo de lagrimas, el amigo, el amante, el viajero, el bailarín y el ultimo. Quisiera ser todo y hoy solo soy esto.

Tu sigue durmiendo cariño, no tengas miedo,soy todo tuyo, aunque no me baste. Sigue sonriendo con tu mirada triste, con tu boca noble, el tiempo esta corriendo y el sol se esta ocultando.






-Como iba yo a imaginar que sentías eso.
-No creí que fuera necesario tener que mencionarlo
-No suelo ser tan deductiva, creo que ya deberías de conocerme.
-Cada día te desconozco más.


Y el encandilamiento se va desvaneciendo, la realidad me cachetea deprisa y entiendo que así sera siempre, con ella ,con otra , con cualquiera. El problema no radica en la realidad si no en la imaginación, en el concepto, en el sueño. Y yo que me sentía vivo, soñador, idiota.

Pero ahora queda un sueño desierto,  realista.Ya no tengo letras, ni promesas, no te tengo a ti.

viernes, 30 de octubre de 2015

Sólo vine a hablar por teléfono - Gabriel García Márquez

Sólo vine a hablar por teléfono


Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
-No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.

Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.

-Están dormidas -murmuró.

María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la suya. Contagiada por su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando se despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud de alerta.

-¿Dónde estamos? -le preguntó María.

-Hemos llegado -contestó la mujer.

El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas a penas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia que parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron a la puerta del autobús, y que les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en portería.

-¿Habrá un teléfono? -le preguntó María.

-Por supuesto -dijo la mujer-. Ahí mismo le indican.

Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. "En el camino se secan", le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó "Buena suerte". El autobús arrancó sin darle tiempo de más.

María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: "¡Alto he dicho!". María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos dulces:

-Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.

María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su identificación.

-Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -le dijo María.

Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle de que no estaría a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las siete. Él debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó.

María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.

-Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -dijo María.

-De acuerdo, maja -le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real-, si te portas bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.

Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través paralizada por el terror.

-Por el amor de Dios -dijo-. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.

Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.

Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes de amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de sus propias miserias.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.

Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.

-Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras -le dijo el médico, con voz adormecedora-. No hay mejor remedio que las lágrimas.

María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su marido.

El médico se incorporo con toda la majestad de su rango. "Todavía no, reina", le dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. "Todo se hará a su tiempo". Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.

-Confía en mi -le dijo.

Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.

Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.

En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María le contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.

De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de cómo podía ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se le olvidó darle la comida al gato.

Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social irremediable, pero el tacto y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.

Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometio mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible. "Hay amores cortos y hay amores largos", le dijo ella. Y concluyó sin misericordia: "Este fue corto". Él se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la larga cola de espuma de las novias vírgenes.

María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había dejado vestida y esperando en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.

No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. "¿Y ahora hasta cuando?", le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: "El amor es eterno mientras dura". Dos años después, seguía siendo eterno.

María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama. A finales del año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves, todavía no había dado señales de vida.

El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a casa para preguntar por María. "No sé nada", dijo Saturno. "Búsquenla en Zaragoza". Colgó. Una semana después un policía civil fue a su casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos kilómetros del lugar donde María lo abandonó. El agente quería saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miro para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.

El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Florida en Cadaqués, adonde Rosa Regás los habían invitado a navegar a vela. Estábamos en el Marítim, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde sólo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama callejero de algodón crudo, y unas albarcas de labrador.

No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y un numero de teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa. Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su martirio.

Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. "El señorito se ha ido", le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.

-Aquí no vive ninguna María -le dijo la mujer-. El señorito es soltero.

-Ya lo sé -le dijo él -. No vive, pero a veces va. ¿O no?

La mujer se encabritó.

-¿Pero quién coño habla ahí?

Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de la gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la determinación de olvidar a María.

A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la comunidad.

La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por una guardiana que se los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarrillos de papel periódico que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas de la basura, pues la obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.

Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que le oyera su vecina de cama:

-¿Dónde estamos?

La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:

-En los profundos infiernos.

-Dicen que esta es tierra de moros -dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormitorio-. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oye a los perros ladrándole a la mar.

Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.

Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. "Tendrás todo", le decía, trémula. "Serás la reina". Ante el rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.

Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yermos, las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir mas lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.

-Hija de puta -gritó-. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas loca por mí.

El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:

-Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos

-¡Maricón! -dijo María.

Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuvo segura de que fuese el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó el timbre, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.

-¿Bueno?

Tuvo que esperar a que se le pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.

-Conejo, vida mía -suspiró.

Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y una voz enardecida por los celos escupió la palabra:

-¡Puta! Y colgó en seco.

Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataban de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada, María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó de puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.

El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.

-Si alguna vez se sabe, te mueres.

Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de su esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era en el registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada ese mismo día no había concluido nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.

-Me lo informó la compañía de seguros del coche -dijo.

El director asintió complacido. "No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo", dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:

-Lo único cierto es la gravedad de su estado.

Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicaba. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en uno de sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.

-Es raro -dijo Saturno-. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.

El medico hizo un ademán de sabio. "Hay conductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día estallan", dijo. "Con todo, es una suerte que haya caído por aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura". Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.

-Sígale la corriente -dijo.

-Tranquilo, doctor -dijo Saturno con un aire alegre-. Es mi especialidad.

La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era un antiguo locutorio del convento. La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.

-¿Cómo te sientes? -le preguntó él.

-Feliz de que al fin hayas venido, conejo -dijo ella-. Esto ha sido la muerte.

No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.

-Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro -dijo, y suspiró con el alma-: Creo que nunca volveré a ser la misma.

-Ahora todo eso pasó -dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara-. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.

Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los propósitos del médico. "En síntesis", concluyó, "aún te faltan algunos días para estar recuperada por completo". María entendió la verdad.

-¡Por Dios, conejo! -dijo atónita-. No me digas que tú también crees que estoy loca!

-¡Cómo se te ocurre! -dijo él, tratando de reír-. Lo que pasa es que será mucho más conveniente para todos que sigas un tiempo aquí. En mejores condiciones, por supuesto.

-¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono! -dijo María.

Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al cuello de su marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:

-¡Váyase!

Saturno huyo despavorido.

Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró en la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir a su marido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de muerte.

-Es una reacción típica -lo consoló el director-. Ya pasará.

Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible para que recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si llegaban a María, hasta que lo venció la realidad.

Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y en cinta a más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, hasta un día en que sólo encontró los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó el gato, porque ya se le había acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer.

FIN

Mientras toda la gente estaba huyendo despavorida de la lluvia, ella se mantenía a un paso lento, no tenia prisa, las gotas chocaban en su cabello empapado y en la chaqueta de piel que llevaba puesta, sabia bien que no tenia motivos para correr. Unas horas antes, había tenido un encuentro desastroso,su cara no expresaba nada en lo absoluto, pero se veía tranquila, el poco maquillaje que utilizaba se había corrido ya gracias a lluvia, su cuerpo se había adaptado a lo frió del clima,pero su quijada temblaba constantemente. << No pude decirle cuanto lo quiero>>,esto pensaba mientras esperaba que el semáforo cambiara de color para cruzar la calle.

Lo que menos necesitaba en ese momento era la nostalgia, pero era inevitable traer a su mente los recuerdos que justamente tenia a flor de piel. La noche iba cayendo a paso lento y la lluvia no daba tregua, necesitando ya un refugio no dudo en pararse debajo de una marquesina de lo que parecía una florería, el aroma llego instantáneamente, y volteando la vista hacia dentro del local un recuerdo brutal ataco a todo su ser, vio aquellos tulipanes arrinconados ,justamente detrás de un ramo de rosas, recordó aquella tarde de julio cuando llego Marcelo a casa con ese ramo de flores que habían sido elegidas especialmente para ella, lo recordó llegando con la cara sonrojada y una sonrisa de nervios, sintió de nuevo el calor de aquel abrazo amoroso y el perfume en su camisa, fue inevitable que una sonrisa de melancolía brotara de sus labios.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Cuba & Hemingway- Ernest Hemingway

Cuba & Hemingway

Corría la primavera de 1928 cuando Ernest Hemingway pisó por vez primera tierra cubana. Arribó procedente de Francia en el vapor Orita y una breve escala en La Habana bastó para decidir su futuro, porque el ya famoso autor de “Adiós a las armas” quedó atrapado por los encantos de la ciudad que después sería testigo de sus numerosas andanzas durante años.

En el transcurso de su agitada vida muchas urbes acapararon la atención de aquel hombre de lento andar y mirada escrutadora, pero ninguna como La Habana lo imantó, sobre todo después que regresó a pescar agujas durante una temporada en la que anzoló diecinueve especies que lo vincularon para siempre a la vida del mar y el inconfundible olor al salitre que se impregna en la piel hasta llegar al corazón.
El escritor Lisandro Otero reveló de Hemingway que en Cuba descubrió el sabor del aguacate, la piña y el mango. De todo eso habló Ernest en un artículo al que tituló: "Agujas lejos del Morro: una carta cubana", que publicó en la revista Esquire, en el número de otoño de 1933.

Su segunda estadía en Cuba había ocurrido de abril a junio de 1932, la tercera un año después. Durante ese período escribió dos de sus mejores cuentos y advirtió que el clima cubano, y su actividad deportiva, lo vigorizaban física y mentalmente. Expresaba que Cuba "lo llenaba de jugos", que era su manera de decir que allí lo invadía una gran energía creativa.

En ese entonces “descubrió” el Hotel Ambos Mundos, una joya arquitectónica que se conserva como si el tiempo se hubiese detenido.

Ese sería el paradero del espigado escritor estadounidense. La habitación, marcada con el número 511 se mantiene tal como él la conoció. Desde ella oteaba el azul marino por el norte, y por el este la entrada del puerto.
Además, venía la Catedral. El poblado de Casablanca, los tejados coloniales y los muelles. En 1937 la capital cubana y el país en sentido general vivían una etapa difícil. Los problemas sociales que se sucedían en esa década calaron profundo en sus sentimientos.
Entonces escribió su novela “Tener y no tener”, cuya trama tiene lugar en La Habana y Cayo Hueso.
En la obra plasmó: "Ya sabes cómo es La Habana por la mañana temprano, con los vagabundos que duermen todavía recostados a las paredes; aun antes de que los camiones de las neverías traigan el hielo a los bares. Bien, cruzamos la plazoleta que está frente al muelle y fuimos al café La Perla de San Francisco y había sólo un mendigo despierto en la plazoleta y estaba bebiendo agua de la fuente".
Harry Morgan, principal personaje de esa novela, pregunta a un revolucionario cubano qué clase de revolución harán sus compañeros: "Somos el único partido revolucionario... queremos acabar con los viejos politiqueros, con el imperialismo yanki que nos estrangula y con la tiranía del ejército.
Vamos a comenzar de nuevo para darle a cada hombre una oportunidad.
Queremos terminar la esclavitud de los guajiros... dividir las grandes fincas azucareras entre quienes las trabajan... Ahora estamos gobernados por rifles, pistolas, ametralladoras y bayonetas... Amo a mi país y haría cualquier cosa... por librarlo de su tiranía."
En 1939 buscaba la tranquilidad que añoraba, cuando encontró la Finca Vigía, en San Francisco de Paula una barriada en las afueras de la ciudad.
En un primer momento no le convencía el entorno. Le parecía demasiado lejano y si adoptó la decisión fue por complacer a su esposa. Quizás por eso prefería pasar el tiempo en La Habana, o en su yate Pilar.
La casa fue remodelada y en 1940 adquirió la propiedad de un lugar que lo marcaría para la eternidad. "Por quién doblan las campanas" fue la primera gran obra escrita allí.
Palmo a palmo recorrió las adoquinadas y estrechas calles de una ciudad que loiba envolviendo cada vez más. Con frecuencia acudía al restaurante El Floridita, para refrescar el cuerpo y tal vez su alma con el daiquirí, uno de los tragos más exquisitos de la coctelería nacional.
En la actualidad tras esas huellas muchos turistas acuden a la famosa Bodeguita del Medio, atrayente lugar donde el escritor solía acudir para conversar, entre mojito y mojito con el viejo Martínez, dueño del establecimiento.
Con mucho tino comentó que entre las bebidas cubanas prefería tomar su daiquirí en El Floridida y su mojito en la Bodeguita del Medio.
En Cojímar, pueblo de pescadores, conoció a Gregorio Fuentes, devenido inseparable compañero de andanzas tras las especies marinas en aguas del Golfo. Ese mismo Gregorio que capitaneó el yate Pilar, resultó magnífica inspiración para su obra maestra “El viejo y el mar”.
Cuando en 1954 recibió el Nobel de Literatura, dijo: “Este es un premio que pertenece a Cuba porque mi obra fue pensada y creada en Cuba, con mi gente de Cojímar de donde soy ciudadano. A través de todas las traducciones está presente esta patria adoptiva donde tengo mis libros y mi casa”.
Sentía una inmensa deuda con un pueblo que lo quiso y lo admiró. Eso se explica tal vez en su decisión de ofrendar la medalla del Premio Nobel a la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba.
Tras el triunfo de la Revolución en Cuba se mantuvo inalterable en su finca.
Conoció a Fidel Castro y juntos compartieron una jornada de pesca y como viejos amigos dialogaron durante horas. Por eso a nadie extrañó cuando en 1960 al trasladarse enfermo a Estados Unidos, un periodista inquirió su opinión acerca del proceso que comenzaba a gestarse en la Isla.
Ernest Hemingway no vaciló un instante en responder: "La gente de honor creemos en la Revolución Cubana."
Su estado de salud se quebrantaba cada día más. Él lo sabía y quiso tomarle la delantera a la parca mediante la terrible decisión que aceleró lo inevitable.
Junto a todas las cosas buenas que atesoraba en el alma también se llevó a la tumba su amor por Cuba.
La actual habitación 511, convertida en santuario que honra la estancia del novelista, atesora varios objetos en sus 16 metros cuadrados: cama matrimonial de madera, dos mesitas de noche y una mesa de escribir con su silla, aunque él prefería hacerlo descalzo y de pie, apoyando su máquina portátil en el alféizar de la ventana.
Vivió en ese lugar durante siete años (1932-1939). Incursionó en diversos géneros, desde excelentes crónicas sobre la pesca como “Agujas a la altura del Morro, publicadas en la revista Esquire, hasta profundos análisis de otros temas editados en varios países.

Localizado apenas a unos 20 metros del Palacio de los Capitanes Generales, en la calle Obispo # 153 esquina a Mercaderes el hotel Ambos Mundos vive momentos de esplendor en pleno siglo XXI después de ser remozado cuidando al máximo los más mínimos detalles que le acompañaron desde su construcción en 1923.
Bajo la administración de Habaguanex S.A. el centro dispone de 52 piezas dobles estándar y cuatro minisuites. Su capacidad máxima supera el centenar huéspedes.
El hotel Ambos Mundos, con categoría cuatro estrellas, es frecuentado por el turismo internacional que persigue la simbiosis entre la tradición de las vetustas edificaciones y la modernidad de nuestros tiempos.
Cobra especial significado la habitación 511, adonde puede accederse
cualquier día de la semana a partir de las diez de la mañana y hasta las cinco de la tarde.
En el corazón de la Habana Vieja, nominada por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, esta joya de la hotelería cubana es admirada por muchas razones, pero tal vez una de las más importantes es que allí Ernest Hemingway vive todavía...


1928: El primero de abril, a las 10.50 de la noche, con cielo nublado y brumoso, hace escala en el puerto de La Habana el vapor Orita, de paso hacia la Florida.
Hemingway viajaba allí acompañado de su segunda esposa Pauline Pffeifer, que estaba embarazada. El barco había zarpado desde La Rochelle, Francia.


1930: Comenzó a realizar continuas navegaciones hacia la cayería de
Romano, en el norte de la provincia de Camagüey. Aquellos viajes incluían los litorales donde se encuentran los mayores y más extensos cayos del país.


1934: El estreno de su mítico yate Pilar se realizó mediante una navegación de cuatro meses en la cayería de Romano, embarcadero del Guincho, Nuevitas, desde donde viajó por tren a Camagüey y visitó el central Santa Amalia acompañado por James Mason y Carlos Gutiérrez.


1937-38: De tránsito para España, o de Estados Unidos hacia otros países europeos, en cuatro ocasiones hace breves estancias en La Habana y se aloja en el hotel Ambos Mundos, e incluso realiza un viaje a Camagüey, exactamente a La Gloria City, comunidad fundada por estadounidenses en esa región de la Isla.


1939: A su regreso de España se instala de nuevo en el hotel Ambos Mundos donde comienza a escribir “Por quién doblan las campanas”.


1940: Decide instalarse definitivamente en Cuba, en la finca La Vigía. No se conoce otra casa además de ese lugar donde haya echado anclas el escritor.
Hasta ese momento había escrito en parajes ocasionales, desde cantinas hasta cuartos de hoteles. Aquí tuvo su biblioteca, sus animales preferidos, sus objetos más variados.


1942-43: Se dedicó a perseguir submarinos alemanes en la cayería de
Romano, donde por esos años habían tenido lugar operaciones de guerra y actividades de los poderosos grupos fascistas.


1945: Comienza a escribir aquí su extensa novela sobre la Segunda Guerra Mundial, libro que nunca publicaría en vida -The sea book- relegado por él en 1947.


1949: A su regreso a Cuba, después de varios meses en Italia, desgaja de su novela sobre la Segunda Guerra Mundial tres de sus libros más conocidos: “A través del río y entre los árboles”, “El viejo y el mar” y “París es una fiesta”.


1954: Es acreedor al Premio Nobel y se lo dedica al pueblo cubano. Deposita la medalla en el santuario erigido a la Virgen de la Caridad del Cobre, ubicado en un pequeño pueblo en las cercanías de Santiago de Cuba.


1960: Al ser abordado en Estados Unidos por periodistas que le comentaron calumnias contra Cuba, Hemingway cortó la conversación: “¿Han terminado, señores? Yo creo que todo anda muy bien por allá. Las personas de honor creemos en la Revolución cubana”.


1961: Conocedor de las profundas transformaciones políticas que se producían en Cuba y la hostilidad del gobierno de los Estados Unidos, Ernest Hemingway decide, poco antes de suicidarse, legar al pueblo cubano su casa, su biblioteca y los objetos que allí guardaba. También en el testamento dejó el yate Pilar a Gregorio Fuentes, con la voluntad expresa de que la embarcación de sus
mejores aventuras siguiera navegando por las aguas de la Isla.
Cojímar, pueblo de pescadores . Cojímar es una zona costera al este de la capital. Pueblo de pescadores y de gente sencilla capaces de cultivar amistades duraderas.
Eso le sucedió a Gregorio Fuentes a partir del momento en que conoció aErnest Hemingway.

El pescador y el escritor eran el uno para el otro. Tan inseparable como lo fuede Cojímar aquel hombre alto y simpático que andaba contando anécdotas entre los pobladores. Tanto quiso al lugar que llegó a calificarlo como “mi patria chica”.
Allí, en el rústico muelle, solía verse el yate Pilar, cuando “Papa” regresaba a su remanso en San Francisco de Paula, después de las jornadas de pesquería.
Allí comenzó a forjarse la idea de escribir “El viejo y el mar”.
Mientras el viento batía del norte él solía degustar exquisitos platos confeccionados con mariscos en el más frecuentado restaurante de toda la región y que hoy todavía existe con el patronímico de Las Terrazas de Cojímar.

Al crearse en 1976 una nueva división político-administrativa en el país, Cojímar pasó a formar parte del municipio Habana del Este, territorio donde se  construyeron las más importantes instalaciones para los XI Juegos panamericanos realizados en la capital cubana en 1991.

Los 20 000 vecinos de Cojímar saben que Hemingway les pertenece. Su figura honra el parque y desde allí otea el azul del mar. Los más jóvenes conocen su real dimensión como escritor; los más viejos se acuerdan de su risa y su carácter jovial, pero tal vez no sepan que “Jemin” escribió “Adiós a las armas”, “Las nieves del Kilimanjaro” o ¿Por quién doblan las campanas?

El Floridita

Un caluroso mediodía habanero Ernest Hemingway visitó por primera vez El Floridita, un bar restaurante de la calle del Obispo. Se sentó -y siempre lo haría en el mismo lugar- en la primera banqueta, sitio donde fue develado un busto en su honor, en 1954.
El Floridita le sirvió de refugio y allí departía con muchos amigos y hasta con coterráneos que venían a visitarlo. Allí prácticamente creó un trago especial de daiquirí con su nombre. Se trata del “Papa Doble” o “Hemingway Especial” una variente a base de ron blanco cubano, jugo de toronja limón, marrasquino y hielo. Al trago original le suprimió el azúcar, pero le duplicó el ron.
De esos “daiquiries” se bebía a veces durante algunas horas unos 12 vasos y como si fuera poco, se llevaba uno en cada mano para continuar con su hobbie en el viaje de regreso a La Vigía.

Las visitas de Papá Hemingway fueron más seguidas a partir de 1940. Allí creó un círculo de amigos cubanos que se reunían en torno a él en “su esquina”.
Se hizo acompañar en El Floridita de amigos ilustres como los duques de Windsor,Errol Flynn, Gene Tunney, Jean Paul Sartre, Gary Cooper, Dominguín -famoso torero de la época-, Tennesse Williams, Charles Scribner, Spencer Tracy, Rocky Marciano,
Ava Gardner, Samuel Eliot Morison, Buck Lanham, Herbert Mattews.
Al pie de un dibujo que identifica el lugar exacto donde frecuentaba el novelista se leyó en la revista Esquire: El bar El Floridita, en La Habana, es una institución de probidad, donde el espíritu del hombre puede ser elevado por la conversación y la compañía. Es
una encrucijada internacional. El ron, necesariamente, domina, y como en el caso de muchos grandes bares, el estímulo de la presencia de un hombre famoso presta una atmósfera especial, una sensación de amistosa filosofía por la bebida: el residente cubano Ernest Hemingway.

Ernest Hemingway y Fidel

Aquel encuentro para la historia entre Ernest Hemingway y Fidel Castro tuvo lugar eldomingo 15 de mayo de 1960. Un estrechón de manos unía a dos personas que se admiraban mutuamente antes de conocerse.
Era la décima ocasión que se realizaba un torneo de pesca de la aguja con el nombre del afamado escritor estadounidense y los organizadores del certamen hicieron las coordinaciones pertinentes para que se produjera el trascendental momento.
Hemingway acudió a la cita con su Pilar; Fidel lo hizo a bordo del Cristal y estuvo acompañado por Ernesto Che Guevara. El pretexto no podía ser mejor, porque consistía en que ambos participaran en la contienda tras agujas, casteros y dorados.
Ocho horas de competencia fueron suficientes para que el Jefe de la Revolución cubana, sin apartarse un instante de la vara y el carrete, se erigiera como máximo acumulador individual.
Alguien allegado al autor de “El viejo y el mar” comentó que Ernest, al entregarle el trofeo a Fidel le dijo: “Tal vez usted sea un novato en la pesca, pero ya es un pescador afortunado.”
El hombre que solía vestir de guayabera con pantalones cortos jamás ocultó su admiración por el proceso que comenzaba a gestarse en Cuba en los primeros años de la década de los 60 del pasado siglo. “Después de tanto tiempo en este país me considero un verdadero cubano”, dijo.
“Nunca vi algo tan maravilloso como “El viejo y el mar”, ha comentado Fidel, para quien sus títulos fueron para él fuente de conocimientos históricos y geográficos.
Igualmente aseveró que “Por quién doblan las campanas” tuvo una gran influencia en una etapa de su vida cuando buscaba una salida a una situación complicada en la Isla.
Sentenció que Cuba no merece ningún agradecimiento por la labor realizada en la preservación de la documentación existente en La Vigía (Museo Hemingway), pues no haberlo hecho sería una muestra de incultura.
Gregorio Fuentes "Todo sobre él era viejo, excepto sus ojos, que eran del mismo color del mar, alegres e inderrotables", escribió Hemingway en su obra cumbre. Así describía al inseparable
amigo Gregorio Fuentes, nacido el 11 de julio de 1897 en Islas Canarias y trasladado a Cuba junto a sus padres cuando él tenía seis años.

Se conocieron en 1928 en Dry Tortuga, pero los lazos amistosos se profundizaron a partir de los años 30 cuando Ernest, impresionado por la esmerada labor que realizaba Gregorio, lo contrató para que trabajara en el yate Pilar.

A estos hombres los unía la pasión por la pesca. El mar abierto fue el telón de fondo de una gran carrera literaria y una leyenda. Fuentes era un marinero nato: cabalgó cuatro huracanes, cruzó a nado aguas infestadas de tiburones para rescatar a un hombre que se estaba ahogando, y podía sentir en sus huesos el lugar exacto por
donde pasarían el pez vela, el pez aguja o el tarpón más grandes. Al menos, así lo afirmaba Hemingway.
Siempre vivió en un modesto hogar el poblado pesquero de Cojímar, Su existencia
llegó hasta los 104 años, cuando aquella mañana dominical el cansado corazón dejó de latir, quizás cuando su mente urdía otra aventura marina.
Unos meses antes del adiós, Gregorio recibió el título honorifico de Capitán de la Asociación Internacional de Pesca Deportiva (IGFA). Ese día, en el Club Náutico que lleva el nombre de su patrón, aquella leyenda viviente contó anécdotas y charló animadamente, siempre con su inseparable tabaco en las manos.
Después del suicidio de Hemingway, Fuentes jamás regresó al mar y tampoco tomó una caña de pescar. Siempre se negó a aceptar la realidad de la muerte de Papa al calificar de absurdas las causas del suicidio y en más de una ocasión se refirió a su  muerte como una conspiración.
“Yo no he dejado de llorar a “Papa” un solo día en todos estos años”, comentó el viejo pescador el día en que rodeado de amigos festejó sus 100 años de edad. Antes Hemingway, refiriéndose a Gregorio escribió simplemente: “Fue una suerte encontrarlo”.

Ayer hogar; hoy museo

En Finca Vigía, una extensión de nueve hectáreas sobre una colina ubicada en el municipio San Miguel del Padrón, al este de La Habana, Hemingway vivió desde 1940 y hasta 1960 y allí recibió a numerosos amigos, como los actores Gary Cooper, Esther Williams e Ingrid Bergman o los toreros Dominguín y Ordóñez.

Allí concibió varias de sus obras más difundidas y el apacible recinto se mantiene tal y como lo dejó cuando emprendió el último viaje a Estados Unidos, cuando su salud se quebrantaba de manera irremediable.
Hoy en día esta casa es un verdadero museo sobre uno de los más famosos escritores norteamericanos, lleno de muestras únicas de su personalidad, estilo de vida y últimos años. Tal parece que de un momento a otro irrumpirá el escritor para revisar sus escritos inconclusos.
El Museo se inauguró en 1962, en conmemoración al primer aniversario de la muerte del escritor y el sexágesimo tercero de su natalicio, un año después de que la viuda de Hemingway, Mary Welsh, regresara a Cuba para donar al país, compliendo así la voluntad de su esposo, la propiedad en su totalidad y los objetos personales del Dios de Bronce de la literatura norteamericana.

El museo Hemingway es un perfecto reflejo de las costumbres y los gustos del novelista y resumen del llamado período Cuba de su vida.
El recinto atesora miles de documentos y entre ellos se encuentra un epílogo rechazado de su libro "Por quién doblan las campanas", 3 000 fotografías y negativos sin revelar y cartas de Adriana Ivanchich, la condesa italiana de 19 años de la que Hemingway se enamoró locamente.
Los estudiosos de su obra tienen especial interés en la colección de 9 000 libros que reposan en estantes diseminados hasta en el baño, muchos de estos libros tienen anotaciones en los márgenes y esos apuntes pueden ayudar a conocerle mejor.
El Museo Hemingway resulta un sitio atractivo para cualquier visitante en la Isla, sobre todo de quienes admiran la obra del excelente autor.

Jaimanitas

Ubicado al oeste de la capital, Jaimanitas -al igual que Cojímar- es también un poblado de pescadores frecuentado por Ernest Hemingway en la década de los años 30 del pasado siglo.
Distante a unos 300 metros de la actual Comunidad Turística que lleva el nombre del célebre escritor estadounidense, Jaimanitas cobró notoriedad a partir de rumores de incursiones por mar de contrabandistas de alcoholes y licores, según investigación de
Mario Masvidal Saavedra.
Cuenta el investigador que las visitas, tanto por tierra como por mar, fueron muy frecuentes por parte de Hemingway, quien entre otras personas, había conocido allí a los esposos George Grant y Jane Mason, dueños de una embarcación de recreo llamada Pelícano II.
Una de las primeras referencias -y la única explícita- a Jaimanitas aparece en su pieza teatral “La 5ta columna”, publicada en 1938, según cuenta el investigador.
La otra es más bien una sospecha. Se trata del relato “Nadie nunca muere”, editado al año siguiente y para algunos especialistas y estudiosos el escenario del cuento es la playa de Jaimanitas, más exacto: la casa donde el héroe se esconde es la mansión de
los Mason en ese poblado, lugar frecuentado de tal manera por Ernest, hasta el punto de suscitar rumores de un posible romance suyo con la señora Jane.
Creó lazos de amistad con una familia de origen mayorquín. Muchas anécdotas quedaron por escribir, sobre todo aquellas que atesoraba Guillermo Cunill, fallecidohace algunos años y quien se enorgullecía cuando contaba a ratos: “Yo muchas veces tomé “wisky” con “Papá”. Él y yo éramos iguales: ¡pescadores y de los buenos!

Aire de una isla

En el año 1937, Ernest Hemingway parte de Nueva York rumbo a España,
como corresponsal de guerra de NANA (North American Newpaper Aliance).
Por entonces está casado con Pauline Pfeiffer, una redactora de la revista Vogue que había conocido en Australia, en abril de 1926. Sin embargo, en el nuevo destino, otra mujer estaría a su lado: Martha Gelhorn, quien a la postre sería una enemiga para el soberbio norteamericano.
Martha era una joven de 28 años, autosuficiente, que tenía el doble
inconveniente de ser atractiva y talentosa. Hemingway lo había advertido desde un principio y por eso, tal vez, le molestaba la independencia de su amante.
En julio de 1939, Ernest comienza a frecuentar el hotel “Ambos Mundos”, en La Habana Vieja. Ocupa la habitación 511. Ese espacio lo tomaría como estudio aunque a Martha no le gustara. Una tarde, después de pelearse a los gritos, la periodista decide salir fuera de la ciudad manejando un auto arrendado. Al llegar a San Francisco de Paula, un pueblito ubicado a 11 km al sureste de La Habana, se choca con una residencia totalmente arruinada donde había vivido
la familia D’orn. Decide parar y la visita. Esa casa no es otra que Finca La Vigía. Martha alquilaría la propiedad por 100 dólares mensuales y se obstinaría en restaurarla. Toda la inversión correría por su cuenta porque, para Hemingway, los gastos eran excesivos.
El destino quiso que el caserón ubicado estratégicamente en una colina, construido por el arquitecto español Miguel Pascual y Baguer, fuera el sitio de residencia del novelista entre 1939 y 1960. Comprada finalmente por Hemingway en 18.500 dólares, con una vista espectacular a las tres colinas de San Francisco, rodeada de una vegetación incomparable, Finca La Vigía mantuvo en sus cuatro hectáreas, a la casa principal, al mirador, al bungalow, la piscina, el cementerio de gatos bajo la puerta del comedor de la casa, el de
perros en el sendero de la pileta, todo tipo de hortalizas, flores, plantas, 18 variedades de mango y en el ingreso a la casa, una ceiba cuyas raíces Ernest se negaba a recortar. Acompañaban el ensueño, la mística del norteamericano hecho al rigor del Caribe y la verdad literaria que transformaría al escritor en un habitante de ese suelo al que amaría hasta la confesión de reconocer a esa casa como su único y verdadero hogar.
Martha fue una pasajera, una visitante, al igual que todos los que desfilaron por la mansión, tal el caso de Jean Paul Sartre, Ava Gardner, Gary Cooper, Graham Greene, entre otros. Ella tenía “historia propia” y cuidaba su carrera más que la relación afectiva. Quedaría demostrado el celo de Hemingway, cuando Martha recibió un pedido de la revista Collier’s para escribir una serie de crónicas sobre la actividad alemana en el Caribe. Gelhorn para no contrariarlo desecharía la oferta, pero, a fines de 1943, aceptaría escribir desde Inglaterra, África del Norte e Italia. Es ahí donde la felicidad de la pareja empieza a fracturarse. A tal punto llega la rivalidad de ambos que Hemingway no dudaría en ofrecerse a Collier’s como corresponsal de guerra. Participará así, el 6 de junio de 1944, del “Día D” en Normandía. También se uniría a la
Cuarta División de Operaciones y llegaría triunfante a la liberación de París el 25 de agosto de ese año. En esos momentos, de paso por Londres, conoce a Mary Welsh y allí se le divide el corazón. En noviembre Martha, ya cansada, le comunica su deseo de divorciarse. En diciembre se dejan de ver. Cuatro meses después, el 11 de abril de 1946, Hemingway ya no se separaría de Mary Welsh, la mujer que estaría a su lado hasta el día de su muerte.

Como pez en el agua


Haroldo Conti, en una nota publicada en la revista Crisis, del mes de julio de 1974, titulada “La breve vida feliz de Mister Pa”, recrea un diálogo mantenido con Gregorio Fuentes Betancourt —alias “Pellejo Duro”—, quien trabajaría para Hemingway durante 27 años asistiéndolo en el Pilar, la embarcación que formara parte de la vida aventurera de Ernest. En esa conversación íntima, Hemingway dice: “—Viejo, los dos somos hijos de la muerte. Quiero a este barco tanto como si fuera un hijo más. No sé cómo disponer de él, pero en caso de que me pase algo, ¿tú qué harías, viejo?
—Lo sé.
—Dímelo, por favor.
—Pues lo sacaría a tierra y lo pondría en el jardín de la finca. Y si tuviera algo de dinero mandaría a hacer una estatua de usted sentado en una banquina, al lado del barco, con un vaso en la mano.
—Es buena idea. Si me ocurre algo, trata de hacerlo”.
Esa fantasía de Gregorio fue realidad. La embarcación que Hemingway compró en 10.000 dólares se llamó “Pilar”, en homenaje a la basílica Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza y también en honor al apodo que Pauline —su segunda esposa— utilizó en muchos telegramas que enviaba a Ernest para no llamar la atención de Hadley Richardson, su primera mujer.

El yate, adquirido en un astillero de Brooklyn en 1934, es una embarcación realizada en caoba y roble, de 11,86 metros de eslora y 3,65 de manga, dotada de un motor Chrysler de 100 HP, que “Papá” usó para capturar peces aguja y perseguir submarinos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Sobre este aspecto hubo muchas historias, algunas decididamente inventadas y otras que fueron parte de la realidad. Conviene al respecto acudir al libro de Enrique Cirules Hemingway en la cayería de Romano (Editorial José Martí; 128
páginas; Cuba, 1999) donde el autor pormenoriza las travesías de Hemingway desde Cayo Francés a Faro Mat, entrada del puerto de San Fernando de Nuevitas, entre 1942 y 1943. En 1942, el entonces embajador Spruille Braden cargaría con una frase que dejaría blanqueado el asunto: “Hemingway colaboró para nosotros desde su finca de La Habana dos veces por semana. Reunió a un grupo de cuatro hombres que trabajaban todo el día”. Aquella tarea le permitió a ”Hem” juntar una asociación de personajes marginales que merodeaban los cafés del puerto cubano. Así reclutó una docena de estafadores, con el objeto de perseguir a 25.000 “falangistas violentos” que vivían en la isla. También se suponía que unos 1.000 submarinos alemanes podrían circular por las aguas del Caribe y su propósito
no sería otro que convertir a Cuba en un punto de avanzada contra los Estados Unidos. Braden, un personaje adicto al alcohol y a los deportes, le entregaría a Hemingway 1.000 dólares mensuales y 122 galones de nafta que el escritor utilizaría para darse el lujo de viajar sin problemas, pescar a su antojo y jugar al espionaje. La situación en nada agradó al FBI, que calificó la travesura como
“una torpe e infantil empresa de fulleros de carácter sensacionalista”.
Tiempo después tendría peso la versión sobre la verdadera participación de Hemingway en todo este proyecto. El FBI lo negaría al igual que el propio escritor, pero valederos documentos darían cuenta de que, en un principio, Ernest estaba cerca del grupo de inteligencia y, posteriormente, todo hacía pensar en una traición.
En 1960, Hemingway se alejaría de Cuba para no volver jamás. Viaja a Nueva York, pasa por Madrid y de regreso a su país se instala en una finca de Idaho.

Lejos de la vida y cerca del cielo.

En 1962, con la autorización de Mary Welsh, se declara a Finca La Vigía como museo. Lo inauguraría, en 1964, el escritor Alejo Carpentier. Recién en 1970 el yate Pilar es llevado a la casona de San Francisco de Paula y se decide colocarlo en el lugar que fuera la cancha de tenis. Fue restaurado por última vez en 1968, en los astilleros Chillima de La Habana.
Desde entonces la casa y el barco son testigos de una paulatina decadencia.

La casa vacía

Finca La Vigía guarda cientos de recuerdos, innumerables historias y
numerosos acontecimientos ligados a Ernest Hemingway. En esa casa se
paseó desnuda Ava Gardner. Allí se intentó asesinar a Fidel Castro. A esa mansión lo llamaron para comunicarle al novelista que le habían otorgado el Premio Nobel.
No hace falta decir que para Cuba este lugar es sagrado. Forma parte de su cultura y es un atractivo sin discusión para el turismo. Por muchos años, la voluntad de las autoridades del hoy museo hizo posible que la mística de la poltrona del comedor se mantuviese ocupada y en silencio, y que esa figura del hombre con torso desnudo, barba canosa y bermudas gastadas, cruzara el parque buscando a los gatos.
En 1999, centenario del nacimiento de Hemingway, todo parecía una fiesta.
Cuba era una fiesta. Se recordaba a “Papá” como si estuviera vivo. Tres años después, el 16 de marzo de 2002, el ex presidente estadounidense James Carter visitaba, con su esposa Roselyn, la mansión, y se comprometía a que, en el corto plazo, expertos norteamericanos visitaran Finca La Vigía para colaborar con técnicos cubanos en la restauración del museo. Seis meses más tarde se firmaba un acuerdo entre el Social Science Research Council y el
Congreso del Patrimonio Cultural de Cuba, para la recuperación,
conservación y digitalización de unos 11.000 libros, cartas, folletos, revistas y documentos que Hemingway acumuló en su paso por la isla. Aunque parezca mentira, la Fundación Rockefeller y la Fundación de Preservación Hemingway también estamparon su firma y se pusieron de acuerdo para destinar el dinero que hiciera falta en el desarrollo del proyecto. Más aun, se confirmaba la restauración de la finca y del yate Pilar. Hasta allí, una primavera. Incluso la
directora del museo, Ada Rosa Alfonso, convocó espontáneamente a expertos para que se iniciara la obra, mucho antes que la partida presupuestaria acordada llegara. Pero, como un huracán, el presidente George Bush trabó los fondos recaudados por el National Trust of Historic Preservation, quien había escogido a la finca La Vigía como primer centro de atención en el extranjero, escudándose la medida en el embargo económico impuesto a Cuba desde hace más de 45 años. Fue la vocera de la Oficina de Control de Activos en el
Exterior del Departamento del Tesoro la que duramente afirmó: “No deseamos favorecer algo que ponga dinero en manos de Castro”.
Después de su reelección, el mandatario norteamericano sistemáticamente recorta envíos ya asignados sin ninguna consulta previa con el Congreso de la Nación. Esto disgusta a muchos americanos, pero es uno de los tantos ejemplos de cesarismo del presidente.

Cartas de amor desde el frente

El material epistolar encontrado en Finca La Vigía es parte de la
documentación que recibirá la Biblioteca Kennedy. La tarea de
búsqueda es un mérito de Felipe Cunill, Humberto Crespo y Norberto
Fuentes, todos investigadores cubanos que lucharon para rescatar
estos textos que tienen como única destinataria a Mary Welsh,
apodada por el propio “Papá” como Pickle (Pepinillo). El mal estado de conservación de muchas cartas obligó a los especialistas a un
verdadero esfuerzo, dado que las mismas no se encontraban en
óptimas condiciones para su lectura. Tampoco nadie pensó que algún
día fuera previsto publicarlas, de ahí que las epístolas tengan, además de un valor afectivo, un sustento testimonial. Con posterioridad al relevamiento realizado en 1989, los expertos norteamericanos y cubanos reconocieron la documentación y certificaron su autenticidad.
En exclusividad, aquí damos a conocer una de esas cartas.

Noviembre 11, 1944

Queridísima Pickle:
He pensado mucho en ti y te he amado mucho durante todo el día.
Espero que tengas un buen viaje. Anoche nevó mucho al igual que
esta mañana. Ahora el tiempo ha mejorado un poco. Esta región es
bella aunque salvaje, de difícil acceso, mucho más inhóspita que donde estábamos antes, es la peor que he visto hasta ahora. Me siento igual sobre las perspectivas, pero interiormente tengo la sensación de felicidad de que nada me importa, que siempre se apodera de mí algo cuando se van a armar los líos. Sin embargo las cosas no son las mismas cuando se combate y los ciudadanos no combatientes tratan de molestar a los combatientes (en esto no hay Día D ni hora H).
Además el ejército es un negocio de eternos celos y de nuevas y viejas envidias, y de que si te portaste mal conmigo aquí, me desquitaré allá.
A uno lo afecta tanto porque conoce la metafísica de todo este
proceso. Desde el principio el señor de la calavera y las tibias cruzadas
lo había seleccionado. Sencillamente aprendo lo suficiente para poder seguir adelante; es una triste continuación de las inquietudes del sistema de categorías de Yale y de las asociaciones universitarias.
Más o menos trato de explicarles a los compañeros que simpatizo todo
esto que pienso.
Ha caído nieve, nieve y más nieve y además, lluvia, lluvia y más lluvia.
Un clima de mierda. Espero que donde estés el tiempo haya sido
mejor. La nieve empeora terriblemente los problemas. Ayer iba en un
jeep que tenía el parabrisas tan lleno de barro y nieve que no se veía casi nada. Estuvimos a 20 metros de un campo minado, atravesado
por una carretera que nos habían dicho que estaba limpia, mientras
nos dirigíamos a una aldea que también nos habían dicho que no tenía
problemas, pero que estaba finalmente ocupada por alemanes. Ya ves,
este tipo de cosas puede provocar resultados inesperados.
Soy de lo más alegre y juego todo el tiempo con los muchachos, así
que no pienses que soy un eterno tristón.
No importa que no te escriba más ahora, porque no enviaré la carta
hasta que comience el avance. Te escribo algo todos los días para no
sentirme tan solo. Cuando estoy metido en la acción puedo escribir
mucho, pero mientras espero soy incapaz de escribir nada.
Te amo, querida
Sólo tuyo.
De Ernest Hemingway. Corresponsal de Guerra.

martes, 27 de octubre de 2015

¡ LUNA AZUL, OH LUNA AZUL CÓMO TE ADORO ! - Charles Bukowski


Me preocupo por ti, cariño, te amo,
la única razón por la que jodí con L. es porque tú te jodiste
a Z. y
[después me jodí a R. y tú a N.
y porque te jodiste a N. me jodí a
Y. Pero pienso en ti constantemente, te siento
aquí en mi vientre como un bebé, yo lo llamo amor,
no importa lo que suceda yo lo llamo amor, y como te
jodiste a C. y antes de que pudiera hacer algo
te jodiste a L., entonces tuve que joderme a G. Pero
quiero que sepas que te amo, pienso en ti
constantemente, no creo que haya amado a nadie
como te amo a ti.
uau uau uau uau uau
uau uau uau uau uau.

Charles Bukowski.

Un relato muy corto - Ernest Hemingway

Un Relato Muy Corto


En las últimas horas de una tarde calurosa lo llevaron a la azotea y desde allí podía dominar toda la ciudad de Padua. Las chimeneas se perfilaban sobre el cielo. La noche tardó poco en llegar y entonces aparecieron los proyectores. Los otros bajaron al balcón, llevándose las botellas. Hasta donde estaban Luz y él llegaba el bullicio. Luz se sentó en la cama. Estaba fresca y lozana en la noche cálida.
Luz cumplió el servicio nocturno durante tres meses y todos estaban contentos. Ella lo preparó para la operación, y aquel día le dijo en tono de broma: «Si no se porta bien le pondré un enema». Después vino el anestésico y él no pudo decir disparates en aquel difícil momento. Cuando empezó a utilizar las muletas solía tomar las temperaturas para que Luz no tuviera que levantarse de la cama. Había pocos pacientes y todos estaban enterados. Todos querían a Luz. Mientras regresaba por los pasillos pensó en Luz, acostada en su cama.
Antes de que él volviera al frente, los dos fueron a rezar al Duomo. Estaba oscuro y en silencio, y había otras personas orando. Querían casarse, pero no había tiempo suficiente para las amonestaciones y ninguno de los dos tenía la partida de nacimiento. Vivían, en realidad, como marido y mujer, pero deseaban que todos lo supieran para no correr el riesgo de perder esa condición.
Luz le escribió muchas cartas que él recibió después del armisticio. Un día le llegaron quince cartas juntas al frente, y las leyó de cabo a rabo después de clasificarlas por fechas. Le hablaba del hospital y de cuánto le quería. Le decía que le era imposible vivir sin él y que lo echaba de menos de un modo horrible por la noche.
Después del armisticio acordaron que él volviera a su país para conseguir un empleo que le permitiera casarse. Luz no regresaría hasta que él tuviera un buen trabajo, y entonces se encontrarían en Nueva York. No iba a beber más, por supuesto, y no necesitaría ver a sus amigos ni a nadie en los Estados Unidos. Solamente obtener el empleo y casarse. En el tren que los condujo de Padua a Milán tuvieron una disputa porque la mujer no estaba dispuesta a volver en seguida. Se despidieron con un beso, en la estación de Milán, pero el altercado no había concluido. Para él fue muy desagradable decirse adiós de esta forma.
Él volvió a América en un barco que zarpó de Génova. Luz regresó a Pordonone, donde se inauguraba un nuevo hospital. El lugar era solitario y lluvioso, y en la ciudad se hallaba acuartelado un batallón de arditi. Aquel invierno de tanta lluvia y barro, el comandante del batallón hizo el amor con Luz. Era la primera vez que ella conocía a un italiano. Por fin escribió a los Estados Unidos diciendo que lo suyo solamente había sido una chiquillada. Que lo sentía y que se daba cuenta de que probablemente él no podría comprenderlo, pero que quizá algún día la perdonase y le agradeciera aquello, y que esperaba casarse en la primavera siguiente. Que seguía queriéndole, pero que ahora comprendía que lo suyo solamente había sido una cosa de chicos. Que confiaba en que se abriese camino en la vida y que tenía plena confianza en él. Que estaba segura de que así era mejor para los dos.
El comandante no se casó con ella ni en la primavera siguiente ni nunca. Luz no llegó a recibir respuesta a la carta que envió a Chicago. Poco tiempo después él contrajo una gonorrea por culpa de una vendedora de la sección de pasamanería de un almacén, con quien hizo el amor en un taxi paseando por Lincoln Park.

Aquella noche lluviosa, después de un día tan largo estábamos sentados en el sofá de su sala, con una mirada tímida hicimos contacto visual ,fue en ese momento cuando me hizo una pregunta que no he logrado olvidar.
-Me quieres?
-No se para ti que signifique querer.- le conteste, pero puedo decirte que no pasa un momento en que no estés en mi mente, que siento el pecho sofocado cada vez que nos despedimos, que en las mañanas lo único que quiero es verme en tus ojos, que no puedo concebir la idea de algún día no estar contigo, que nada se compara a un beso tuyo, que veo en ti a la madre de mis hijos, que después de ti el pasado ha quedado borrado, que daría todo lo que tengo por despertar a tu lado toda la vida, lo que siento por ti jamás lo había vivido. Esperó eso conteste a tu pregunta - le respondí  mientras sonreía nerviosamente.
-Te amo, me dijo.
Fue en ese momento cuando comprendí que era ella, no había nada mas. Solo sus manos con las mías y el reloj marcando el inició de algo.

martes, 20 de octubre de 2015

Y podría decir que estoy enamorado, y que hoy quiero caminar contigo. Que quiero ver tu ojos cada mañana, y poder besar tu frente cada noche.
Podría decirte que ya encontré mi sitio, que las horas pasan lentas cuando tu no estas, podría decirte tantas cosas. Que te extraño, que te siento, que te escribo  solo a ti, que eres mi poema y mi canción, que eres todo y ya no tengo nada. Y podría decir que estoy enamorado, o tal vez seguir mirando al cielo en la mañanas, añorando un día mas.

lunes, 19 de octubre de 2015

viernes, 16 de octubre de 2015

Biografía Ernest Hemingway







Ernest Miller Hemingway (Oak Park, Illinois, 21 de julio de 1899 – Ketchum, Idaho, 2 de julio de 1961) fue un escritor y periodista estadounidense, y uno de los principales novelistas y cuentistas del siglo xx. Su estilo sobrio y minimalista tuvo una gran influencia sobre la ficción del siglo xx, mientras que su vida de aventuras y su imagen pública influenció generaciones posteriores. Hemingway escribió la mayor parte de su obra entre mediados de 1920 y mediados de 1950. Ganó el Premio Pulitzer en 1953 por El viejo y el mar y al año siguiente el Premio Nobel de Literatura por su obra completa. Publicó siete novelas, seis recopilaciones de cuentos y dos ensayos. Póstumamente se publicaron tres novelas, cuatro libros de cuentos y tres ensayos. Muchos de estos son considerados clásicos de la literatura de Estados Unidos.
Hemingway dijo que de 1942 a 1945 «estaba fuera del negocio como escritor».En 1946 se casó con Mary, que tuvo un embarazo ectópico cinco meses más tarde. La familia Hemingway sufrió una serie de accidentes y problemas de salud en los años posteriores a la guerra: en un accidente de tráfico en 1945 «rompió la rodilla» y sostuvo otra «herida profunda en la frente»; Mary rompió primero su tobillo derecho y luego el de izquierda en accidentes de esquí sucesivos. Un accidente de tráfico en 1947 dejó Patrick con una herida en la cabeza y gravemente enfermo.Hemingway se hundió en una depresión, cuando sus amigos literarios comenzaron a fallecer: en 1939 Yeats y Ford Madox Ford; en 1940 Scott Fitzgerald; en 1941 Sherwood Anderson y James Joyce; en 1946 Gertrude Stein; y al año siguiente, en 1947, Max Perkins, durante mucho tiempo el editor y amigo de Hemingway del editorial Scribner.Durante este período, sufría de fuertes dolores de cabeza, alta presión arterial, problemas de peso, y finalmente de diabetes —gran parte del cual fue el resultado de accidentes anteriores y de muchos años de consumo excesivo de alcohol—.

No obstante, en enero de 1946 comenzó a trabajar en El Jardín del Edén, terminando ochocientos páginas para junio.Durante los años de la posguerra también comenzó a trabajar en una trilogía, tentativamente titulada «The Land», «The Sea» y «The Air», (La tierra, El mar y El aire) con el propósito de unirlas en una novela titulada The Sea Book (El libro del mar). Sin embargo, ambos proyectos se estancaron, y Mellow observa que la incapacidad de Hemingway de darles seguimiento era «un síntoma de sus problemas» durante estos años.
En 1954, cuando estaba en África, Hemingway casi muere en dos accidentes aéreos sucesivos que lo dejaron gravemente herido. Como regalo de Navidad a Mary había contratado un vuelo turístico sobre Congo belga. En camino a fotografiar las cascadas Murchison desde el aire, el avión chocó contra un poste de electricidad abandonado y tuvo que realizar un «aterrizaje de emergencia en la densa maleza». Las lesiones de Hemingway incluyeron una herida en la cabeza, mientras que María se rompió dos costillas.Al día siguiente, en un intento de llegar a la asistencia médica en Entebbe, abordaron un segundo avión que explotó durante el despegue; Hemingway sufrió quemaduras y otra conmoción cerebral, esta vez lo suficientemente grave como para provocar fugas del fluido cerebral. Finalmente llegaron en Entebbe donde se dieron cuenta de que los periodistas estaban cubriendo la historia de la muerte de Hemingway. Informó a los reporteros y pasó las siguientes semanas recuperando y leyendo sus obituarios erróneos. A pesar de sus heridas, Hemingway acompañó Patrick y su esposa en una expedición de pesca prevista en febrero, pero el dolor le llevó a ser colérico y difícil de tratar. En un incendio forestal fue nuevamente herido, sosteniendo quemaduras de segundo grado en las piernas, el torso frontal, labios, mano izquierda y el antebrazo derecho. Meses después, en Venecia, Mary relató sobre la gravedad de las lesiones de Hemingway: dos discos intervertebrales agrietados, una ruptura hepática y renal, una dislocación del hombro y una fractura del cráneo.Los accidentes pueden haber precipitado el deterioro físico que iba a seguir. Después de los accidentes de avión, Hemingway, que había sido «un alcohólico apenas controlado durante gran parte de su vida, bebió más de lo habitual para combatir el dolor de sus heridas».
En octubre de 1954 Hemingway recibió el Premio Nobel de Literatura. Modestamente dijo a la prensa que Carl Sandburg, Isak Dinesen y Bernard Berenson merecieron el premio, pero que el dinero del premio sería bienvenido. Mellow afirma que Hemingway «había codiciado el Premio Nobel», pero cuando lo ganó, meses después de su accidente de avión y tras la cobertura de la prensa mundial que siguió, «debía de haber una sospecha persistente en la mente de Hemingway que sus obituarios habían desempeñado un papel en la decisión de la academia». Como aún estaba sufriendo el dolor de los accidentes en África, decidió no viajar a Estocolmo.En su lugar envió un discurso para ser leído, en el cual definió la vida del escritor: «Escribir, en su mejor momento, es una vida solitaria. Organizaciones para escritores palían la soledad del escritor, pero dudo si mejoran su escritura. Crece en estatura pública como vierte su soledad y a menudo su trabajo se deteriora. Porque hace su trabajo solo, y si es un escritor lo suficientemente bueno, debe enfrentar la eternidad, o la falta de ella, cada día».

Desde finales de 1955 hasta principios de 1956 Hemingway estaba postrado en cama.Se le dijo que dejara de beber para mitigar los daños en el hígado, consejo que siguió inicialmente pero luego ignoró.En octubre de 1956 regresó a Europa y conoció al escritor vasco Pío Baroja, quien estaba gravemente enfermo y falleció semanas después. Durante el viaje Hemingway cayó enfermo de nuevo y fue tratado por «alta presión arterial, enfermedades del hígado, y arteriosclerosis».

En noviembre, mientras en París, se acordó de los baúles que había almacenado en el Hotel Ritz en 1928 y que nunca había recuperado. Los baúles estaban llenos de cuadernos y escrituras de sus años en París. Cuando regresó a Cuba en 1957, entusiasmado con el descubrimiento, comenzó a dar forma a la obra recuperada en su autobiografía París era una fiesta.En 1959 finalizó un período de intensa actividad: terminó París era una fiesta (programado para ser lanzado el año siguiente); llevó Al romper el alba a 200.000 palabras; añadió capítulos a El Jardín del Eden; y trabajó en Islas en el golfo. Las tres últimas fueron almacenadas en una caja de depósito en La Habana, mientras se concentraba en los toques finales de París era una fiesta. Reynolds afirma que fue durante este período que Hemingway hundió en la depresión, de la que no pudo recuperarse.

Finca Vigía se volvió cada vez más llena de invitados y turistas, y Hemingway, que empezaba a sentirse infeliz con la vida allí estaba considerando trasladarse permanentemente a Idaho. En 1959 se compró una casa con vistas al río Big Wood, fuera de Ketchum, y salió de Cuba, a pesar de que aparentemente mantuvo buenas relaciones con el gobierno de Fidel Castro, comentando al New York Times que estaba «encantado» con el derrocamiento de Batista por Castro. Estuvo en Cuba en noviembre de 1959, entre su regreso de Pamplona y su viaje hacia Idaho, y también para sus cumpleaños el año siguiente; sin embargo, ese mismo año Mary y él decidieron abandonar Cuba, después de enterarse de la noticia de que Castro quería nacionalizar las propiedades de los estadounidenses y otros extranjeros en la isla.En julio de 1960 los Hemingway salieron de Cuba por última vez, dejando obras de arte y manuscritos en la bóveda de un banco en La Habana. Después de la Invasión de Playa Girón en 1961, la Finca Vigía, incluyendo la colección de unos «cuatro a seis mil libros» de Hemingway, fue expropiada por el gobierno cubano.


Temas

La popularidad de la obra de Hemingway se basa en gran medida en los temas, que según el académico Frederic Svoboda son el amor, la guerra, la naturaleza, y la pérdida, todos muy presentes en su obra.Estos son temas recurrentes de la literatura estadounidense, y son evidentes en la obra de Hemingway. El crítico literario Leslie Fiedler observa que en la obra de Hemingway el tema que define como «tierra sagrada» —el Viejo Oeste— se extiende hasta incluir las montañas en España, Suiza y África, así como los ríos de Míchigan. El Viejo Oeste recibe un guiño simbólico con la inclusión del «Hotel Montana» en Fiesta y Por quién doblan las campanas. Según Stoltzfus y Fiedler, para Hemingway la naturaleza es un lugar terapéutico, para renacer, y el cazador o pescador tiene un momento de trascendencia cuando mata a la presa. La naturaleza es donde están los hombres sin mujeres: los hombres pescan, cazan, y encuentran la redención en la naturaleza.Aunque Hemingway escribe también sobre deportes, Carlos Baker cree que el énfasis está más en el atleta que el deporte,mientras que Beegel ve la esencia de Hemingway como un naturalista americano, tal como se refleja en las descripciones detalladas que se puede encontrar en «El río de dos corazones».

Fiedler cree que Hemingway invierta el tema de la literatura estadounidense de la «mujer oscura» y mala, frente a la «mujer clara» y buena. Brett Ashley, la mujer oscura de Fiesta, es una diosa; Margot Macomber, la mujer clara de «La corta vida feliz de Francis Macomber», es una asesina. Robert Scholes reconoce que los primeros relatos de Hemingway, como «Un cuento muy corto», presentan «favorablemente a un personaje masculino y desfavorablemente a una mujer». Según Rena Sanderson, los primeros críticos de Hemingway alabaron su mundo machocéntrico de actividades masculinas, y su ficción que dividió las mujeres en «castradoras o esclavas de amor». Las críticas feministas atacaron a Hemingway como «enemigo público número uno», aunque re-evaluaciones más recientes de su obra «han dado nueva visibilidad a los personajes femeninos de Hemingway (y sus puntos fuertes) y han puesto de manifiesto su sensibilidad a las cuestiones de género, así poniendo en duda la antigua presunción de que sus escritos fueron unilateralmente masculinos». Nina Baym cree que Brett Ashley y Margot Macomber «son dos ejemplos destacados de las "mujeres perras" de Hemingway»




martes, 13 de octubre de 2015

El cuaderno de noah - Nicholas Sparks

 Recordó la conversación mantenida durante la cena y pensó en la soledad. Por alguna razón, no podía imaginar a Noah leyendo poemas a otra persona, ni siquiera compartiendo sus sueños con otra mujer. No era de esa clase de hombres. O, si lo era, ella se negaba a creerlo.

viernes, 9 de octubre de 2015

Carajo!

Debería haber sido más viejo o tú un poco más joven,y habernos conocido antes o mejor no habernos conocido nunca.

jueves, 8 de octubre de 2015

Consejos García Márquez

Durante mucho tiempo me aterró la página en blanco. La veía y vomitaba. Pero un día leí lo mejor que se escribió sobre ese síndrome. Su autor fue Hemingway. Dice que hay que empezar, y escribir, y escribir, hasta que de pronto uno siente que las cosas salen solas, como si alguien te las dictara al oído, o como si el que las escribe fuera otro. Tiene razón: es un momento sublime.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Páginas 36-43. El viejo y el mar - Ernest Hemingway

Ahora sabía que el pez iba ahí y que sus manos y su espalda no eran un sueño.
«Las manos curan rápidamente —pensó—. Las he desangrado, pero el agua salada las curará. El agua oscura del Golfo verdadero es la mejor cura que existe. Lo único que tengo que hacer es conservar la claridad mental. Las manos han hecho su faena y navegamos bien. Con su boca cerrada y su cola vertical navegamos como hermanos.»
Luego su cabeza empezó a nublarse un poco y pensó—: «¿Me llevará él a mí o lo llevaré yo a él? Si yo lo llevara a él a remolque no habría duda. Tampoco si el pez fuera en el bote ya sin ninguna dignidad.» Pero navegaban juntos, ligados costado con costado,
y el viejo pensó: «Deja que él me lleve si quiere. Yo sólo soy mejor que él por mis artes y él no ha querido hacerme daño.»
Navegaban bien y el viejo empapó las manos en el agua salada y trató de mantener la mente clara. Había altos cúmulos y suficientes cirros sobre ellos: por eso sabía que la brisa duraría toda la noche. El viejo miraba al pez constantemente para cerciorarse de que era cierto.

Pasó una hora antes de que le acometiera el primer tiburón.
El tiburón no era un accidente. Había surgido de la profundidad cuando la nube oscura de la sangre se había formado y dispersado en el mar a una milla de profundidad.

Había surgido tan rápidamente y tan sin cuidado, que rompió la superficie del agua azul y apareció al sol. Luego se hundió de nuevo en el mar y captó el rastro y empezó a nadar siguiendo el curso del bote y el pez.

A veces perdía el rastro. Pero lo captaba de nuevo, aunque sólo fuera por asomo, y se precipitaba rápida y fieramente en su persecución. Era un tiburón maleo muy grande, hecho para nadar tan rápidamente como el más rápido pez en el mar, y todo en él era hermoso, menos sus mandíbulas.

Su lomo era tan azul como el de un pez espada y su vientre era plateado y su piel era suave y hermosa. Estaba hecho como un pez espada, salvo por sus enormes mandíbulas, que iban herméticamente cerradas mientras nadaba, justamente bajo la superficie, con su alta aleta dorsal copando el agua sin oscilar. Dentro del cerrado doble
labio de sus mandíbulas, sus ocho filas de dientes se inclinaban hacia dentro. No eran los ordinarios dientes piramidales de la mayoría de los tiburones. Tenían la forma de los dedos de un hombre cuando se crispaban como garras. Eran casi tan largos como los
dedos del viejo y tenían filos como de navajas por ambos lados. Este era un pez hecho para alimentarse de todos los peces del mar que fueran tan rápidos y fuertes y bien armados que no tuvieran otro enemigo. Ahora, al percibir el aroma más fresco, su azul
aleta dorsal cortaba el agua más velozmente.

Cuando el viejo lo vio venir, se dio cuenta de que era un tiburón que no tenía ningún miedo y que haría exactamente lo que quisiera. Preparó el arpón y sujetó el cabo mientras veía venir al tiburón. El cabo era corto, pues le faltaba el trozo que él había cortado para
amarrar al pez.

El viejo tenía ahora la cabeza despejada y en buen estado y se hallaba lleno de decisión, pero no abrigaba mucha esperanza. «Era demasiado bueno para que durara», pensó. Echó una mirada al gran pez mientras veía acercarse al tiburón. «Tal parece un sueño —pensó—. No puedo impedir que me ataque, pero acaso pueda arponearlo.

«Maldito, —pensó—. ¡Maldita sea tu madre!» El tiburón se acercó velozmente por la popa y cuando atacó al pez, el viejo vio su
boca abierta y sus extraños ojos y el tajante chasquido de los dientes al entrarle a la carne justamente sobre la cola. La cabeza del tiburón estaba fuera del agua y su lomo venía asomado y el viejo podía oír el ruido que hacía al desgarrar la piel y la carne del gran pez cuando clavó el arpón en la cabeza del tiburón en el punto donde la línea del entrecejo se cruzaba con la que corría rectamente hacia atrás partiendo del hocico. No había tales
líneas: solamente la pesada y recortada cabeza azul y los grandes ojos y las mandíbulas que chasqueaban, acometían y se lo tragaban todo. Pero allí era donde estaba el cerebro y allí fue donde le pegó el viejo. Le pegó con sus manos pulposas y ensangrentadas, empujando el arpón con toda su fuerza. Le pegó sin esperanza, pero con resolución y furia.
El tiburón se volcó y el viejo vio que no había vida en sus ojos; luego el tiburón volvió a volcarse, se envolvió en dos lazos de cuerda. El viejo se dio cuenta de que estaba muerto, pero el tiburón no quería aceptarlo. Luego, de lomo, batiendo el agua con
la cola y chasqueando las mandíbulas, el tiburón surcó el agua como una lancha de motor. El agua era blanca en el punto donde batía su cola, y las tres cuartas partes de su cuerpo sobresalían del agua cuando el cabo se puso en tensión, retembló y luego se rompió. El tiburón se quedó un rato tranquilamente en la superficie y el viejo se paró a mirarlo. Luego el tiburón empezó a hundirse lentamente.
—Se llevó unas cuarenta libras —dijo el viejo en voz alta.
«Se llevó también mi arpón y todo el cabo —pensó—, y ahora mi pez sangra y vendrán otros tiburones.»
No le agradaba ya mirar al pez porque había sido mutilado. Cuando el pez había sido atacado, fue como si lo hubiera sido él mismo.
Pero he matado al tiburón que atacó a mi pez —pensó—. Y era el dentuso más grande que había visto jamás. Y bien sabe Dios que yo he visto dentusos grandes.
«Era demasiado bueno para durar» —pensó—. Ahora pienso que ojalá hubiera sido un sueño, y que jamás hubiera pescado al pez, y que me hallara solo en la cama sobre los periódicos.»
—Pero el hombre no está hecho para la derrota —dijo—. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.
«Pero siento haber matado al pez» —pensó—. Ahora llega el mal momento y ni siquiera tengo el arpón. El tiburón es cruel y capaz y fuerte e inteligente. Pero yo fui más inteligente que él. «Quizá no» —pensó—. Acaso estuviera solamente mejor armado.»
—No pienses, viejo —dijo en voz alta—. Sigue tu rumbo y dale el pecho a la cosa cuando venga.
«Pero tengo que pensar» —pensó—. Porque es lo único que me queda. Eso y el béisbol. Me pregunto qué le habría parecido al gran DiMaggio la forma en que le di en el cerebro. «No fue gran cosa» —pensó—. Cualquier hombre habría podido hacerlo. Pero, ¿cree usted que mis manos hayan sido un inconveniente tan grande como las espuelas de hueso? No puedo saberlo. Jamás he tenido nada malo en el talón, salvo aquella vez en que la raya me lo pinchó cuando la pisé nadando y me paralizó la parte inferior de la pierna. Me causó un dolor insoportable. —Piensa en algo alegre, viejo —dijo—. Ahora cada minuto que pasa estás más cerca de la orilla.

Tras haber perdido cuarenta libras, navegaba más y más ligero.
Conocía perfectamente lo que pudiera suceder cuando llegara a la parte interior de la corriente. Pero ahora no había nada que hacer. —Sí, cómo no dijo en voz alta—. Puedo amarrar el cuchillo al cabo de uno de los remos.
Lo hizo así con la caña del timón bajo el brazo y la escota de la vela bajo el pie.
—Vaya —dijo—. Soy un viejo. Pero no estoy desarmado.
Ahora la brisa era fresca y navegaba bien. Vigilaba sólo la parte delantera del pez y empezó a recobrar parte de su esperanza.
«Es idiota no abrigar esperanzas» —pensó—. Además, creo que es un pecado. No pienses en el pecado —se dijo—. Hay bastantes problemas ahora sin el pecado. Además, yo no entiendo de eso.
«No lo entiendo y no estoy seguro de creer en el pecado. Quizá haya sido un pecado matar al pez. Supongo que sí aunque lo hice para vivir y dar de comer a mucha gente. Pero entonces todo es pecado. No pienses en el pecado. Es demasiado tarde para eso y hay gente a la que se paga por hacerlo. Deja que ellos piensen en el pecado. Tú
naciste para ser pescador y el pez nació para ser pez. San Pablo era pescador, lo mismo que el padre del gran DiMaggio.»
Pero le gustaba pensar en todas las cosas en que se hallaba envuelto, y puesto que no había nada que leer y no tenía un receptor de radio, pensaba mucho y seguía pensando acerca del pecado. «No has matado al pez únicamente para vivir y vender para comer» —pensó—. Lo mataste por orgullo y porque eres pescador. «Lo amabas cuando
estaba vivo y lo amabas después. Si lo amas, no es pecado matarlo. ¿O será más que pecado?»

—Piensas demasiado, viejo—dijo en voz alta.
«Pero te gustó matar al dentuso» —pensó—. «Vive de los peces vivos, como tú. No es un animal que se alimente de carroñas, ni un simple apetito ambulante, como otros tiburones. Es hermoso y noble y no conoce el miedo.»
—Lo maté en defensa propia —dijo el viejo en voz alta—. Y lo maté bien.
«Además, —Pensó—, «todo mata a los demás en cierto modo. El pescar me mata a mí exactamente igual que me da la vida. El muchacho sostiene mi vida —pensó—. No debo hacerme demasiadas ilusiones.»
Se inclinó sobre la borda y arrancó un pedazo de la carne del pez donde lo había desgarrado el tiburón. La masticó y notó su buena calidad y su buen sabor. Era firme y jugosa como carne de res, pero no era roja. No tenía nervios y él sabía que en el mercado
se pagaría al más alto precio. Pero no había manera de impedir que su aroma se extendiera por el agua y el viejo sabia que se acercaban muy malos momentos.

La brisa era firme. Había retrocedido un poco hacia el nordeste y el viejo sabía que eso significaba que no decaería. El viejo miró adelante, pero no se veía ninguna vela, ni el casco, ni el humo de ningún barco. Sólo los peces voladores que se levantaban de su proa abriéndose hacia los lados y los parches amarillos de los sargazos. Ni siquiera se veía un pájaro.
Había navegado durante dos horas, descansando en la popa y a veces masticando un pedazo de carne de la aguja, tratando de reposar para estar fuerte, cuando vio el primero de los dos tiburones.
—¡Ay!—dijo en voz alta. No hay equivalente para esta exclamación. Quizá sea tan sólo un ruido, como el que pueda emitir un hombre, involuntariamente, sintiendo las clavos atravesar sus manos y penetrar en la madera. —Galanos —dijo en voz alta. Había visto ahora la segunda aleta que venía detrás de la primera y los había identificado como los tiburones de hocico en forma de pala por la
parda aleta triangular y los amplios movimientos de cola. Habían captado el rastro y estaban excitados y en la estupidez de su voracidad estaban perdiendo y recobrando el aroma. Pero se acercaban sin cesar.

El viejo amarró la escota y trancó la caña. Luego cogió el remo al que había ligado el cuchillo. Lo levantó lo más suavemente posible porque sus manos se rebelaban contra el dolor. Luego las abrió y cerró suavemente para despegarlas del remo. Las cerró con firmeza para que ahora aguantaran el dolor y no cedieran y clavó la vista en los tiburones que se acercaban. Podía ver sus anchas y aplastadas cabezas de punta de pala y sus anchas aletas pectorales de blanca punta. Eran unos tiburones odiosos, malolientes, comedores de carroñas, así como asesinos, y cuando tenían hambre eran capaces de
morder un remo o un timón de barco. Eran estos tiburones los que cercenaban las patas de las tortugas cuando éstas nadaban dormidas en la superficie, y atacaban a un hombre en el agua si tenían hambre aun cuando el hombre no llevara encima sangre ni mucosidad de pez.

—¡Ay!—dijo el viejo—. Galanos. ¡Vengan, galanos!

Vinieron. Pero no vinieron como había venido el mako. Uno viró y se perdió de vista, abajo, y por la sacudida del bote el viejo sintió que el tiburón acometía al pez y le daba tirones. El otro miró al viejo con sus hendidos ojos amarillos y luego vino rápidamente con
su medio círculo de mandíbulas abierto para acometer al pez donde había sido ya mordido. Luego apareció claramente la línea en la cima de su cabeza parda y más atrás donde el cerebro se unía a la espina dorsal y el viejo clavó el cuchillo que había amarrado al remo en la articulación. Lo retiró, lo clavó de nuevo en los amarillos ojos felinos del tiburón. El tiburón soltó al pez y se deslizó hacia abajo tragando lo que había cogido, mientras moría.
El bote retemblaba todavía por los estragos que el otro tiburón estaba causando al pez y el viejo arrió la escota para que el bote virara en redondo y sacara de debajo al tiburón. Cuando vio al tiburón, se inclinó sobre la borda y le dio de cuchilladas. Sólo
encontró carne y la piel estaba endurecida y apenas pudo hacer penetrar el cuchillo. El golpe lastimó no sólo sus manos, sino también su hombro. Pero el tiburón subió rápido, y sacó la cabeza, y el viejo le dio en el centro mismo de aquella cabeza plana al tiempo que el hocico salía del agua y se pegaba al pez. El viejo retiró la hoja y acuchilló de nuevo al tiburón exactamente en el mismo lugar. Todavía siguió pegado al pez que había enganchado con sus mandíbulas, y el viejo lo acuchilló en el ojo izquierdo. El tiburón
seguía prendido del pez.
—¿No? —dijo el viejo, y le clavó la hoja entre las vértebras y el cerebro. Ahora fue un golpe fácil y el viejo sintió romperse el cartílago. El viejo invirtió el remo y metió la pala entre las mandíbulas del tiburón para forzarlo a soltar. Hizo girar la pala, y al soltar el tiburón, dijo:
—Vamos, galano. Baja, déjate ir hasta una milla de profundidad. Ve a ver a tu amigo. O quizá sea tu madre.
El viejo limpió la hoja de su cuchillo y soltó el remo. Luego cogió la escota y la vela se llenó de aire y el viejo puso el bote en su derrota.
—Deben de haberse llevado un cuarto del pez y de la mejor carne —dijo en voz alta—. Ojalá fuera un sueño, y que jamás lo hubiera pescado. Lo siento, pez. Todo se ha echado a perder.
Se detuvo y ahora no quiso mirar al pez. Desangrado y a flor de agua parecía del color de la parte de atrás de los espejos, y todavía se veían sus franjas. —No debí haberme alejado tanto de la costa, pez —dijo—. Ni por ti, ni por mí. Lo siento, pez.
«Ahora» —se dijo— «mira la ligadura del cuchillo, a ver si ha sido cortada. Luego pon tu mano en buen estado, porque todavía no se ha acabado esto.»
—Ojalá hubiera traído una piedra para afilar el cuchillo —dijo el viejo después de haber examinado la ligadura en el cabo del remo—. Debí haber traído una piedra.
«Debiste haber traído muchas cosas» —pensó—. «Pero no las has traído, viejo.
Ahora no es el momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer con lo que hay.»
—Me estás dando muchos buenos consejos —dijo en voz alta—. Estoy cansado de eso. Sujetó la caña bajo el brazo y metió las dos manos en el agua mientras el bote seguía avanzando.
—Dios sabe cuánto se habrá llevado ese último —dijo—. Pero ahora pesa mucho menos.
No quería pensar en la mutilada parte inferior del pez. Sabía que cada uno de los
tirones del tiburón había significado carne arrancada y que el pez dejaba ahora para todos
los tiburones un rastro tan ancho como una carretera a través del océano.
«Era un pez capaz de mantener a un hombre todo el invierno» —pensó—. No pienses en eso. Descansa simplemente y trata de poner tus manos en orden para defender lo que queda. El olor a sangre de mis manos no significa nada, ahora que existe todo ese rastro en el agua. Además, no sangran mucho. No hay ninguna herida de cuidado. La sangría puede impedir que le dé calambre a la izquierda.
«¿En qué puedo pensar ahora?» —se dijo—. En nada. No debo pensar en nada y esperar a los siguientes. «Ojalá hubiera sido realmente un sueño —pensó—. Pero, ¿quién sabe? Hubiera podido salir bien.»
El siguiente tiburón que apareció venía solo y era otro hocico de pala. Vino como un puerco a la artesa: si hubiera un puerco con una boca tan grande que cupiera en ella la cabeza de un hombre. El viejo dejó que atacara al pez. Luego le clavó el cuchillo del remo
en el cerebro. Pero el tiburón brincó hacia atrás mientras rolaba y la hoja del cuchillo se rompió.
El viejo se puso al timón. Ni siquiera quiso ver cómo el tiburón se hundía lentamente en el agua, apareciendo primero en todo su tamaño; luego, pequeño; luego, diminuto. Eso le había fascinado siempre. Pero ahora ni siquiera miró.
—Ahora me queda el bichero —dijo—. Pero no servirá de nada. Tengo los dos remos y la caña del timón y la porra.
«Ahora me han aniquilado —pensó—. Soy demasiado viejo para matar a los tiburones a garrotazos. Pero lo intentaré mientras tenga los remos y la porra y la caña.»
Puso de nuevo sus manos en el agua para empaparlas. La tarde estaba avanzando y todavía no veía más que el mar y el cielo. Había más viento en el cielo que antes, y esperaba ver pronto tierra.
—Estás cansado, viejo —dijo—. Estás cansado por dentro.
Los tiburones no lo atacaron hasta justamente antes de la puesta del sol. El viejo vio venir las pardas aletas a lo largo de la ancha estela que el pez debía de trazar en el agua.
No venían siquiera siguiendo el rastro. Se dirigían derecho al bote, nadando a la par. Trancó la caña, amarró la escota y cogió la porra que tenía bajo la popa. Era un mango de remo roto, serruchado a una longitud de dos pies y medio. Sólo podía usarlo eficazmente con una mano, debido a la forma de la empuñadura, y lo cogió firmemente
con la derecha, flexionando la mano mientras veía venir los tiburones. Ambos eran galanos.

«Debo dejar que el primero agarre bien para pegarle en la punta del hocico o en medio de la cabeza», pensó. Los tiburones se acercaron juntos y cuando el viejo vio al más cercano abrir las mandíbulas y clavarlas en el plateado costado del pez, levantó el palo y lo dejó caer con gran fuerza y violencia sobre la ancha cabezota del tiburón. Sintió la elástica solidez de la cabeza al caer el palo sobre ella. Pero sintió también la rigidez del hueso y otra vez pegó
duramente al tiburón sobre la punta del hocico al tiempo que se deslizaba hacia abajo separándose del pez.
El otro tiburón había estado entrando y saliendo y ahora volvía con las mandíbulas abiertas. El viejo podía ver pedazos de carne del pez cayendo, blancas, de los cantos de sus mandíbulas, cuando acometió al pez y éste cerró las mandíbulas. Le pegó con el palo y dio sólo en la cabeza, y el tiburón lo miró y arrancó la carne. El viejo le pegó de nuevo con el palo al tiempo que se deslizaba alejándose para tragar y sólo dio en la sólida y densa elasticidad.
—Vamos, galano —dijo el viejo—. Vuelve otra vez.
El tiburón volvió con furia y el viejo le pegó en el instante en que cerraba sus mandíbulas. Le pegó sólidamente y desde tan alto como había podido levantar el palo.
Esta vez sintió el hueso, en la base del cráneo, y le pegó de nuevo en el mismo sitio mientras el tiburón arrancaba flojamente la carne y se deslizaba hacia abajo, separándose del pez.
El viejo esperó a que subiera de nuevo, pero no apareció ninguno de ellos. Luego vio uno en la superficie nadando en círculos. No vio la aleta del otro.
«No podía esperar matarlo —pensó—. Pudiera haberlo hecho en mis buenos tiempos. Pero los he magullado bien a los dos y se deben de sentir bastante mal. Si hubiera podido usar un bate con las dos manos habría podido matar al primero, seguramente. Aun ahora», —pensó.
No quería mirar al pez. Sabía que la mitad de él había sido destruida. El sol se había puesto mientras el viejo peleaba con los tiburones.
—Pronto será de noche —dijo—. Entonces podré acaso ver el resplandor de La Habana. Si me hallo demasiado lejos al este, veré las luces de una de las nuevas playas.
«Ahora no puedo estar demasiado lejos —pensó—. Espero que nadie se haya alarmado. Sólo el muchacho pudiera preocuparse, desde luego. Pero estoy seguro de que habrá tenido confianza. Muchos de los pescadores más viejos estarán preocupados. Y muchos otros también —pensó—. Vivo en un buen pueblo.»
Ya no le podía hablar al pez, porque éste estaba demasiado destrozado. Entonces se le ocurrió una cosa.

—Medio pez —dijo—. El pez que has sido. Siento haberme alejado tanto. Nos hemos arruinado los dos. Pero hemos matado muchos tiburones, tú y yo, y hemos arruinado a muchos otros. ¿Cuántos has matado tú en tu vida, viejo pez? Por algo debes de tener esa espada en la cabeza.
Le gustaba pensar en el pez y en lo que podría hacerle a un tiburón si estuviera nadando libremente. «Debí de haberle cortado la espada para combatir con ella a los tiburones», pensó. Pero no tenía un hacha, y después se quedó sin cuchillo.
«Pero si lo hubiera hecho y ligado la espada al cabo de un remo, !qué arma!
Entonces los habríamos podido combatir juntos. ¿Qué vas a hacer ahora si vienen de noche? ¿Qué puedes hacer?»
—Pelear contra ellos —dijo—. Pelearé contra ellos hasta la muerte.
Pero ahora en la oscuridad y sin que apareciera ningún resplandor y sin luces y sólo el viento y sólo el firme tiro de la vela, sintió que quizás estaba ya muerto. Juntó las manos y percibió la sensación de las palmas. No estaban muertas y él podía causar el dolor de la vida sin más que abrirlas y cerrarlas. Se echó hacia atrás contra la popa y sabía que no estaba muerto. Sus hombros se lo decían.
«Tengo que decir todas esas oraciones que prometí si pescaba al pez —pensó—. Pero estoy demasiado cansado para rezarlas ahora. Mejor que coja el saco y me lo eche sobre los hombros.»
Se echó sobre la popa y siguió gobernando y mirando a ver si aparecía el resplandor en el cielo. «Tengo la mitad del pez —pensó—. Quizá tenga la suerte de llegar a tierra con la mitad delantera. Debiera quedarme alguna suerte. No —se dijo—. Has violado tu suerte cuando te alejaste demasiado de la costa.
—No seas idiota —dijo en voz alta—. Y no te duermas. Gobierna tu bote. Todavía puedes tener mucha suerte. Me gustaría comprar alguna si la vendieran en alguna parte.
«¿Con qué habría de comprarla? » —se preguntó—. ¿Podría comprarla con un arpón perdido y un cuchillo roto y dos manos estropeadas?»
—Pudiera ser —dijo—. Has tratado de comprarla con ochenta y cuatro días en la mar. Y casi estuvieron a punto de vendértela.
«No debo pensar en tonterías —pensó—. La suerte es una cosa que viene en muchas formas, y ¿quién puede reconocerla? Sin embargo, yo tomaría alguna en cualquier forma y pagaría lo que pidieran. Mucho me gustaría ver el resplandor de las luces —pensó—. Me gustarían muchas cosas. Pero eso es lo que ahora deseo.» Trató de ponerse más cómodo para gobernar al bote y por su dolor se dio cuenta de que no estabamuerto.
Vio el fulgor reflejado de las luces de la ciudad a eso de las diez de la noche. Al principio eran perceptibles únicamente como la luz en el cielo antes de salir la luna. Luego se las veía firmes a través del mar, que ahora estaba picado debido a la brisa creciente.
Gobernó hacia el centro del resplandor y pensó que, ahora, pronto llegaría al borde de la corriente.
«Ahora ha terminado —pensó—. Probablemente me vuelvan a atacar. Pero, ¿qué puede hacer un hombre contra ellos en la oscuridad y sin un arma?»
Estaba rígido y adolorido y sus heridas y todas las partes castigadas de su cuerpo le dolían con el frío de la noche. «Ojalá no tenga que volver a pelear —pensó—. Ojalá, ojalá
que no tenga que volver a pelear.»
Pero hacia medianoche tuvo que pelear y esta vez sabia que la lucha era inútil. Los tiburones vinieron en manadas y sólo podía ver las líneas que trazaban sus aletas en el agua y su fosforescencia al arrojarse contra el pez. Les dio con el palo en las cabezas y
sintió el chasquido de sus mandíbulas y el temblor del bote cada vez que debajo agarraban su presa. Golpeó desesperadamente contra lo que sólo podía sentir y oír, sintió que algo agarraba la porra y se la arrebataba.
Arrancó la caña del timón y siguió pegando con ella, cogiéndola con ambas manos y dejándola caer con fuerza una y otra vez. Pero ahora llegaban hasta la proa y acometían uno tras otro y todos juntos, arrancando los pedazos de carne que emitían un fulgor bajo el agua cuando ellos se volvían para regresar nuevamente.
Por último vino uno contra la propia cabeza del pez y el viejo se dio cuenta de que todo había terminado.
Tiró un golpe con la caña a la cabeza del tiburón donde las mandíbulas estaban prendidas a la resistente cabeza del pez, que no cedía. Tiró uno o dos golpes más. Sintió romperse la barra y arremetió al tiburón con el cabo roto. Lo sintió penetrar, y sabiendo que era agudo lo empujó de nuevo. El tiburón lo soltó y salió rolando. Fue, de la manada, el último tiburón que vino a comer. No quedaba ya nada más que comer.
Ahora el viejo apenas podía respirar y sentía un extraño sabor en la boca. Era dulzón y como a cobre y por un momento tuvo miedo. Pero no era muy abundante. Escupió en el mar y dijo:
—Cómanse eso, galanos y sueñen con que han matado a un hombre.
Ahora sabía que estaba finalmente derrotado y sin remedio, y volvió a popa y halló que el cabo roto de la caña encajaba bastante bien en la cabeza del timón para poder gobernar.
Se ajustó el saco a los hombros y puso el bote sobre su derrota. Navegó ahora livianamente y no tenía pensamientos ni sentimientos de ninguna clase. Ahora estaba más allá de todo y gobernó el bote para llegar a puerto lo mejor y más inteligentemente posible. De noche los tiburones atacan las carroñas como pudiera uno recoger migajas de una mesa. El viejo no les hacía caso. No hacia caso de nada, salvo del gobierno del bote.
Sólo notaba lo bien y ligeramente que navegaba el bote ahora que no llevaba un gran peso amarrado al costado.
«Un buen bote —pensó—. Sólido y sin ningún desperfecto, salvo la caladada. Y ésta es fácil de sustituir.»
Podía percibir que ahora estaba dentro de la corriente y veía las luces de las colonias de la playa y a lo largo de la orilla. Sabía ahora dónde estaba y que llegaría sin ninguna dificultad.
«El viento es nuestro amigo, de todos modos —pensó. Luego añadió—: A veces. Y la gran mar con nuestros amigos y enemigos. Y la cama —pensó—«La cama es mi amiga. La cama, y nada más —pensó—. La cama será una gran cosa. No es tan mala en derrota —pensó—. Jamás pensé que fuera tan fácil. ¿Y qué es lo que te ha derrotado,viejo?»
—Nada dijo en voz alta—. Me alejé demasiado.

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