miércoles, 22 de noviembre de 2017

Fredéric Chopin - Prelude N ° 15, op 28 - Yundi




El Preludio Op. 28, No. 15, de Frédéric Chopin, conocido como el preludio de la "Gota de Lluvia", es uno de los 24 Preludios de Chopin. Su duración habitual es de entre cinco y siete minutos, siendo el sostenuto el más largo de todos los preludios. Esta composición es conocida por su repetitiva nota La bemol, que aparece a lo largo de toda la pieza y suena como un una gota de lluvia para muchos oyentes.

Composición

Algunas, aunque no todas la piezas del Opus 28 fueron escritas durante la estancia de Chopin y George Sand en el Monasterio de Valldemosa, Mallorca en 1838.​ En La Historia de mi vida, Sand relata como una tarde ella y su hijo Mauricio, volviendo de Palma de Mallorca bajo un terrible aguacero, encontraron a un distraído Chopin que exclamó:

[...]"Ah! Sabía que estabais muertos". Mientras tocaba el piano tuvo un sueño en el que se vio a sí mismo ahogado en un lago y grandes gotas de agua helada caían de forma regular sobre su pecho. Cuando le hice escuchar el sonido de las gotas de lluvia que, de verdad, estaban cayendo desde el tejado, rítmicamente, negó haberlas oído. Se enfado mucho de que yo lo interpretara como la muestra de un sonido imitativo. Protestó con toda su fuerza -y tenía razón- contra la puerilidad de dicha imitación auditiva. Su genio estaba lleno de misteriosos sonidos de la naturaleza, pero transformados en sublimes equivalencias musicales en su pensamiento pero no a través de imitaciones sin originalidad de los sonidos reales."3

Sand no dijo el Preludio exacto que Chopin tocaba para ella en aquella ocasión pero gran parte de los críticos musicales asumen que fue el preludio no.15 por el repetitivo la bemol que sugiere el suave patrón de la lluvia. Peter Dayan, apunta que Sand aceptó las protesta de Chopin de que el preludio no era una imitación del sonido de una gota de lluvia sino la traslación de las armonías naturales realizadas por el genio de Chopin. Frederick Niecks dice que el preludio "te hace pensar en el claustro del Monasterio de Valldemosa y en una procesión de monjes portando a un hermano a su última morada cantando lúgubres responsos en la noche cerrada.


Descripción

El preludio abre con un tema sereno en Re Bemol. Cambia después a un "lúgubre interludio" en Do sostenido menor con "un pedal dominante que no cesa nunca, un basso obstinato". La repetitiva nota La Bemol que se oye desde el la primera sección se convierte en más insistente. A continuación termina el preludio con una repetición del tema original. Niecks dices, "La parte en Do sostenido menor ... te afecta como un sueño opresivo; la re-entrada del tema original en Re Bemol ahuyenta la horrible pesadilla y reintroduce la frescura de la naturaleza sonriente y familiar – sólo después del horror de la imaginación se puede apreciar su serena belleza en su totalidad.


Legado cultural


  • En la película de 1979 de James Bond Moonraker, el villano "Sir Hugo Drax" toca e el Preludio de la Gota de Lluvia en su castillo en un gran piano cuando Bond llega a visitarle.
  • Este preludio aparece también en la banda sonora de lapelícula australiana Shine sobre la vida del pianista David Helfgott.
  • El preludio aparece en sección Cuervos de la película de Akira Kurosawa Los sueños.
  • El preludio aparece en la pelíicula de 1990 "Captain America", cuando el héroe toca la pieza para impedir a Red Skull que destruya el Sur de Europa.
  • El dramático interludio del preldio se utilizó marketing de Halo 3, un videojuego de ciencia ficción.
  • La pieza aparece en la película de John Woo film Cara a cara en una escena de entre Castor Troy y Eve Archer.
  • El preludio aparece en el videojuego Eternal Sonata, en el que la música de Chopin tiene un rol importante.
  • La pieza se utiliza en la película Margin Call, mientras Kevin Spacey duerme en su oficina pero es despertado por el clímax del preludio en su parte intermedia.
  • El preludio se utiliza en el trailer inglés para la película japonesa Battle Royale.
  • El Preludio aparece varias veces en la película de 2012 Prometheus incluyendo los créditos finales.


miércoles, 25 de octubre de 2017

Mi Hemingway personal - Gabriel García Márquez, periódico El País



GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
29 JUL 1981

Mi Hemingway personal

Lo reconocí de pronto, paseando con su esposa, Mary WeIsh, por el bulevar de Saint Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de 1957. Caminaba por la acera opuesta en dirección del jardín de Luxemburgo, y llevaba unos pantalones de vaquero muy usados, una camisa de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Lo único que no parecía suyo eran los lentes de armadura metálica, redondos y minúsculos, que le daban un aire de abuelo prematuro. Había cumplido 59 años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda el hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus bastos. Parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente juvenil de la Sorbona que era imposible imaginarse que le faltaban apenas cuatro años para morir.Por una fracción de segundo -como me ha ocurrido siempreme encontré dividido entre mis dos oficios rivales. No sabía si hacerle una entrevista de Prensa o sólo atravesar la avenida para expresarle mi admiración sin reservas. Para ambos propósitos, sin embargo, había el mismo inconveniente grande: yo hablaba desde entonces el mismo inglés rudimentario que seguí hablando siempre, y no estaba muy seguro de su español de torero. De modo que no hice ninguna de las dos cosas que hubieran podido estropear aquel instante. sino que me puse las manos en bocina, como Tarzán en la selva, y grité de una acera a la otra: «Maeeeestro». Ernest Hemingway comprendió que no podía haber otro maestro entre la muchedumbre de estudiantes, y se volvió con la mano en alto, y me gritó en castellano con una voz un tanto pueril: «Adioooos, amigo». Fue la única vez que lo vi.

Yo era entonces un periodista de veintiocho años, con una novela publicada y un premio literario en Colombia, pero estaba varado y sin rumbo en París. Mis dos maestros mayores eran los dos novelistas norteamericanos que parecían tener menos cosas en común. Había leído todo lo que ellos habían publicado hasta entonces, pero no como lecturas complementarlas, sino todo lo contrario: como dos formas distintas y casi excluyentes de concebir la literatura. Uno de ellos era William Faulkner, a quien nunca vi con estos ojos y a quien sólo puedo imaginarme como el granjero en mangas de camisa que se rascaba el brazo junto a dos perritos blancos, en el retrato célebre que le hizo Cartier Bresson. El otro era aquel hombre efímero que acababa de decirme adiós desde la otra acera, y me había dejado la impresión de que algo había ocurrido en mi vida, Y que había ocurrido para siempre.

No sé quién dijo que los novelistas leemos las novelas de los otros sólo para averiguar cómo están escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en el frente de la página, sino que la volteamos al revés, para descifrar las costuras. De algún modo imposible de explicar desarmamos el libro en sus piezas esenciales y lo volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su relojería personal. Esa tentativa es descorazonadora en los libros de Faulkner, porque éste no parecía tener un sistema orgánico para escribir, sino que andaba a ciegas por su universo bíblico como un tropel de cabras sueltas en una cristalería. Cuando se logra desmontar una página suya, uno tiene la impresión de que le sobran resortes y tornillos y que será imposible devolverla otra vez a su estado original. Hemingway, en cambio, con menos inspiración, con menos pasión y menos locura, pero con un rigor lúcido, dejaba sus tornillos a la vista por el lado de fuera, como en los vagones de ferrocarril. Tal vez por eso Faulkner es un escritor que tuvo mucho que ver con mi alma, pero Hemingway es el que más ha tenido que ver con mi oficio.

No sólo por sus libros, sino por su asombroso conocimiento del aspecto artesanal de la ciencia de escribir. En la entrevista histórica que le hizo el periodista Georges Plimpton para París Review enseñé para siempre -con,tra el concepto romántico de la creación- que la comodidad económica y la buena salud son convenientes para escribir, que una de las dificultades mayores es la de organizar bien las palabras, que es bueno releer los propios libros cuando cuesta trabajo escribir para recordar que siempre fue difícil, que se puede escribir en cualquier parte siempre que no haya visitas ni teléfono, y, que no es cierto que el periodismo acabe con el escritor, como tanto se ha dicho, sino todo lo contrario, a condición de que se abandone a tiempo. «Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer -dijo-, sólo la muerte puede pcnerle fin». Con todo, su lección que el descubrimiento de que el trabajo de cada día sólo debe interrumpirse cuando ya se sabe cómo se va a empezar al día siguiente. No creo que se haya dado jamás un consejo más útil para escribir. Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido de los escritores: la agonía matinal frente a1a página en blanco.

Toda la obra de Heminway demuestra que su aliento era genial, pero de corta durición. Y es comprensible. Una tensión interna como la suya, sometida a un dominio técnico tan severo, es insostenible dentro del ámbito vasto y azaroso de una novela. Era una condición personal, y el error suyo fue haber intentado rebasar sus límites espléndidos. Es por eso que todo lo superfluo se nota más en él que en otros escritores. Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas. En cambio, lo mejor que tienen sus cuentos es la impresión que causan de que algo les quedó faltando, y es eso precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza. Jorge Luis Borges, que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, tiene los mismos límites, pero ha tenido la inteligencia de no rebasarlos.

Un solo disparo de Francos Macomber contra el león enseña tanto como una lección de cacería, pero también como un resumen de la ciencia de escribir. En algún cuento suyo escribió que un toro de lidia, después de pasar rozando el pecho del torero, se revolvió «como un gato volteando una esquina». Creo, con toda humildad, que esa observación es una de las tonterías geniales que sólo son posibles en los escritores más lúcidos. La obra de Hemingway está llena de esos hallazgos simples y deslumbrantes, que demuestran hasta qué punto se ciñó a su propia definición de que la escritura literaria -como el iceberg- sólo tiene validez si está sustentada debajo del agua por los siete octavos de su volumen.

Esa conciencia técnica será sin duda la causa de que Hemingway no pase a la gloria por ninguna de sus novelas, sino por sus cuentos más estrictos. Hablando de Por quién doblan las campanas, él mismo dijo que no tenía un plan preconcebido para componer el libro, sino que lo inventaba cada día a medida que lo iba escribiendo. No tenía que decirlo: se nota. En cambio, sus cuentos de inspiración instantánea son invulnerables. Como aquellos tres que escribió en la tarde de un 16 de mayo en una pensión de Madrid, cuando una nevada obligó a cancelar la corrida de toros de la feria de San Isidro. Esos cuentos -según él mismo le contó a George Plimpton- fueron Los asesinos, Diez indios y Hoy es viernes, y los tres son magistrales.

Dentro de esa línea, para mi gusto, el cuento donde mejor se condensan sus virtudes es uno de los más cortos: Un gato bajo la lluvia. Sin embargo, aunque parezca una burla de su destino, me parece que su obra más hermosa y humana es la menos lograda: Al otro lado del río y entre los árboles. Es, como él mismo reveló, algo que comenzó por ser un cuento y se extravió por los manglares de la novela. Es difícil entender tantas grietas estructurales y tantos errores de mecánica literaria en un técnico tan sabio, y unos diálogos tan artificiales y aun tan artificiosos en uno de. los más brillantes orfebres de diálogos de la historia de las letras. Cuando el libro se publicó, en 1950, la crítica fue feroz. Porque no fue certera. Hemingway se sintió herido donde más le dolía, y se defendió desde La Habana con un telegrama pasional que no pareció digno de un autor de su tamaño. No sólo era su, mejor novela, sino también la más suya, pues había sido escrita en los albores de un otoño incierto, con las nostalgias irreparables de los años vividos y la premonición nostálgica de los pocos años que le quedaban por vivir. En ninguno de sus libros deja tanto de sí mismo ni consiguió plasmar con tanta belleza y tanta ternura el sentimiento esencial de su obra y de su vida: la inutilidad de la victoria. La muerte de su protagonista, de apariencia tan apacible y natural, era la prefiguración cifrada de su propio suicidio.

Cuando se convive por tanto tiempo con la obra de un escritor, y de este modo tan intenso y entrañable, uno termina sin remedio por revolver su ficción con su realidad. He pasado muchas horas de muchos días leyendo en aquel café de la Place de Saint Michel que él consideraba bueno para escribir, porque le parecía simpático, caliente, limpio y amable, y siempre he esperado encontrar otra vez a la muchacha que él vio entrar una tar de de vientos helados, que era muy bella y diáfana, con el pelo cortado en diagonal, como un ala de cuervo. «Eres mía y París es mío», escribió para ella, con ese inexorable poder de apropiación que tuvo su literatura. Todo lo que describió, todo instante que fue suyo, le sigue perteneciendo. para siempre. No puedo pasar por el número 12 de la calle del Odeón, en París, sin verlo a él conversando con Sylvia Beach en una librería que ya no es la misma, ganando tiempo hasta que fueran las seis de la tarde por si acaso llegaba James Joyce. En las praderas de Kenya, con sólo mirarlas una vez, se hizo dueño de sus búfalos y sus leones, y de los secretos más intrincados del arte de cazar. Se hizo dueño de toreros y boxeadores, de artistas y pistolero que sólo existieron por un instante, mientras fueron suyos. Italia, España, Cuba, medio mundo está lleno de los sitios de los cuales se apropió con sólo mencionarlos. En Cojímar, un pueblecito cerca de La Habana donde vivía el pescador solitario de El viejo y el mar, hay un templete conmemorativo de su hazaña con un busto de Hemingway pintado con barniz de oro. En Finca Vigía, su refugio cubano donde vivió hasta muy poco antes de morir, la casa está intacta entre los árboles sombríos, con sus libros disímiles, sus trofeos de caza, su atril de escribir, sus enormes zapatos de muerto, las incontables chucherías de la vida y del mundo entero que fueron suyas hasta su muerte, y que siguen viviendo sin él con el alma que les infundió por la sola magia de su dominio. Hace unos años entré en el automóvil de Fidel Castro -que es un empecinado lector de literatura- y vi en el asiento un pequeño libro empastado en cuero rojo. «Es el maestro Hemingway», me dijo. En realidad, Hemingway sigue estando donde uno menos se lo- imagina -veinte años después de muerto-, tan persistente y a la vez tan efimero como aquella mañana, que quizá fue de mayo, en que me dijo adiós, amigo, desde la acera opuesta del bulevar de Saint Michel.

Copyright 1981. Gabriel García Márquez-ACI

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 29 de julio de 1981






Frases de Ernest Hemingway

Les paso algunas de las  celebres frases que aventó Ernest Hemingway durante su vida, no cabe duda que experiencia tenía y aquí lo deja claro.



  • Escribe Borracho, edita sobrio.

  • La mejor forma de averiguar si puedes confiar en alguien es confiar en el.

  • Al terminar un cuento me sentía siempre vaciado y a la vez triste y contento, como si hubiese hecho el amor, aunque para saber si era bueno tendría que esperar a releerlo al día siguiente.

  • El vino es una de las cosas mas civilizadas del mundo.

  • Si dos personas se quieren , no puede haber final feliz.

  • Trata de no pedir prestado, primero pides prestado ; luego pides limosna.

  • La obra  clásica es un libro que todo mundo admira, pero que nadie lee.


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Las muertas - Jorge Ibargüengoitia (PDF)







Las Muertas es una novela escrita por el guanajuatense Jorge Ibargüengoitia Antillón, publicada en 1977 por editorial Joaquín Mortiz.


Reseña: Las Muertas cuenta la historia de las hermanas proxenetas María del Jesús y Delfina González Valenzuela, alias Las Poquianchis. En la novela las hermanas se denominan hermanas Baladro y mantienen una red de prostíbulos en los que mantenían secuestradas a mujeres jóvenes tras haber embaucado a sus padres con la mentira de que las llevarían a trabajar en alguna de las haciendas de la región. Al comenzar la novela, el autor nos avisa que algunos de los hechos que allí se narran son reales y que todos los personajes son imaginarios.



Un libro bastante recomendado en mi opinión, así como la mayoría de libros de Jorge, pronto tendré su biografía para darlo a conocer un poco más.






martes, 24 de octubre de 2017

Noches de boda - Joaquín Sabina







Que el maquillaje no apague tu risa, 
que el equipaje no lastre tus alas, 
que el calendario no venga con prisas, 
que el diccionario detenga las balas, 

Que las persianas corrijan la aurora, 
que gane el quiero la guerra del puedo, 
que los que esperan no cuenten las horas, 
que los que matan se mueran de miedo. 

Que el fin del mundo te pille bailando, 
que el escenario me tiña las canas, 
que nunca sepas ni cómo, ni cuándo, 
ni ciento volando, ni ayer ni mañana 

Que el corazón no se pase de moda, 
que los otoños te doren la piel, 
que cada noche sea noche de bodas, 
que no se ponga la luna de miel. 



Que todas las noches sean noches de boda, 
que todas las lunas sean lunas de miel. 

Que las verdades no tengan complejos, 
que las mentiras parezcan mentira, 
que no te den la razón los espejos, 
que te aproveche mirar lo que miras. 

Que no se ocupe de ti el desamparo, 
que cada cena sea tu última cena, 
que ser valiente no salga tan caro, 
que ser cobarde no valga la pena. 

Que no te compren por menos de nada, 
que no te vendan amor sin espinas, 
que no te duerman con cuentos de hadas, 
que no te cierren el bar de la esquina. 

Que el corazón no se pase de moda, 
que los otoños te doren la piel, 
que cada noche sea noche de bodas, 
que no se ponga la luna de miel. 

Que todas las noches sean noches de boda, 
que todas las lunas sean lunas de miel.



Y pensar que hay personas que prefieren el reggaeton y narco corridos.

Por el boulevard de los sueños rotos - Joaquín Sabina



En el bulevar de los sueños rotos
Vive una dama de poncho rojo,
Pelo de plata y carne morena.
Mestiza ardiente de lengua libre,
Gata valiente de piel de tigre
Con voz de rayo de luna llena.

Por el bulevar de los sueños rotos
Pasan de largo los terremotos
Y hay un tequila por cada duda.
Cuando agustín se sienta al piano
Diego rivera, lápiz en mano,
Dibuja a frida kahlo desnuda.

Se escapó de cárcel de amor,
De un delirio de alcohol,
De mil noches en vela.
Se dejó el corazón en madrid
¡quien supiera reír
Como llora chavela!

Por el bulevar de los sueños rotos
Desconsolados van los devotos
De san antonio pidiendo besos
Ponme la mano aquí macorina
Rezan tus fieles por las cantinas,
Paloma negra de los excesos.

Por el bulevar de los sueños rotos
Moja una lágrima antiguas fotos
Y una canción se burla del miedo.
Las amarguras no son amargas
Cuando las canta chavela vargas
Y las escribe un tal josé alfredo.

(estribillo)

Las amarguras no son amargas
Cuando las canta chavela vargas
Y las escribe un tal josé alfredo.

(estribillo)

Por el boulevar de los sueños rotos...

jueves, 12 de octubre de 2017

Biografía - Jaime Sabines




Jaime Sabines Gutiérrez
(Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 25 de marzo de 1926-Ciudad de México, 19 de marzo de 1999)

Poeta y político mexicano.



Vida personal

Su padre, Julio Sabines, nació en Líbano y emigró con sus padres y sus dos hermanos a Cuba. En 1914 se trasladó a México, donde participó en la Revolución. En Chiapas conoció a Luz Gutiérrez Moguel, nieta de Joaquín Miguel Gutiérrez, militar y gobernador del estado en cuyo honor la capital estatal, Tuxtla Gutiérrez, lleva su nombre. Tuvieron tres hijos: Juan, Jorge y Jaime.
Julio Sabines, fomentó en su hijo el gusto por la literatura. El mismo Sabines habla de él como una de las razones por las cuales se dedicó a escribir poesía. En el poema Algo sobre la muerte del mayor Sabines -mismo que el poeta reconocía como su mejor creación- Sabines nos habla de la muerte de su padre, pero más que eso, también de la importancia que tuvo éste en su vida.
En 1945 viajó a la Ciudad de México para comenzar sus estudios como médico en la Escuela Nacional de Medicina. Mientras estudiaba, se dio cuenta de que la carrera de medicina no era para él; poco después comenzó su carrera como escritor. Regresó a Chiapas por una corta temporada y estuvo trabajando en la tienda de telas El Modelo, propiedad de su hermano Juan, en donde escribió su célebre poemario Tarumba.
En 1953 se casó con Josefa «Chepita» Rodríguez Zebadúa, con quien tuvo cuatro hijos: Julio, Julieta, Judith y Jazmín. En este mismo año, trabajando durante el día como vendedor de tela, escribía poesía. Un hombre sencillo, vivía como la gente común, inserto en la cotidianidad urbana:
Me sentía humillado y ofendido por la vida; ¿cómo era posible que estuviese en aquella actividad, la más antipoética del mundo? Después de dos o tres años comencé a ser humilde, a decirme: 'que se vaya al carajo el poeta'.
Su padre murió el 30 de octubre de 1961 y, tan sólo cinco años después, en 1966, murió su madre. El duelo ante la muerte de la madre, de nuevo, aparece en su escritura en su poema Doña Luz.

Educación Académica
     
  Tras sus primeros estudios, que realizó en el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas, se trasladó a Ciudad de México e ingresó en la Escuela Nacional de Medicina (1945), donde permaneció tres años antes de abandonar la carrera. Cursó luego estudios de lengua y literatura castellana en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, y fue becario especial del Centro Mexicano de Escritores, aunque no consiguió grado académico alguno.

Vida profesional

El poeta

Sus primeros pasos por la poesía fueron Introspección, A mi madre, Siento que te pierdo y Primaveral, los anteriores fueron publicados en el periódico El Estudiante, una publicación de las sociedades estudiantiles de la Escuela Normal y de la Preparatoria de Tuxtla Gutiérrez.
En 1949 regresa a la Ciudad de México para ingresar a la licenciatura en «Lengua y literatura española» en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue alumno de Julio Torri, Agustín Yáñez, José Gaos y Eduardo Nicol. Entre sus compañeros de clase, destacan los nombres de Emilio Carballido, Sergio Magaña, Sergio Galindo, Rosario Castellanos y Ramón Xirau. La generación de Jaime Sabines -poetas, novelistas, dramaturgos, se reunía en un taller literario con Efrén Hernández, de quien Sabines comentó:
Convivir con ellos y el estudio de la carrera me hizo poeta en el sentido técnico [...]. Me di cuenta de que tenía que evolucionar, aprender cosas nuevas para no quedarme atrás.
Entre sus influencias literarias se cuentan Ramón López Velarde, Rafael Alberti, Aldous Huxley, James Joyce, y en mayor medida Pablo Neruda.


—¿Se daba cuenta de las influencias que se apoderaban de su escritura o no las percibía?
—¡Claro que me daba cuenta de que esos poemas no eran míos! Son obras de García Lorca o son obras de Neruda, me decía a mí mismo. Pero poco a poco empecé a escribir cosas diferentes... fui notando que ya era una voz propia que se iba abriendo paso entre tantas influencias.
(Ana Cruz, «La poesía es un destino»)


    En 1949 publicó Horal, su primer poemario. Carlos Pellicer le ofreció prologar la edición, pero Sabines rechazó la oferta pues deseaba que su obra se afirmara en méritos propios, y no en prestigios ajenos.
En 1951 es publicado su libro titulado La señal. En 1952 regresa a Chiapas debido a que su padre sufre un accidente, por lo tanto no puede terminar su carrera. Sin embargo, en 1952 aparece su libro Adán y Eva, su primera incursión en la poesía en prosa, del que afirmó:
Yo quería hacer una poesía lo más independiente de las palabras, que resistiera cualquier traducción y es a través de la prosa, -cuyo ritmo es el que más se acerca al de la sangre- donde se consigue mejor.
En 1954 se publicó uno de sus libros, quizá el menos entendido en su país y el más apreciado fuera de él, Tarumba.
En 1959 se muda a México nuevamente para ayudar a establecer un negocio familiar, la fabricación de alimentos para animales, junto con su hermano Juan y al mismo tiempo continúa escribiendo.
En 1965, la compañía discográfica Voz Viva de México, grabó un disco con algunos poemas de Sabines con la propia voz del autor. ​
Sabines sufrió un accidente al caer por una escalera en el que se fracturó una pierna y la cadera, quedando con secuelas de por vida.
Después de siete años de vivir en Tuxtla, regresa a la Ciudad de México en donde escribe Diario Semanario. En el año de 1966 muere su madre, Doña Luz Gutiérrez, y en 1967 se publica la primera edición de Yuria.
Jaime Sabines era conocido como «El francotirador de la literatura» por pertenecer a un grupo que transformaba la literatura en realidad. Sus escritos se basaron en su presencia en diversos lugares cotidianos como la calle, hospitales, patios etcétera. Sus obras fueron traducidas a varios idiomas.
Octavio Paz, calificó a Sabines como uno de los mejores poetas contemporáneos de nuestra lengua, y agregó: "Su humor es un chaparrón de bofetadas, su risa culmina en un aullido, su cólera es acelerada y su ternura colérica. Pasa del jardín de la infancia a la sala de operaciones. Para Sabines, todos los días son el primero y el último día del mundo".

El político

Fue diputado federal por el I Distrito Electoral Federal de Chiapas a la L Legislatura de 1976 a 1979, por el Partido Revolucionario Institucional, y diputado por el mismo partido en el Congreso de la Unión en 1988 por el Distrito Federal. En los noventa, condenó la sublevación zapatista y el círculo intelectual de la época lo reprobó hasta poco antes de su muerte.
En ocasión de su fallecimiento, el entonces presidente de México, Ernesto Zedillo, lo calificó como uno de los más importantes poetas del país en el siglo XX. En uno de sus poemas, Sabines transmitió la impresión que sobre su propia actividad política tenía:
Estoy metido en política
Estoy metido en política otra vez.
Sé que no sirvo para nada, pero me utilizan
Y me exhiben
«Poeta, de la familia mariposa-circense,
atravesado por un alfiler, vitrina 5».
(Voy, con ustedes, a verme)

Distinciones/logros

1959 Premio Chiapas, El Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas.
1964 Beca del Centro Mexicano de Escritores
1973 Premio Xavier Villaurrutia por Maltiempo.
1982 Premio Elías Sourasky en Letras.
1983 Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura.
1986 Premio Juchimán de Plata
1991 Presea de la Ciudad de México
1994 Medalla Belisario Domínguez
1996 Premio Mazatlán de Literatura con Pieces of shadow

martes, 10 de octubre de 2017

No puedes escribir una historia de amor. Página 104 . Se busca una mujer - Charles Bukowski

Margie iba a salir con este tío, pero cuando salían el tío se encontró con otro tío vestido con un abrigo de cuero y el tío del abrigo de cuero abrió el abrigo de cuero y le enseño al otro tío las tetas y el otro tío se dirigió a Margie y le dijo que no podía mantener su cita porque el tío del abrigo de cuero le había enseñado las tetas y tenía que ir a follarse a ese tío. Así que Margie se fue a ver a Carl. Carl estaba en su casa, y Margie se sentó y le dijo:
-Este tío iba a llevarme a la terraza de un café, íbamos a beber algo de vino y hablar, solo beber vino y hablar, nada más, pero en el camino este tío se encontró a otro tío con un abrigo de cuero y el tío del abrigo de cuero le enseño sus tetas al otro tío y ahora este tío se ha ido a follar con el tío del abrigo de cuero, asi que me quede sin mesa, sin vino y sin charla.
-No puedo escribir nada-dijo Carl. He perdido la inspiración.
Entonces se levantó y se fue al baño. Cerro la puerta y se puso a cagar. Carl echaba cuatro o cinco cagadas al día. No tenía otra cosa que hacer. Se bañaba cuatro o cinco veces al día. No tenía otra cosa que hacer. Se emborrachaba por la misma razón.
Margie oyó el ruido de la cadena del retrete. Carl salió.
-Ocurre simplemente que un hombre no puede escribir ocho horas al día. Ni siquiera puede escribir todos los días, ni todas las semanas. Agota su mente, es una desesperación fija.
Carl se fue hacia el frigorífico y salió con un paquete de seis cervezas. Abrió un botellín.
-Soy el escritor más grande del mundo-dijo-. ¿Sabes lo difícil que resulta?
Margie no contesto.
-Puedo sentir como el dolo se arrastra por todo mi ser. Igual que una segunda piel. Me gustaría poder cambia de piel como las serpientes.
-Bueno, porque no te revuelvas en la alfombra y tratas de desprendértela.
-Escucha-pregunto el-. ¿Dónde te conocí?
-En la tienda de legumbres de Barney.
-Bueno, eso lo explica un poco. Tomate una cerveza.
Carl abrió una botella y se la paso.
-Ya-dijo Margie-, ya se. Necesitas tu soledad. Necesitas estar solo. Excepto cuando necesitas algo. Excepto cuando cortamos de una vez y entonces te sientes perdido y en seguida te poner a llamar por teléfono diciéndome que me necesitas, que te estas muriendo de la resaca. Eres débil y te rajas rápido.
-Sí, me debilito rápido.

-Y eres tan estúpido conmigo, nunca te pones caliente. Vosotros los escritores sois tan…delicados…no podéis soportar a la gente. La humanidad hiede, ¿cierto
-Cierto.
-Pero cada vez que cortamos empiezas a dar fiestas gigantescas de cuatro días. Y de repente te vuelves ingenioso. ¡Empiezas a hablar! De repente estas lleno de vida, hablando, bailando, cantando. Bailas en la mesita de café, lanzas botellas por la ventana, interpretas fragmentos de Shakespeare. De repente estas vivo, cuando yo me voy. ¡Oh, me han contado cosas acerca de esto!
-No me gustan las fiestas. Me disgusta especialmente la gente en las fiestas,
-Pues para ser un tío al que no le gustan las fiestas, celebras unas cuantas.
-Escucha, Margie, no entiendes. Ya no puedo escribir. Estoy acabado. En algún lugar torcí el rumbo. En algún lugar morí en medio de la noche.
-De la única manera en que vas a morir es de una de tus monumentales resacas.
-Jeffers dijo que incluso los hombres más fuertes pueden quedar atrapados.
- ¿Quién fue Jeffers?
-Fue el tío que convirtió el Gran Sur en una gran trampa para turistas.
- ¿Qué vas a hacer esta noche?
-Iba a irme a escuchar canciones Rachmaminoff
- ¿Quién es ese?
-Un ruso muerto
-Mírate. Te quedas ahí sentado como un idiota.
-Estoy esperando. Algunos tíos aguardan dos años. A veces la inspiración no vuelve nunca.
-Supón que no te vuelve nunca.
-Entonces me pondría mis zapatos y bajaría andando por Main Street.
- ¿Por qué no te buscas un trabajo decente
-No hay ningún trabajo decente. Si un escritor abandona la creación, está muerto.
- ¡Oh,vamos, Carl!  Hay millones de personas en el mundo que no trabajan en la creación ¿Quieres decir que están muertas?

-Sí

- ¿Y tú tienes alma? ¿Eres de los pocos con alma?
-Podría decirse que sí.
-¡Podría decirse que sí! ¡Tú y tu miserable maquinita de escribir! ¡Tú y tus cheques enanos! ¡Mi abuela gana más dinero que tú!
Carl abrió otra botella de cerveza
-¡Cerveza!¡Cerveza! ¡Tú y tu condenada cerveza! Está presente incluso en tus historias: <Marty cogió su cerveza. Al levantar su mirada, vio a una magnifica rubia entrar en el bar y sentarse a su lado…> Tienes razón. Este acabado. Tu material es limitado, muy limitado. No puedes escribir una historia de amor, ni siquiera puedes escribir una decente historia de amor.
-Tienes razón, Margie.
-Si un hombre no puede escribir una historia de amor, es un inútil.
- ¿Cuántas has escrito tú?
-Yo no pretendo ser escritora.
-Pero -dijo Carl-, pareces tomar una pose de estúpido crítico literario.
Margie se fue de pronto, después de eso Carl se sentó y bebió el resto de las cervezas. Era verdad, la literatura le había abandonado. Esto haría felices a sus enemigos de las catacumbas. Podrían subir un jodido escalón. La muerte les complacía, tanto a subterráneos como a escritores con éxito. Recordaba a Endicott, sentado allí y diciendo: <Bueno, Hemingway se fue, Dos Passos se fue, Patchen se fue, Pound se fue, Berryman se tiro desde un puente, todos muertos… Las cosas cada vez están mejor u mejor y mejor>.
Sonó el teléfono. Carl lo cogió.
- ¿Señor Gantling?
- ¿Si? -contesto.
-Quisiéramos saber si a usted le gustaría venir a dar una lectura en el Fairmont College.
-Bueno, sí. ¿Para qué fecha?
-El treinta del mes próximo.
-No creo tener nada que hacer para entonces.
-Nuestra paga usual son cien dólares.
-Me suelen dar ciento cincuenta. Ginsberg cobra mil.
-Pero es Ginsberg. Solo podemos ofrecerle cien dólares.
-De acuerdo.

-Muy bien, señor Gantling. Le mandaremos los detalles
- ¿Qué me dice del viaje? Son varias horas de carretera.
-De acuerdo, veinticinco dólares por el viaje.
-O.K.
- ¿Le gustaría hablar a los estudiantes en sus clases?
-No.
-Hay un almuerzo gratis.
-Entonces sí.
-Muy bien señor Gantling, estaremos por el campus esperándole.
-Adiós.
Carl dio unas vueltas por la habitación. Miro la máquina de escribir. Puso una cuartilla de papel en el rodillo, se asomó a la ventana y vio pasar a una chica con una minifalda increíblemente corta. Empezó a escribir.
<Margie iba a salir con este tío pero en el camino este tío se encontró con otro tío vestido con un abrigo de cuero y el tío del abrigo de cuero abrió el abrigo de cuero y le enseño al otro tío sus tetas y el otro tío se dirigió a Margie y le dijo que no podía mantener su cota porque el tío del abrigo de cuero le había enseñados sus tetas…>

Carl cogió su cerveza. Era agradable volver a escribir de nuevo.

Primer acto, la ciudad de los malditos, página 3-8 - El juego del Ángel, Carlos Ruiz Zafón.

PRIMER ACTO


LA CIUDAD DE LOS MALDITOS

Un escritor nunca olvida la primera vez que acepta unas monedas o un elogio a cambio de una historia. Nunca olvida la primera vez que siente el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree que, si consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño de la literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza, un plato caliente al final del día y lo que más anhela: su nombre impreso en un miserable pedazo de papel que seguramente vivirá más que él. Un escritor está condenado a recordar ese momento, porque para entonces ya está perdido y su alma tiene precio.
Mi primera vez llegó un lejano día de diciembre de 1917. Tenía por entonces diecisiete años y trabajaba en La Voz de la Industria, un periódico venido a menos que languidecía en un cavernoso edificio que antaño había albergado una fábrica de ácido sulfúrico y cuyos muros aún rezumaban aquel vapor corrosivo que carcomía el mobiliario, la ropa, el ánimo y hasta la suela de los zapatos. La sede del diario se alzaba tras el bosque de ángeles y cruces del cementerio del Pueblo Nuevo, y de lejos su silueta se confundía con la de los panteones recortados sobre un horizonte apuñalado por centenares de chimeneas y raoncas que tejían un perpetuo crepúsculo de escarlata y negro sobre Barcelona.
La noche en que iba a cambiar el rumbo de mi vida, el subdirector del periódico, don Basilio Moragas, tuvo a bien convocarme poco antes del cierre en el oscuro cubículo enclavado al fondo de la redacción que hacía las veces de despacho y de fumadero de habanos. Don Basilio era un hombre de aspecto feroz y bigotes frondosos que no se andaba con ñoñerías y suscribía la teoría de que un uso liberal de adverbios y la adjetivación excesiva eran cosa de pervertidos y gentes con deficiencias vitamínicas. Si descubría a un redactor proclive a la prosa florida lo enviaba tres semanas a componer esquelas funerarias. Si, tras la purga, el individuo reincidía, don Basilio lo apuntaba a la sección de labores del hogar a perpetuidad. Todos le teníamos pavor, y él lo sabía.
-Don Basilio, ¿me ha hecho usted llamar? -ofrecí tímidamente.
El subdirector me miró de reojo. Me adentré en el despacho que olía a sudor y a tabaco, por este orden. Don Basilio ignoró mi presencia y siguió repasando uno de los artículos que tenía sobre el escritorio, lápiz rojo en mano. Durante un par de minutos, el subdirector


ametralló a correcciones, cuando no amputaciones, el texto, mascullando exabruptos como si yo no estuviese allí. Sin saber qué hacer, advertí que había una silla apostada contra la pared e hice ademán de tomar asiento.
-¿Quién le ha dicho que se siente? -murmuró don Basilio sin levantar la vista del
texto.
Me incorporé a toda prisa y contuve la respiración. El subdirector suspiró, dejó caer
su lápiz rojo y se reclinó en su butaca para examinarme como si fuese un trasto inservible.
Me han dicho que usted escribe, Martín.
Tragué saliva, y cuando abrí la boca emergió un ridículo hilo de voz.
-Un poco, bueno, no sé, quiero decir que, bueno, sí, escribo...
-Confío en que lo haga mejor de lo que habla. ¿Y qué escribe usted?, si no es mucho preguntar.
-Historias policíacas. Me refiero a...
-Ya pillo la idea.
La mirada que me dedicó don Basilio fue impagable. Si le hubiese dicho que me dedicaba a hacer figurillas de pesebre con estiércol fresco le hubiera arrancado el triple de entusiasmo. Suspiró de nuevo y se encogió de hombros.
-Vidal dice que no es usted del todo malo. Que destaca. Claro que, con la competencia que hay por estos lares, tampoco hace falta correr mucho. Pero si Vidal lo dice. Pedro Vidal era la pluma estrella en La Voz de la Industria. Escribía una columna semanal de sucesos que constituía la única pieza que merecía leerse en todo el periódico, y era el autor de una docena de novelas de intriga sobre gánsters del Raval en contubernio de alcoba con damas de la alta sociedad que habían alcanzado una modesta popularidad. Enfundado siempre en impecables trajes de seda y relucientes mocasines italianos, Vidal tenía las trazas y el gesto de un galán de sesión de tarde, con su cabello rubio siempre bien peinado, su bigote a lápiz y la sonrisa fácil y generosa de quien se siente a gusto en su piel y en el mundo. Procedía de una dinastía de indianos que habían hecho fortuna en las Américas con el negocio del azúcar y que, a su regreso, habían hincado el diente en la suculenta tajada de la electrificación de la ciudad.
Su padre, el patriarca del clan, era uno de los accionistas mayoritarios del periódico, y don Pedro utilizaba la redacción como patio de juego para matar el tedio de no haber trabajado por necesidad un solo día en toda su vida. Poco importaba que el diario perdiese dinero de la misma manera que los nuevos automóviles que empezaban a corretear por las calles de Barcelona perdían aceite: con abundancia de títulos nobiliarios, la dinastía de los


Vidal se dedicaba ahora a coleccionar en el Ensanche bancos y solares del tamaño de pequeños principados.
Pedro Vidal fue el primero a quien mostré los esbozos que escribía cuando apenas era un crío y trabajaba llevando cafés y cigarrillos por la redacción. Siempre tuvo tiempo para mí, para leer mis escritos y darme buenos consejos. Con el tiempo me convirtió en su ayudante y me permitió mecanografiar sus textos. Fue él quien me dijo que si deseaba apostarme el destino en la ruleta rusa de la literatura, estaba dispuesto a ayudarme y a guiar mis primeros pasos. Fiel a su palabra, me lanzaba ahora a las garras de don Basilio, el cancerbero del periódico.
-Vidal es un sentimental que todavía cree en esas leyendas profundamente antiespañolas como la meritocracia o el dar oportunidades al que las merece y no al enchufado de turno. Forrado como está, ya puede permitirse ir de lírico por el mundo. Si yo tuviese una centésima parte de los duros que le sobran a él, me hubiese dedicado a escribir sonetos, y los pajaritos vendrían a comer de mi mano embelesados por mi bondad y buen duende.
-El señor Vidal es un gran hombre -protesté yo.
-Es más que eso. Es un santo porque, pese a la pinta de muerto de hambre que tiene usted, lleva semanas mareándome con lo talentoso y trabajador que es el benjamín de la redacción. Él sabe que en el fondo soy un blando, y además me ha asegurado que si le doy a usted esa oportunidad, me regalará una caja de habanos. Y si Vidal lo dice, para mí es como si Moisés bajase del monte con el pedrusco en la mano y la verdad revelada por montera. Así que, concluyendo, porque es Navidad, y para que su amigo se calle de una puñetera vez, le ofrezco debutar como los héroes: contra viento y marea.
-Muchísimas gracias, don Basilio. Le aseguro que no se arrepentirá de...
-No se embale, pollo. A ver, ¿qué piensa usted del uso generoso e indiscriminado de adverbios y adjetivos? -Que es una vergüenza y debería estar tipificado en el código penal - respondí con la convicción del converso militante.
Don Basilio asintió con aprobación. -Va usted bien, Martín. Tiene las prioridades claras. Los que sobreviven en este oficio son los que tienen prioridades y no principios. Este es el plan. Siéntese y empápese porque no se lo voy a repetir dos veces.
El plan era el siguiente. Por motivos en los que don Basilio estimó oportuno no profundizar, la contraportada de la edición dominical, que tradicionalmente se reservaba a un relato literario o de viajes, se había caído a última hora. El contenido previsto era una narración de vena patriótica y encendido lirismo en torno a las gestas de los almogávares en las que éstos, canción va, canción viene, salvaban la cristiandad y todo lo que era decente bajo el cielo, empezando por Tierra Santa y acabando por el delta del Llobregat. Lamentablemente, el texto


no había llegado a tiempo o, sospechaba yo, a don Basilio no le daba la real gana de publicarlo. Ello nos dejaba a seis horas del cierre, y sin ningún otro candidato para sustituir el relato que un anuncio a página publicitando unas fajas hechas de huesos de ballena que prometían caderas de ensueño e inmunidad a los canelones. Ante el dilema, el consejo de dirección había dictaminado que había que sacar pecho y recabar los talentos literarios que latían por doquier en la redacción, a fin de subsanar el tapado y salir a cuatro columnas con una pieza de interés humanístico para solaz de nuestra leal audiencia familiar. La lista de probados talentos a los que recurrir se componía de diez nombres, ninguno de los cuales, por supuesto, era el mío.
-Amigo Martín, las circunstancias han conspirado para que ni uno solo de los paladines que tenemos en nómina figure de cuerpo presente o resulte localizable en un margen de tiempo prudencial. Frente al desastre inminente, he decidido darle a usted la alternativa.
-Cuente conmigo.
-Cuento con cinco folios a doble espacio antes de seis horas, don Edgar Alian Poe. Tráigame una historia, no un discurso. Si quiero sermones, iré a la misa del gallo. Tráigame una historia que no haya leído antes y, si ya la he leído, tráigamela tan bien escrita y contada que no me dé ni cuenta.
Me disponía a salir al vuelo cuando don Basilio se levantó, rodeó el escritorio y me colocó una manaza del tamaño y peso de un yunque sobre el hombro. Sólo entonces, al verle de cerca, me di cuenta de que le sonreían los ojos.
-Si la historia es decente le pagaré diez pesetas. Y si es más que decente y gusta a nuestros lectores, le publicaré más.
-¿Alguna indicación especial, don, Basilio? –pregunté:


-Sí: no me defraude.
Las siguientes seis horas las pasé en trance. Me instalé en la mesa que había en el centro de la redacción, reservada a Vidal para los días en que se le antojaba venir a pasar un rato. La sala estaba desierta y sumergida en una tiniebla tejida con el humo de diez mil cigarros. Cerré los ojos un instante y conjuré una imagen, un manto de nubes negras derramándose sobre la ciudad en la lluvia, un hombre que caminaba buscando las sombras con sangre en las manos y un secreto en la mirada. No sabía quién era ni de qué huía, pero durante las seis siguientes horas iba a convertirse en mi mejor amigo. Deslicé una cuartilla en el tambor y, sin tregua, procedí a exprimir cuanto llevaba dentro. Peleé cada palabra, cada frase, cada giro, cada imagen y cada letra como si fuesen las últimas que fuera a escribir. Escribí y reescribí cada línea como si mi vida dependiese de ello, y entonces la reescribí de


nuevo. Por toda compañía tuve el eco del tecleo incesante perdiéndose en la sala en sombras y el gran reloj de pared agotando los minutos que restaban hasta el amanecer.
Poco antes de las seis de la mañana arranqué la última cuartilla de la máquina y suspiré derrotado y con la sensación de tener un avispero por cerebro. Escuché los pasos lentos y pesados de don Basilio, que había emergido de una de sus siestas controladas y se aproximaba con parsimonia. Cogí las páginas y se las entregué, sin atreverme a sostener su mirada. Don Basilio tomó asiento en la mesa contigua y prendió la lamparilla. Sus ojos patinaron arriba y abajo sobre el texto, sin traicionar expresión alguna. Entonces dejó por un instante el cigarro sobre el extremo de la mesa y, mirándome, leyó en voz alta la primera línea.
-”Cae la noche sobre la ciudad y las calles llevan el olor a pólvora como el aliento de una maldición.”
Don Basilio me miró de reojo y me escudé en una sonrisa que no dejó un solo diente a cubierto. Sin decir más, se levantó y partió con mi relato en las manos. Le vi alejarse hacia su despacho y cerrar la puerta a su espalda. Me quedé allí petrificado, sin saber si echar a correr o esperar el veredicto de muerte. Diez minutos más tarde, que me supieron a diez años, la puerta del despacho del subdirector se abrió y la voz atronadora de don Basilio se dejó oír en toda la redacción.
-Martín. Haga el favor de venir.
Me arrastré tan lentamente como pude, encogiendo varios centímetros a cada paso que daba hasta que no tuve más remedio que asomar la cara y levantar la mirada. Don Basilio, el temible lápiz rojo en mano, me miraba fríamente. Quise tragar saliva, pero tenía la boca seca. Don Basilio tomó las cuartillas y me las devolvió. Las tomé y me di la vuelta rumbo a la puerta tan rápido como pude, diciéndome que siempre habría sitio para un limpiabotas más en el lobby del hotel Colón.
-Baje eso al taller y que lo entren en plancha -dijo la voz a mis espaldas.
Me volví, creyendo que era objeto de una broma cruel. Don Basilio abrió el cajón de su escritorio, contó diez pesetas y las colocó sobre la mesa.
Eso es suyo. Le sugiero que con ello se compre otro modelito, que hace cuatro años que le veo con el mismo y aún le viene unas seis tallas grande. Si quiere, vaya a ver al señor Pantaleoni a su sastrería de la calle Escudellers y dígale que va de mi parte. Le tratará bien.
-Muchas gracias, don Basilio. Así lo haré.
-Y vaya preparándome otro cuento de éstos. Para éste le doy una semana. Pero no se me duerma. Y a ver si en éste hay menos muertos, que al lector de hoy le va el final meloso en el que triunfa la grandeza del espíritu humano y todas esas bobadas.
-Sí, don Basilio.


El subdirector asintió y me tendió la mano. La estreché.
-Buen trabajo, Martín. El lunes le quiero ver en la mesa que era de Junceda, que ahora es suya. Le pongo en sucesos.
-No le fallaré, don Basilio.
-No, no me fallará. Me dejará tirado, tarde o temprano. Y hará bien, porque usted no es periodista ni lo será nunca. Pero tampoco es todavía un escritor de novelas policíacas, aunque lo crea. Quédese por aquí una temporada y le enseñaremos un par de cosas que nunca están de más.
En aquel momento, con la guardia baja, me invadió tal sentimiento de gratitud que tuve el deseo de abrazar a aquel hombretón. Don Basilio, la máscara feroz de nuevo en su sitio, me clavó una mirada acerada y señaló la puerta.
-Sin escenitas, por favor. Cierre al salir. Por fuera. Y feliz Navidad.
-Feliz Navidad.


El lunes siguiente, cuando llegué a la redacción dispuesto a ocupar por primera vez mi propio escritorio, encontré un sobre de papel de estraza con un lazo y mi nombre en la tipografía que había pasado años mecanografiando. Lo abrí. En el interior encontré la contraportada del domingo con mi historia enmarcada y con una nota que decía:

“Esto sólo es el principio. En diez años yo seré el aprendiz y tú el maestro. Tu amigo y colega, Pedro Vidal.”

lunes, 28 de agosto de 2017

Libros Game of Thrones PDF




Hola amigos, les traigo la compilación de los 5 libros + 1 extra de esta fabulosa serie, para los que gustan de leer mediante dispositivos electrónicos, esta es una gran oportunidad.

Los Libros los adquiri en este canal de YouTube: Tutoriales Duvan Cardozo

Espero que los disfruten.


                                                                        DESCARGAR



lunes, 21 de agosto de 2017

Rayuela, capítulo 41 - Julio Cortázar



A Oliveira  el sol le daba en la cara a partir de las dos de la tarde. Para colmo  con ese calor se le  hacía  muy  difícil  enderezar clavos  martillándolos en  una  baldosa  (cualquiera  sabe  lo  peligroso que es  enderezar un  clavo  a martillazos, hay un momento en que el clavo  está  casi  derecho, pero cuando se lo martilla una vez más da media vuelta y pellizca  violentamente los dedos que lo sujetan; es algo de una perversidad fulminante), martillándolos empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera sabe que) empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera) empecinadamente.

«No queda ni uno derecho», pensaba Oliveira,  mirando los clavos desparramados en el suelo. «Y a esta hora la  ferretería  está  cerrada,  me  van  a  echar a patadas si golpeo para que me vendan treinta guitas de clavos. Hay que enderezarlos, no hay remedio.»
Cada vez que conseguía enderezar a medias un clavo, levantaba la cabeza en dirección a la ventana abierta y silbaba para que Traveler  se  asomara.  Desde  su cuarto veía muy bien una  parte  del  dormitorio,  y  algo  le  decía  que  Traveler  estaba en el  dormitorio,  probablemente  acostado  con  Talita.  Los  Traveler  dormían mucho de día, no tanto por el cansancio  del circo sino por un  principio  de fiaca que Oliveira respetaba. Era  penoso  despertar  a  Traveler  a  las  dos  y  media de la tarde,  pero  Oliveira  tenía  ya amoratados  los dedos  con que sujetaba  los clavos, la sangre machucada empezaba a  extravasarse,  dando  a  los  dedos  un aire de chipolatas mal hechas que era realmente  repugnante.  Más se los miraba, más sentía la necesidad de despertar a Traveler. Para  colmo  tenía  ganas  de matear y se le había acabado la yerba:  es  decir,  le  quedaba  yerba  para  medio  mate, y convenía que Traveler  o  Talita  le  tiraran  la  cantidad  restante  metida  en  un papel y con  unos  cuantos  clavos  de  lastre  para  embocar  la  ventana. Con clavos derechos y yerba la siesta sería más tolerable.

«Es increíble lo fuerte que silbo»,  pensó Oliveira,  deslumbrado.  Desde el piso de abajo, donde había un clandestino con tres mujeres y una chica para los mandados,  alguien  lo parodiaba  con  un  contrasilbido  lamentable,  mezcla   de pava hirviendo y chiflido desdentado. A Oliveira le encantaba la admiración y la rivalidad que podía suscitar su silbido; no lo malgastaba, reservándolo para las ocasiones importantes. En sus horas  de  lectura,  que  se  cumplían  entre  la  una y las cinco de la madrugada, pero no todas las noches, había llegado a la desconcertante  conclusión  de que el silbido no era  un tema sobresaliente en la literatura. Pocos autores  hacían  silbar a sus personajes.  Prácticamente ninguno. Los condenaban a un repertorio bastante  monótono de elocuciones  (decir, contestar, cantar, gritar,  balbucear, bisbisar,  proferir, susurrar,  exclamar  y  declamar) pero ningún héroe o heroína coronaba jamás un gran momento de sus epopeyas con un real silbido de esos que rajan los vidrios. Los squires ingleses silbaban para llamar a sus sabuesos, y algunos personajes  dickensianos silbaban para conseguir un cab. En cuanto a la literatura argentina  silbaba  poco, lo que era una vergüenza. Por eso aunque Oliveira no había leído a Cambaceres, tendía a considerarlo como un maestro nada más que por sus  títulos;  a veces imaginaba una continuación en la que el silbido se iba adentrando en la Argentina visible e invisible, la envolvía en su  piolín  reluciente  y  proponía  a  la  estupefacción universal ese matambre arrollado que poco tenía que ver con la versión áulica de las embajadas y el contenido del rotograbado dominical  y  digestivo  de  los  Gainza Mitre Paz, y todavía menos con los altibajos de Boca Juniors y los cultos necrofílicos de la baguala y el barrio de Boedo.  «La  puta  que  te  parió»  (a  un  clavo), «no me dejan siquiera pensar tranquilo, carajo». Por lo demás esas imaginaciones le  repugnaban  por  lo  fáciles,  aunque  estuviera  convencido  de  que  a la Argentina había que agarrarla por el lado de la vergüenza, buscarle el rubor escondido por un siglo de usurpaciones  de  todo  género  como tan bien  explicaban sus ensayistas, y para eso  lo  mejor  era  demostrarle  de  alguna  manera que no se la podía tomar en serio como  pretendía.  ¿Quién  se  animaría  a  ser  el bufón que desmontara tanta soberanía al divino cohete? ¿Quién se le reiría en la cara para verla enrojecer y acaso, alguna vez, sonreír como quien encuentra  y reconoce? Che, pero  pibe,  qué  manera  de  estropearse  el  día.  A ver  si  ese  clavito se resistía menos que los otros, tenía un aire bastante dócil.

«Qué frío bárbaro hace», se dijo Oliveira que creía en la eficacia de la autosugestión. El sudor le chorreaba desde el pelo a los ojos, era  imposible sostener un clavo con la torcedura hacia  arriba  porque  el  menor  golpe  del  martillo lo hacía resbalar en los dedos empapados (de frío) y el clavo volvía a pellizcarlo y a amoratarle (de frío) los dedos. Para  peor  el sol empezaba  a dar de lleno en la pieza (era la luna sobre las estepas cubiertas de nieve, y él silbaba para azuzar a los caballos que impulsaban su tarantás), a las tres  no  quedaría  un  solo rincón sin nieve,  se  iba  a helar lentamente hasta que lo ganara la somnolencia tan bien descrita y hasta provocada en los relatos eslavos, y su cuerpo quedara sepultado en la blancura homicida de  las  lívidas  flores  del  espacio.  Estaba  bien  eso: las lívidas  flores  del  espacio.  En  ese  mismo momento  se pegó  un martillazo de lleno en el dedo pulgar. El frío que lo invadió fue tan intenso que tuvo que revolcarse en el suelo para luchar  contra  la rigidez  de la congelación.  Cuando  por  fin consiguió sentarse,  sacudiendo  la  mano  en  todas  direcciones,  estaba  empapado de pies a cabeza, probablemente de nieve derretida o de esa ligera  llovizna que alterna con las lívidas flores  del  espacio  y  refresca  la  piel  de  los  lobos.

Traveler se estaba atando el  pantalón  del  piyama  y  desde  su  ventana  veía  muy bien la lucha  de Oliveira  contra la nieve  y la estepa.  Estuvo  por  darse  vuelta y contarle a Talita que Oliveira se  revolcaba por  el piso sacudiendo  una  mano,  pero entendió que la situación  revestía  cierta  gravedad  y que era preferible seguir siendo un testigo adusto e impasible.

—Por  fin  salís,   qué  joder  —dijo  Oliveira—.  Te  estuve  silbando  media    hora. Mirá la mano cómo la tengo machucada.
—No será de vender cortes de gabardina —dijo Traveler.
—De enderezar  clavos,  che.  Necesito  unos  clavos  derechos  y  un  poco  de yerba.
—Es fácil —dijo Traveler. Esperá.
—Armá un paquete y me lo tirás.
—Bueno —dijo Traveler. Pero  ahora  que  lo pienso  me va a dar  trabajo  ir hasta la cocina.
—¿Porqué? —dijo Oliveira—. No está tan lejos.
—No, pero hay una punta de piolines con ropa tendida y esas cosas.
—Pará por debajo —sugirió Oliveira—.  A menos  que  los cortes.  El  chicotazo  de una camisa mojada en las baldosas es algo inolvidable. Si querés te tiro el cortaplumas. Te juego a que lo clavo en la ventana. Yo de chico clavaba un cortaplumas en cualquier cosa y a diez metros.
—Lo malo en  vos  —dijo  Traveler—  es que  cualquier  problema  lo retrotraés  a la infancia. Ya estoy harto de decirte que leas un poco a Jung, che.  Y mirá  que  la  tenés con el cortaplumas ese, cualquiera diría que es un arma interplanetaria. No se te puede hablar de nada sin que saques a relucir el cortaplumas. Decime qué tiene que ver eso con un poco de yerba y unos clavos.
—Vos no seguiste el razonamiento —dijo Oliveira, ofendido—.  Primero  mencioné la mano machucada, y después pasé a los clavos. Entonces vos me antepusiste que unas  piolas  no te dejaban  ir a la cocina,  y era bastante  lógico que las piolas me llevaran a pensar en el cortaplumas. Vos deberías leer a Edgar  Poe, che. A pesar de las piolas no tenés hilación, eso es lo que te pasa.
Traveler se acodó en la ventana y miro la calle. La poca sombra se aplastaba  contra el adoquinado, y a la altura del primer piso empezaba la materia solar, un arrebato amarillo que manoteaba para todos lados y  le  aplastaba  literalmente  la  cara a Oliveira.
—Vos de tarde estás bastante jodido con ese sol —dijo Traveler.
—No es sol —dijo Oliveira—. Te podrías dar cuenta de que es la luna y de que hace un frío espantoso. Esta mano  se  me  ha  amoratado  por  exceso  de  congelación. Ahora empezará la gangrena, y dentro de unas semanas me estarás llevando gladiolos a la quinta del ñato.
—¿La luna? —dijo Traveler, mirando hacia arriba—. Lo que te voy a tener que llevar es toallas mojadas a Vieytes.
—Allí  lo que  más  se  agradece  son  los  Particulares  livianos  —dijo Oliveira—.Vos abundás en incongruencias, Manú.

—Te he dicho cincuenta veces que no me llames Manú.
—Talita te llama Manú —dijo Oliveira, agitando la mano como si quisiera desprenderla del brazo.
—Las  diferencias   entre vos y Talita   —dijo Traveler son de las que se ven
palpablemente. No entiendo porqué tenés que asimilar su vocabulario. Me repugnan los cangrejos ermitaños, las simbiosis en todas sus formas, los líquenes  y demás parásitos.
—Sos de una delicadeza que me parte literalmente el alma —dijo Oliveira.
—Gracias. Estábamos en que yerba y clavos. ¿Para qué querés los clavos?
—Todavía no sé  —dijo Oliveira,  confuso—. En realidad saqué la lata de clavos y descubrí que estaban todos torcidos. Los empecé a enderezar, y con este frío, ya ves...Tengo la impresión de que en  cuanto  tenga clavos  bien  derechos  voy a saber para qué los necesito.
—Interesante —dijo Traveler, mirándolo fijamente—. A veces te pasan cosas curiosas a vos. Primero los clavos y después la finalidad de los clavos. Sería una  lección para más de cuatro, viejo.
—Vos siempre me comprendiste —dijo Oliveira—.Y la yerba, como te imaginarás, la quiero para cebarme unos amargachos.
—Está bien —dijo Traveler. Esperame. Si tardo mucho podés silbar, a Talita le divierte tu silbido.

Sacudiendo  la mano,  Oliveira  fue hasta  el lavatorio  y se echó  agua  por la cara y el pelo. Siguió mojándose hasta empaparse la camiseta, y volvió al lado de la ventana para aplicar la teoría según la cual el sol que cae sobre un trapo mojado provoca  una  violenta  sensación  de frío.  «Pensar  que me moriré»,  se dijo Oliveira,
«sin  haber  visto  en  la  primera  página  del  diario  la  noticia  de  las  noticias:  ¡SE CAYÓ LA TORRE DE PISA! Es triste, bien mirado».
Empezó a componer titulares, cosa que  siempre  ayudaba  a pasar el tiempo. SE LE   ENREDA  LA  LANA  DEL TEJIDO  Y  PERECE  ASFIXIADA  EN  LANÚS
OESTE. Contó hasta doscientos sin que se le ocurriera otro titular pasable.
—Me voy a tener que mudar —murmuró Oliveira—.  Esta  pieza es  enormemente chica. Yo ¡en realidad tendría que entrar en el circo de Manú y vivir conellos. ¡¡La yerba!! Nadie contestó.
—La yerba —dijo suavemente Oliveira—. La yerba, che. No me  hagás  eso,  Manú. Pensar que podríamos  charlar  de  ventana  a ventana,  con  vos  y Talita,  y a  lo mejor venía la señora de Gutusso o la  chica  de  los  mandados,  y  hacíamos  juegos en el cementerio y otros juegos.
«Después de todo», pensó Oliveira, «los juegos en el  cementerio  los  puedo hacer yo solo».

Fue  a  buscar  el  diccionario  de  la  Real  Academia  Española,  en  cuya  tapa la palabra Real había  sido  encarnizadamente  destruida  a  golpes de gillete,  lo abrió al azar y preparó para Manú el siguiente juego en el cementerio.
«Hartos del cliente y de sus cleonasmos, le sacaron el clíbano y el clípeo y le hicieron tragar  una clica.  Luego le aplicaron un clistel clínico en la cloaca, aunque clocaba por tan clivoso  ascenso de agua  mezclada  con clinopodio,  revolviendo  los clisos como clerizón clorótico.»
—Joder —Edijo admirativamente Oliveira. Pensó  que también  joder podía servir como  punto  de  arranque,  pero  lo  decepcionó  descubrir que no figuraba  en el cementerio; en cambio en el jonuco estaban jonjobando dos jobs, ansiosos por joparse; lo malo era que el jorbín los había jomado jitándolos como jocós apestados.
«Es  realmente  la  necrópolis»,  pensó.  «No  entiendo  cómo a esta porquería le dura la encuadernación.»
Se puso a escribir otro juego, pero no le salía. Decidió probar los diálogos típicos y buscó el cuaderno donde los iba escribiendo después de inspirarse en el subterráneo, los cafés y los bodegones. Tenía casi terminado un diálogo típico de españoles y le dio  algunos  toques  más,  no sin  echarse  antes  un jarro  de agua  en  la camiseta.

DIALOGO TIPICO DE ESPAÑOLES

López.— Yo he vivido un año entero en Madrid. Verá usted, era en 1925, y... Pérez.— ¿En Madrid? Pues precisamente le decía yo ayer al doctor García... López.— De 1925 a 1926, en que fui profesor de literatura en la Universidad.
Pérez.—   Le  decía  yo:  «Hombre,  todo  el  que  haya  vivido  en  Madrid  sabe lo que es eso.»
López.— Una cátedra especialmente  creada  para  mí  para  que  pudiera  dictar  mis cursos de Literatura.
Pérez.—  Exacto,  exacto.  Pues  ayer  mismo  le  decía  yo  al doctor  García,  que  es muy amigo mío...
López.— Y claro, cuando se ha vivido allí más de un ano, uno sabe muy bien  que el nivel de los estudios deja mucho que desear.
Pérez.— Es un hijo de Paco García, que fue ministro de Comercio, y que criaba toros.
López.— Una vergüenza, créame usted, una verdadera vergüenza.
Pérez.—Sí, hombre, ni qué hablar. Pues este doctor García...
Oliveira estaba ya un poco aburrido del diálogo, y cerró el cuaderno. «Shiva», pensó bruscamente. «Oh bailarín cósmico, cómo brillarías,  bronce  infinito,  bajo  este sol.  ¿Por qué pienso en Shiva? Buenos Aires. Uno vive. Manera tan rara. Se acaba por tener una enciclopedia. De qué  te  sirvió el  verano,  oh  ruiseñor.  Claro que peor sería especializarse  y  pasar  cinco  años  estudiando  el comportamiento  del acridio. Pero mirá qué lista increíble, pibe, mirame un poco esto...»
Era un papelito amarillo, recortado de un documento de carácter vagamente internacional. Alguna publicación de la Unesco o cosa así, con los nombres de los integrantes de cierto Consejo de Birmania. Oliveira empezó  a regodearse con la lista y no pudo resistir a la tentación de sacar un lápiz y escribir la jitanjáfora  siguiente:
U Nu,U Tin, Mya Bu, Thado Thiri Thudama U E Maung, Sithu U Cho, Wunna Kyaw Htin U Khin Zaw, Wunna Kyaw Htin U Thein Han, Wunna Kyaw Htin U Myo Min, Thiri Pyanchi U Thant, Thado Maba Thray Sithu U Chan Htoon.

«Los tres Wunna Kyaw Htin son un poco monótonos», se dijo mirando los versos. «Debe significar algo como ‘Su excelencia el  Honorabilísimo’.  Che, qué bueno es lo de Thiri Pyanchi U Thant, es lo que suena mejor. ¿Y cómo se pronunciará Htoon?»
—Salú —dijo Traveler.
—Salú —dijo Oliveira—. Qué frío hace, che.
—Disculpa si te hice esperar. Vos sabés, los clavos...
—Seguro  —dijo  Oliveira—.  Un  clavo es un  clavo,  sobre  todo si  está derecho. ¿Hiciste un paquete?
—No —dijo Traveler, rascándose una tetilla—. Qué barbaridad de día, che, es como fuego.
—Avisa —dijo Oliveira tocándose la camiseta completamente seca—. Vos sos como la salamandra, vivís en un mundo de perpetua  piromanía.  ¿Trajiste  la  yerba?
—No —dijo Traveler—. Me olvidé completamente  de  la  yerba.  Tengo  nada  más que los clavos.
—Bueno, andá buscala, me hacés un paquete y me lo revoleás.
Traveler miró su ventana, después la  calle,  y  por último  la ventana  de Oliveira.
—Va a ser peliagudo —dijo—. Vos sabés que yo nunca  emboco  un  tiro,  aunque sea a dos metros. En el circo me han tomado el pelo veinte veces.
—Pero si es casi como si me lo alcanzaras —dijo Oliveira.
—Vos decís, vos decís, y después los clavos  le  caen en  la  cabeza a uno  de  abajo y se arma un lío.
—Tirame el paquete y después hacemos juegos  en  el  cementerio  —dijo Oliveira.
—Sería mejor que vinieras a buscarlo.
—¿Pero vos estás loco, pibe? Bajar tres pisos, cruzar por entre el hielo y subir  otros tres pisos, eso no se hace ni en la cabaña del tío Tom.
—No vas a pretender que sea yo el que practique ese andinismo vespertino.
—Lejos de mí tal intención —dijo virtuosamente Oliveira.
—Ni que vaya a buscar un tablón a la antecocina para fabricar un puente.
—Esa idea —dijo Oliveira— no es mala del  todo,  aparte  de  que  nos  serviría  para ir usando los clavos, vos de tu lado y yo del mío.
—Bueno, esperá —dijo Traveler, y desapareció.

Oliveira se quedó pensando en un buen insulto para aplastar a Traveler en la primera oportunidad. Después de consultar el cementerio y echarse  un  jarro  de agua en la camiseta se apostó a pleno  sol  en  la  ventana.  Traveler  no  tardó  en llegar arrastrando un enorme tablón, que sacó poco a poco por la ventana. Recién entonces Oliveira se dio cuenta de que Talita  sostenía  también  el  tablón,  y  la  saludó con un silbido. Talita tenía puesta una salida de baño verde, lo bastante ajustada como para dejar ver que estaba desnuda.

—Qué secante sos —dijo Traveler, bufando—. En qué líos nos metés. Oliveira vio su oportunidad.
—Callate, miriápodo de diez a doce centímetros de largo, con un par de patas en  cada  uno  de los veintiún anillos en que tiene dividido el cuerpo, cuatro ojos y en la boca mandibulillas córneas y ganchudas que  al  morder  sueltan  un  veneno muy activo —dijo de un tirón.
—Mandibulillas —comentó Traveler—. Vos fijate las palabras que profiere. Che, si sigo sacando el tablón por la ventana va a llegar  un  momento  en  que  la fuerza de gravedad nos va a mandar al diablo a Talita y a mí:
—Ya veo —dijo Oliveira— pero considerá que la punta del tablón está demasiado lejos para que yo pueda agarrarlo.
—Estirá un poco las mandibulillas —dijo Traveler.
—No me da el cuero, che. Además sabés muy bien que sufro de  horror vacuis.
Soy una caña pensante de buena ley.
—La única caña que te conozco es paraguaya —dijo Traveler furioso—. Yo realmente no sé qué vamos a hacer, este tablón  empieza  a  pesar  demasiado,  ya sabés que el peso es una  cosa  relativa.  Cuando  lo  trajimos  era  livianísimo,  claro que no le daba el sol como ahora.
—Volvé a meterlo en la pieza —dijo Oliveira, suspirando—. Lo mejor va a ser esto:  Yo  tengo  otro  tablón,  no tan largo pero en cambio más ancho. Le pasamos  una soga haciendo un lazo, y atamos los dos tablones por la mitad.  El mío yo lo  sujeto a la cama, vos hacés como te parezca.
—El nuestro  va a ser  mejor  calzarlo  en un cajón  de la cómoda   —dijo    Talita—.
Mientras traés el tuyo, nosotros nos preparamos.
«Qué complicados son», pensó Oliveira yendo a buscar el tablón que estaba parado en el zaguán, entre la puerta de su pieza y la de un turco curandero.  Era  un tablón de cedro, muy bien cepillado pero con dos  o tres  nudos que  se  le  habían salido. Oliveira pasó un dedo  por  un  agujero,  observó  cómo  salía  por  el otro lado, y se preguntó si los agujeros servirían para pasar  la  soga.  El  zaguán  estaba casi a oscuras (pero era más bien la diferencia entre la pieza asoleada y la sombra) y en la puerta del turco había una silla donde se desbordaba una señora de negro. Oliveira la saludó desde detrás del tablón, que había  enderezado  y  sostenía como un inmenso (e ineficaz) escudo.
—Buenas tardes, don —dijo la señora de negro—. Qué calor que hace.
—Al contrario, señora —dijo Oliveira—. Hace mas bien un frío horrible.
—No sea chistoso, señor —dijo la señora—. Más respeto con los enfermos.
—Pero si usted no tiene nada, señora.
—¿Nada? ¿Cómo se atreve?
«Esto es la realidad», pensó Oliveira,  sujetando  el  tablón  y  mirando  a  la  señora de negro. «Esto que acepto a cada momento como la realidad  y  que  no puede ser, no puede ser.»
—No puede ser —dijo Oliveira.
—Retírese, atrevido —dijo la señora—.  Le debía dar vergüenza  salir  a esta  hora en camiseta.
—Es Masllorens, señora —dijo Oliveira.
—Asqueroso —dijo la señora.
«Esto que creo la realidad», pensó Oliveira, acariciando el tablón, apoyándose   en él. «Esta vitrina arreglada,  iluminada  por cincuenta o sesenta siglos de manos, de imaginaciones, de compromisos, de pactos, de secretas libertades.»
—Parece mentira que peine canas —decía la señora de negro.
«Pretender que uno es el centro», pensó Oliveira, apoyándose más cómodamente en el tablón. «Pero es incalculablemente  idiota.  Un  centro  tan  ilusorio como lo sería pretender la ubicuidad. No hay centro, hay una especie de confluencia continua, de ondulación de la materia.  A lo largo de la noche  yo soy  un cuerpo inmóvil, y del otro lado de la ciudad un rollo de papel se está convirtiendo  en el diario de la mañana, y a las ocho y cuarenta yo saldré de casa  y a las ocho y veinte el diario habrá llegado al kiosko de la esquina, y a las ocho y cuarenta y cinco  mi  mano  y el  diario  se  unirán  y empezarán  a moverse  juntos  en el aire, a un metro del suelo, camino del tranvía...»
—Y don Bunche que no la termina más con el otro enfermo —dijo la señora de negro.
Oliveira levantó el tablón y lo metió en su pieza. Traveler le hacía señas para  que se apurara, y para tranquilizarlo le contestó  con  dos  silbidos  estridentes.  La soga estaba encima del ropero, había que arrimar una silla y subirse.
—Si te apuraras un poco —dijo Traveler.
—Ya está, ya está —dijo Oliveira, asomándose a la ventana—. ¿Tu tablón está bien sujeto, che?
—Lo calzamos en un cajón de la cómoda, y Talita le metió encima la Enciclopedia Autodidáctica Quillet.
—No está mal  —dijo  Oliveira—.  Yo al mío le voy a poner  la memoria  anual del Statens Psykologisk-Pedagogiska Institut, que le mandan  a  Gekrepten no se sabe por qué.
—Lo que  no  veo  es cómo  los  vamos  a ensamblar  —dijo Traveler, empezando a mover la cómoda para que el tablón saliera poco a poco por la ventana.
—Parecen dos jefes asirios con los arietes que derribaban las  murallas  —dijo  Talita que no en vano era dueña de la enciclopedia—. ¿Es alemán ese libro que  dijiste?
—Sueco, burra —dijo Oliveira—. Trata de cosas tales como la Mentalhygieniska synpunkter i Förskoleundervisning. Son palabras espléndidas,  dignas  de  este  mozo Snorri  Sturlusson  tan  mencionado  en la literatura argentina. Verdaderos pectorales de bronce, con la imagen talismánica del halcón.
—Los raudos torbellinos de Noruega —dijo Traveler.
—¿Vos realmente sos un tipo culto o solamente la embocás? —preguntó Oliveira con cierto asombro.
—No te voy a decir que el circo no me lleve tiempo —dijo Traveler— pero  siempre queda un rato para abrocharse una estrella en la frente. Esta frase  de  la estrella  me sale siempre  que hablo del circo,  por pura contaminación.  ¿De dónde  la habré sacado? ¿Vos tenés alguna idea, Talita? —No —dijo Talita, probando la solidez del tablón—. Probablemente de alguna novela portorriqueña.
—Lo que más me molesta es que en el fondo yo sé dónde he leído eso.
—¿Algún clásico? —insinuó Oliveira.
—Ya no me acuerdo de qué trataba —dijo Traveler pero era un libro inolvidable.
—Se nota —dijo Oliveira.
—El tablón nuestro está perfecto —dijo Talita—. Ahora que no sé cómo vas a hacer para sujetarlo al tuyo.
Oliveira acabó de desenredar la soga, la cortó en dos, y con una mitad ató el tablón al elástico de la cama. Apoyando el extremo del tablón en el borde de la ventana, corrió la cama y el tablón  empezó  a  hacer  palanca  en  el  antepecho, bajando poco a poco hasta posarse sobre el de  Traveler,  mientras  los  pies  de  la  cama subían unos cincuenta  centímetros.  «Lo  malo  es  que  va  a  seguir  subiendo  en cuanto alguien quiera pasar por el puente», pensó  Oliveira  preocupado.  Se  acercó al ropero y empezó a empujarlo en dirección a la cama.
—¿No tenés bastante apoyo? —preguntó Talita, que se había  sentado en el borde de su ventana, y miraba hacia la pieza de Oliveira.
—Extrememos las precauciones —dijo Oliveira— para evitar algún sensible accidente.
Empujó  el  ropero  hasta  dejarlo  al  lado  de  la  cama,  y  lo  tumbó  poco  a poco.
Talita admiraba la fuerza  de  Oliveira  casi  tanto  como  la  astucia y las invenciones de  Traveler. «Son realmente dos gliptodontes», pensaba enternecida. Los períodos antediluvianos siempre le habían parecido refugio de sapiencia.
El ropero tomó velocidad y cayó violentamente sobre la cama, haciendo temblar el piso. Desde abajo subieron  gritos,  y Oliveira  pensó  que  el turco  de al lado debía estar juntando una violenta presión shamánica. Acabó de acomodar el ropero y montó a caballo en  el  tablón,  naturalmente  que  del  lado  de  adentro  de la ventana.

Ahora va a resistir cualquier peso  enunció—.  No habrá  tragedia, para desencanto de las chicas de abajo que tanto nos quieren.  Para  ellas  nada  de esto  tiene sentido hasta que alguien se rompe el alma en la calle. La vida, que le dicen.
—¿No empatillás los tablones con tu soga? —preguntó Traveler.
—Mirá —dijo Oliveira—. Vos sabés muy bien que a mí el vértigo me ha  impedido escalar posiciones. El solo  nombre  del  Everest  es  como  si  me  pegaran un tirón en las verijas.
Aborrezco a mucha gente pero a nadie como al sherpa Tensing, creéme.
—Es decir que nosotros vamos a tener que sujetar los tablones —dijo Traveler.
—Viene a ser eso —concedió Oliveira, encendiendo un 43.
—Vos te das cuenta —le dijo Traveler a  Talita—.  Pretende  que  te  arrastres  hasta el medio del puente y ates la soga.
—¿Yo? —dijo Talita.
—Bueno, ya lo oíste.
—Oliveira no dijo que yo tenía que arrastrarme hasta el medio del puente.
—No lo dijo pero se deduce. Aparte de que es más elegante  que  seas  vos  la  que le alcance la yerba.
—No voy a saber atar la  soga  —dijo  Talita—.  Oliveira  y  vos  saben  hacer nudos, pero a mí se me desatan en seguida. Ni siquiera llegan a atarse.
—Nosotros te daremos las instrucciones —condescendió Traveler.
Talita se ajustó la salida de baño y se quitó una hebra  que  le colgaba  de un  dedo. Tenía necesidad de suspirar, pero sabía que a Traveler lo exasperaban los suspiros.
—¿Vos realmente  querés  que sea yo la que le lleve la yerba a Oliveira?  —dijo en voz baja.
—¿Qué están  hablando,  che?  —dijo Oliveira,  sacando la mitad del cuerpo por  la ventana y apoyando las dos manos en su  tablón.  La  chica  de  los  mandados  había puesto una silla en la  vereda  y  los  miraba.  Oliveira  la  saludó  con  una  mano. «Doble fractura del tiempo y el espacio»,  pensó.  «La pobre da por supuesto que estamos locos, y se prepara a una  vertiginosa  vuelta  a  la  normalidad. Si alguien se cae la sangre  la  va  a salpicar,  eso  es  seguro.  Y ella  no sabe que la sangre la va a salpicar, no sabe que ha puesto ahí la silla para que  la sangre la salpique, y no sabe que hace  diez  minutos  le  dio  una  crisis de  tedium vitae en plena antecocina, nada más que para vehicular el traslado de la silla a la vereda. Y que el vaso de agua que bebió a las dos y veinticinco estaba tibio y repugnante para que el estómago, centro del humor vespertino, le  preparara  el  ataque de tedium vitae que tres pastillas de leche de magnesia Phillips hubieran yugulado perfectamente; pero esto último ella no tenía que saberlo, ciertas cosas desencadenantes o yugulantes sólo pueden  ser  sabidas  en  un  plano  astral,  por  usar esa terminología inane.»
—No hablamos de nada —decía Traveler. Vos prepará la soga.
—Ya está, es una soga macanuda. Dale, Talita, yo te la alcanzo desde aquí.


Talita se puso a caballo en  el  tablón  y  avanzó  unos  cinco  centímetros,  apoyando las dos manos y levantando la grupa hasta  posarla  un  poco  más adelante.
—Esta salida de baño es muy incómoda —dijo—. Sería mejor unos pantalones tuyos o algo así.
—No vale la pena —dijo Traveler. Ponele que te caés, y me arruinás la ropa.
—Vos no te apurés —dijo Oliveira—. Un poco más y ya te puedo tirar la soga.
—Qué ancha es esta calle —dijo Talita, mirando hacia abajo—. Es mucho más ancha que cuando la mirás por la ventana.
—Las  ventanas   son  los  ojos   de  la  ciudad   —dijo  Traveler—  y naturalmente
deforman todo lo que miran. Ahora  estás  en un  punto  de  gran  pureza,  y  quizá ves las cosas como una paloma o un caballo que no saben que tienen ojos.
—Dejate de ideas para la N.R.F. y sujetale bien el tablón —aconsejó Oliveira.
—Naturalmente a vos te revienta que cualquiera diga algo que te hubiera encantado  decir  antes.  El  tablón  lo  puedo  sujetar  perfectamente  mientras  pienso  y hablo.
—Ya debo estar cerca del medio —dijo Talita.
—¿Del medio? Si apenas te has despegado de la ventana. Te faltan  dos  metros  por lo menos.
—Un poco menos —dijo Oliveira, alentándola—. Ahora nomás te tiro la soga.
—Me parece que el tablón se está doblando para abajo —dijo Talita.
—No se dobla nada —dijo Traveler, que se  había  puesto  a  caballo  pero  del  lado de adentro—. Apenas vibra un poco.
—Además la punta descansa sobre mi tablón —dijo Oliveira—.  Sería  muy extraño que los dos cedieran al mismo tiempo.
—Sí, pero yo peso cincuenta y seis  kilos  —dijo  Talita—.  Y al llegar  al medio  voy a pesar por lo menos doscientos. Siento que el tablón baja cada vez más.
—Si  bajara  —dijo  Traveler  yo  estaría  con  los  pies  en  el  aire,  y en  cambio me
sobra sitio para apoyarlos en el piso. Lo único que puede suceder  es  que  los  tablones se rompan, pero sería muy raro.
—La fibra resiste mucho en sentido longitudinal —convino Oliveira—. Es el apólogo del haz de juncos, y otros ejemplos. Supongo que traés la  yerba  y  los  clavos.
—Los  tengo   en  el  bolsillo   —dijo   Talita—.  Tirame  la  soga  de  una  vez. Me pongo nerviosa, creeme.
—Es el frío —dijo Oliveira, revoleando la soga  como  un  gaucho—.  Ojo,  no  vayas a perder el equilibrio. Mejor te enlazo, así estamos seguros de  que  podés agarrar la soga.
«Es curioso», pensó viendo pasar la soga sobre su cabeza. «Todo se encadena
perfectamente si a uno se le da realmente la gana. Lo único falso en esto es el  análisis.»
—Ya estás llegando —anunció Traveler—.  Ponete  de  manera  de  poder  atar bien los dos tablones, que están un poco separados.
—Vos fijate lo bien que la enlacé —dijo Oliveira—.  Ahí  tenés,  Manú,  no me  vas a negar que yo podría trabajar con ustedes en el circo.
—Me lastimaste la cara —se quejó Talita—. Es una soga llena de pinchos.
—Me pongo un sombrero tejano, salgo silbando y enlazo a todo el mundo — propuso Oliveira entusiasmado—. Las tribunas  me  ovacionan,  un  éxito pocas veces visto en los anales circenses.
—Te estás insolando —dijo Traveler, encendiendo un cigarrillo—. Y ya  te  he dicho que no me llames Manú.
—No tengo fuerza —dijo Talita—. La soga es áspera, se agarra en ella misma.
—La ambivalencia de la soga —dijo  Oliveira—.  Su  función  natural  saboteada por una misteriosa tendencia a la neutralización. Creo que a eso  le  llaman  la  entropía.
—Está bastante bien ajustado  —dijo  Talita—.  ¿Le  doy  otra  vuelta?  Total  hay  un pedazo que cuelga.
—Sí, arrollala bien  —dijo  Traveler—.  Me revientan  las  cosas  que  sobran  y que cuelgan; es diabólico.
—Un perfeccionista —dijo Oliveira—. Ahora pasate a mi tablón para probar el puente.
Tengo miedo —dijo Talita—. Tu tablón parece menos sólido que el nuestro.
—¿Qué? —dijo Oliveira ofendido—. ¿Pero vos no te das cuenta  que  es  un  tablón de puro cedro? No vas a comparar con esa porquería de  pino.  Pasate  tranquila al mío, nomás.
—¿Vos qué decís, Manú? —preguntó Talita, dándose vuelta.
Traveler, que  iba  a contestar,  miró  el punto  donde  se tocaban  los  dos  tablones y la soga mal ajustada. A caballo sobre su tablón, sentía que le vibraba entre las piernas de una manera entre agradable y desagradable. Talita no tenía más que apoyarse sobre las manos,  tomar  un ligero  impulso  y entrar  en la zona  del tablón de Oliveira. Por supuesto el puente resistiría; estaba muy bien hecho.
—Mirá, esperá un momento —dijo Traveler, dubitativo—. ¿No le podés alcanzar el paquete desde ahí?
—Claro  que  no  puede  —dijo  Oliveira,  sorprendido—.  ¿Qué idea  se te ocurre?
Estás estropeando todo.
—Lo que se dice alcanzárselo, no puedo —admitió Talita—. Pero se lo puedo tirar, desde aquí es lo más fácil del mundo.
—Tirar —dijo Oliveira, resentido—. Tanto lío y al final hablan de tirarme el paquete.
—Si vos sacás el brazo estás a menos de  cuarenta  centímetros  del  paquete  — dijo Traveler—. No hay necesidad  de  que  Talita  vaya  hasta  allá.  Te  tira  el  paquete y chau.
—Va a errar el tiro, como todas las mujeres —dijo Oliveira—y la yerba se va a desparramar en los adoquines, para no hablar de los clavos.
—Podés  estar    tranquilo —dijo   Talita,   sacando   presurosa   el   paquete—. Aunque no te caiga en la mano lo mismo va a entrar por la ventana.
—Sí, y se va a reventar en el piso, que está sucio, y yo voy a tomar un mate asqueroso lleno de pelusas —dijo Oliveira.
—No le hagás caso —dijo Traveler—. Tirale nomás el paquete, y volvé.
Talita se dio vuelta y lo miró, dudando de que  hablara  en  serio.  Traveler  la estaba mirando de una manera que conocía muy bien, y Talita sintió  como  una caricia que le corría por la espalda. Apretó con fuerza  el  paquete,  calculó  la  distancia.
Oliveira  había  bajado  los  brazos  y parecía  indiferente  a lo  que Talita  hiciera o no hiciera. Por encima de Talita miraba fijamente a Traveler, que lo  miraba fijamente: «Estos dos han tendido otro puente entre ellos», pensó  Talita.  «Si me cayera a la calle ni se darían cuenta.» Miró los adoquines, vio a la chica de los mandados que la contemplaba con la boca abierta; dos cuadras más allá venía caminando una mujer que debía ser Gekrepten. Talita esperó, con el  paquete  apoyado en el puente.
—Ahí está —dijo Oliveira—. Tenía que suceder, a vos  no  te  cambia  nadie.  Llegás al borde de las cosas y uno piensa que  por  fin  vas  a  entender,  pero  es  inútil, che, empezás a darles la vuelta, a leerles las etiquetas. Te quedás en el prospecto, pibe.
—¿Y qué? —dijo Traveler—. ¿Por qué te tengo que hacer el juego, hermano?
—Los juegos se hacen solos, sos vos  el  que  mete  un  palito  para  frenar  la  rueda.
—La rueda que vos fabricaste, si vamos a eso.
—No creo —dijo Oliveira—. Yo no hice más que  suscitar  las  circunstancias,  como dicen los entendidos. El juego había que jugarlo limpio.
—Frase de perdedor, viejito.
—Es fácil perder si el otro te carga —la taba.
—Sos grande —dijo Traveler—. Puro sentimiento gaucho. Talita sabía que de alguna manera estaban hablando de ella, y seguía mirando a la chica de los  mandados inmóvil en la silla con la boca abierta.  «Daría  cualquier  cosa  por  no  oírlos discutir», pensó Talita.  «Hablen  de  lo  que  hablen,  en  el  fondo  es  siempre de mí, pero tampoco es eso, aunque es casi eso.» Se le ocurrió que sería divertido soltar el paquete  de manera que le cayera en la boca a la chica de los mandados.   Pero no le hacía gracia, sentía el otro puente por encima, las palabras yendo y viniendo, las risas, los silencios calientes.
«Es como un juicio», pensó Talita. «Como una ceremonia.»
Reconoció a Gekrepten que llegaba a la otra esquina y empezaba a mirar hacia arriba.  «¿Quién te juzga?»,  acababa  de decir Oliveira.  Pero no era a Traveler  sino a ella que estaban juzgando. Un  sentimiento,  algo  pegajoso  como  el  sol  en  la nuca y en las piernas. Le iba a dar un ataque de insolación, a lo mejor eso sería la sentencia. «No creo que seas nadie  para  juzgarme»,  había  dicho  Manú.  Pero  no era a Manú sino a ella que estaban juzgando. Y a través de ella, vaya a saber qué, mientras  la  estúpida  de Gekrepten  revoleaba  el  brazo  izquierdo  y  le  hacía señas como si ella, por ejemplo, estuviera a punto de tener un  ataque  de  insolación  y fuera a caerse a la calle, condenada sin remedio.
—¿Por qué te balanceás así? —dijo Traveler, sujetando su tablón con las dos manos—. Che, lo estás haciendo vibrar demasiado. A ver si nos vamos  todos  al diablo.
No me muevo —dijo miserablemente Talita—. Yo solamente quisiera tirarle el paquete y entrar otra vez en casa.
—Te está  dando  todo  el sol en la cabeza,  pobre  —dijo Traveler— Realmente  es una barbaridad, che.
—La culpa es tuya —dijo Oliveira rabioso—. No hay nadie en la Argentina capaz de armar quilombos como vos.
—La tenés conmigo —dijo Traveler objetivamente—. Apurate, Talita. Rajale el paquete por la cara y que nos deje de joder de una buena vez.
—Es un poco tarde —dijo Talita—. Ya no estoy tan  segura  de  embocar  la ventana.
—Te lo dije —murmuró Oliveira que murmuraba muy poco y sólo  cuando estaba al borde de alguna barbaridad—. Ahí viene Gekrepten llena de paquetes. Éramos pocos y parió la abuela.
—Tirale la yerba  de cualquier  manera   —dijo  Traveler,  impaciente—. Vos no  te
aflijas si sale desviado.
Talita inclinó la cabeza y el pelo  le chorreó  por  la frente,  hasta  la boca.  Tenía  que parpadear continuamente porque el sudor le entraba en los  ojos.  Sentía  la  lengua llena de sal y de algo que debían ser  chispazos,  astros  diminutos  corriendo y chocando con las encías y el paladar.
—Esperá —dijo Traveler.
—¿Me lo decís a mí? —preguntó Oliveira.
—No. Esperá, Talita. Tenete bien fuerte que te voy a alcanzar un sombrero.
—No te salgas del tablón —pidió Talita—. Me voy a caer a la calle.
—La enciclopedia y la cómoda lo  sostienen  perfectamente.  Vos  no  te  movás, que vuelvo en seguida.
Los tablones se inclinaron un poco hacia abajo, y Talita se agarró desesperadamente. Oliveira silbó con todas sus fuerzas como  para  detener a Traveler, pero ya no había nadie en la ventana.
—Qué  animal  —dijo  Oliveira—.  No  te  muevas,  no  respires  siquiera.  Es   una
cuestión de vida o muerte, creeme.
—Me doy cuenta —dijo Talita, con un hilo de voz—. Siempre ha sido así.
—Y para colmo Gekrepten está subiendo la escalera.  Lo que nos va a escorchar, madre mía. No te muevas.
—No me muevo —dijo Talita—. Pero parecería que...
—Sí, pero apenas —dijo Oliveira—. Vos no te movás, es lo único que se puede hacer.
«Ya me han juzgado», pensó Talita. «Ahora no tengo más que caerme y ellos seguirán con el circo, con la vida.»
—¿Por qué llorás? —dijo Oliveira, interesado.
—Yo no lloro —dijo Talita—. Estoy sudando, solamente.
—Mirá —dijo Oliveira resentido—, yo seré muy bruto pero nunca  me  ha ocurrido confundir las lágrimas con la transpiración. Es completamente distinto.
—Yo no lloro —dijo Talita—. Casi nunca lloro, te juro. Lloran las gentes como Gekrepten, que está subiendo por la  escalera  llena  de  paquetes. Yo soy  como  el ave cisne, que canta cuando se muere —dijo  Talita—.  Estaba  en  un  disco  de Gardel.
Oliveira  encendió  un  cigarrillo.  Los  tablones  se  habían  equilibrado  otra  vez.
Aspiró satisfecho el humo.
—Mirá, hasta que vuelva ese idiota de Manú con el sombrero, lo que podemos hacer es jugara las preguntas-balanza.
—Dale —dijo Talita—. Justamente ayer preparé unas cuantas, para que sepas.
—Muy bien. Yo empiezo y cada uno  hace  una  pregunta-balanza. La operación que consiste en depositar sobre un cuerpo sólido una capa de metal disuelto en un líquido, valiéndose de  corrientes  eléctricas,  ¿no es una embarcación  antigua,  de vela latina, de unas cien toneladas de porte?
—Sí que es —dijo Talita, echándose el  pelo  hacia  atrás—. Andar de aquí para allá, vagar, desviar el golpe  de  un  arma,  perfumar con algalia, y ajustar  el  pago del diezmo de los frutos en verde, ¿no equivale  a  cualquiera  de  los  jugos vegetales destinados a la alimentación, como vino, aceite, etc.?
—Muy bueno —condescendió Oliveira—. Los jugos vegetales, como vino, aceite...  Nunca  se me había  ocurrido  pensar  en el vino  como  en un jugo  vegetal.  Es espléndido. Pero  escuchá  esto:  Reverdecer,  verdear  el  campo,  enredarse  el pelo, la  lana,  enzarzarse  en  una  riña  o contienda,  envenenar  el  agua  con  verbasco u otra sustancia análoga para  atontar  a los  peces  y pescarlos,  ¿no es el desenlace del poema dramático, especialmente cuando es doloroso?
—Qué lindo   —dijo   Talita,   entusiasmada—.   Es lindísimo,  Horacio. Vos realmente le sacás el jugo al cementerio.
—El jugo vegetal —dijo Oliveira.
Se abrió la puerta de la pieza y Gekrepten entró respirando agitadamente. Gekrepten era rubia teñida, hablaba con mucha  facilidad,  y ya no se sorprendía  por un ropero tirado en una cama y un hombre a caballo en un tablón.
—Qué calor  —dijo  tirando los paquetes  sobre  una  silla—. Es la peor hora  para
ir de compras,  creeme.  ¿Qué hacés ahí, Talita?  Yo no sé por qué salgo siempre  a la hora de la siesta.
—Bueno, bueno —dijo Oliveira, sin mirarla—. Ahora te toca a vos, Talita.
—No me acuerdo de ninguna otra.
—Pensá, no puede ser que no te acuerdes.
—Ah, es por el dentista —dijo Gekrepten—. Siempre me dan las horas peores para emplomar las muelas. ¿Te dije que hoy tenía que ir al dentista?
—Ahora me acuerdo de una —dijo Talita.
—Y mirá lo que me pasa —dijo Gekrepten—.  Llego  a  lo  del  dentista,  en  la calle  Warnes.   Toco  el  timbre   del  consultorio   y  sale  la  mucama.   Yo  le   digo:
«Buenas tardes.» Me dice: «Buenas tardes. Pase, por favor.» Yo  paso,  y me  hace entrar en la sala de espera.
—Es así —dijo Talita—. El que tiene abultados los carrillos, o la fila de cubas amarradas  que  se conducen  a modo  de balsa,  hacia  un sitio  poblado  de carrizos:  el almacén de  artículos  de  primera  necesidad,  establecido  para  que  se  surtan  de él determinadas personas con más economía que en las tiendas, y todo lo perteneciente o relativo a la égloga, ¿no  es  como  aplicar  el  galvanismo  a  un animal vivo o muerto?
—Qué  hermosura —dijo  Oliveira  deslumbrado—.  Es  sencillamente fenomenal.
—Me dice: «Siéntese un momento, por favor.» Yo me siento y espero.
—Todavía me queda una —dijo Oliveira—. Esperá, no me acuerdo muy bien.
—Había dos señoras y un señor con un chico. Los minutos parecía que no  pasaban. Si te digo que me  leí  enteros  tres  números  de  Idilio.  El  chico lloraba, pobre criatura, y el padre, un nervioso... No quisiera  mentir pero  pasaron  más de  dos horas, desde las dos y media que llegué. Al final me  tocó  el  turnó,  y  el dentista me dice: «Pase, señora»;  yo paso, y me dice:  «¿No le molestó  mucho  lo que le puse el otro día?» Yo le digo: «No,  doctor, qué  me va a molestar.  Además que todo este  tiempo  mastiqué  siempre  de un solo  lado.» Me dice: «Muy bien, es lo que  hay  que  hacer.  Siéntese,  señora.»  Yo  me  siento, y me dice: «Por favor, abra la boca.» Es muy amable, ese dentista.
—Ya está —dijo Oliveira—. Oí bien, Talita. ¿Por qué mirás para atrás?
—Para ver si vuelve Manú.
—Qué va a venir. Escuchá bien: la acción y efecto de  contrapasar,  o  en  los  torneos y justas, hacer un jinete que su  caballo  dé  con  los  pechos  en  los  del  caballo de su contrario, ¿no se parece mucho al fastigio, momento más grave  e  intenso de una enfermedad?
—Es raro —dijo Talita, pensando—. ¿Se dice así, en español?
—¿Qué cosa se dice así?
—Eso de hacer un jinete que su caballo dé con los pechos.
—En los torneos sí —dijo Oliveira—. Está en el cementerio, che.
—Fastigio —dijo Talita— es una palabra muy bonita. Lástima  lo  que  quiere  decir.
—Bah,  lo  mismo  pasa  con  mortadela  y  tantas  otras  —dijo  Oliveira—.  Ya   se
ocupó de eso el abate Bremond, pero no hay nada que hacerle. Las palabras son como nosotros, nacen con una cara y no hay tu  tía.  Pensá en la cara que tenía  Kant, decime un poco. O Bernardino Rivadavia, para no ir tan lejos.
—Me ha puesto una emplomadura de material plástico —dijo Gekrepten.
—Hace un calor terrible —dijo Talita—. Manú dijo que iba a traerme  un sombrero.
—Qué va a traer, ése —dijo Oliveira.
—Si a vos te parece te tiro el paquete y me vuelvo a casa —dijo Talita.
Oliveira miró el puente, midió la ventana abriendo vagamente los brazos,  y  movió la cabeza.
—Quién  sabe  si  lo  vas  a  embocar  —dijo—.  Por  otra  parte  me da no sé qué
tenerte  ahí con ese frío glacial.  ¿No sentís que se te forman carámbanos  en el pelo  y las fosas nasales?
—No —dijo Talita—. ¿Los carámbanos vienen a ser cómo los fastigios?
—En cierto modo sí —dijo Oliveira—. Son dos cosas que se parecen desde sus diferencias,  un poco como Manú y yo si te ponés a pensarlo.  Reconocerás  que el lío con Manú es que nos parecemos demasiado.
—Sí —dijo Talita—. Es bastante molesto a veces.
—Se fundió  la manteca—dijo Gekrepten,  untando una tajada de pan negro —. La manteca, con el calor, es una lucha.
—La peor diferencia está en eso —dijo Oliveira—. La peor de las peores diferencias. Dos tipos con pelo negro,  con  cara  de  porteños  farristas,  con el mismo desprecio por casi las mismas cosas, y vos...
—Bueno, yo... —dijo Talita.
—No tenés por qué escabullirte —dijo Oliveira—. Es un  hecho  que  vos te sumás de alguna manera a  nosotros  dos  para  aumentar  el  parecido,  y  por  lo  tanto la diferencia.
—A mí no me parece que me sume a los dos —dijo Talita.
—¿Qué sabés? ¿Qué podés saber, vos? Estás ahí en tu pieza, viviendo y cocinando y leyendo la enciclopedia autodidáctica, y de noche vas  al  circo,  y entonces te parece que solamente  estás  ahí  en  donde  estás.  ¿Nunca  te  fijaste  en  los picaportes de las puertas, en los botones de metal, en los pedacitos de vidrio?
—Sí, a veces me fijo —dijo Talita.
—Si te fijaras bien verías que por todos lados, donde menos se sospecha, hay imágenes que copian todos tus movimientos. Yo soy muy sensible  a  esas  idioteces, creeme.
—Vení, tomá la leche que ya se le formó nata —dijo Gekrepten—. ¿Por qué hablan siempre de cosas raras?
—Vos me estás dando demasiado importancia —dijo Talita.
—Oh, esas cosas no las decide uno —dijo Oliveira—.  Hay todo un orden  de cosas que uno no decide, y son siempre fastidiosas aunque  no  las  más  importantes. Te lo digo porque es  un  gran  consuelo.  Por  ejemplo  yo  pensaba tomar mate. Ahora  llega  ésta  y se pone a preparar  café  con leche  sin que nadie  se lo pida. Resultado:  si no lo tomo,  a la leche  se le forma  nata.  No es importante,  pero joroba un poco. ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo?
—Oh,  sí  —dijo  Talita  mirándolo  en  los  ojos—.  Es  verdad  que  te  parecés a Manú. Los dos saben hablar tan bien del café con leche y del mate, y uno acaba  por darse cuenta de que el café con leche y el mate, en realidad...
—Exacto —dijo Oliveira—. En realidad. De modo que podemos volver a lo que decía  antes.  La  diferencia  entre  Manú  y  yo  es  que  somos  casi  iguales.  En esa proporción, la diferencia es como un cataclismo inminente. ¿Somos  amigos?  Sí,  claro, pero a mí no me sorprendería nada que... Fijate que desde que nos conocemos, te lo puedo decir porque vos ya lo sabés, no hacemos más que lastimarnos. A él no le gusta que yo sea como soy, apenas me pongo a enderezar  unos clavos ya ves el lío que arma, y te embarca de paso a vos.  Pero  a él no le  gusta que yo sea como  soy  porque  en realidad  muchas de las  cosas  que  a mí se  me ocurren, muchas de las  cosas  que  hago,  es como  si se las  escamoteara  delante de las narices. Antes de que él las piense, zás, ya están. Bang, bang, seasoma a la ventana y yo estoy enderezando los clavos.
Talita miró hacia atrás, y vio la sombra de Traveler que escuchaba, escondido entre la cómoda y la ventana.
—Bueno, no tenés que exagerar —dijo Talita—. A vos  no  se  te  ocurrirían algunas cosas que se le ocurren a Manú.
—¿Por ejemplo?
—Se te enfría la leche —dijo Gekrepten quejumbrosa—. ¿Querés que te la ponga otro poco al fuego, amor?
—Hacé un flan para mañana —aconsejó Oliveira—. Vos seguí, Talita.
—No —dijo Talita, suspirando—.  Para  qué.  Tengo  tanto  calor,  y  me  parece que me estoy empezando a marear.  Sintió  la vibración  del  puente  cuando Traveler lo cabalgó al borde de  la  ventana.  Echándose  de  bruces sin pasar  del nivel del antepecho, Traveler puso un sombrero  de  paja  sobre  el  tablón.  Con  ayuda de un palo de plumero empezó a empujarlo centímetro a centímetro.
—Si se desvía apenas un poco —dijo Traveler— seguro que  se  cae  a la  calle  y va a ser un lío bajar a buscarlo.
—Lo mejor   sería   que   yo    me    volviera   a    casa   —dijo Talita, mirando
penosamente a Traveler.
—Pero primero le tenés que pasar la yerba a Oliveira —dijo Traveler.
—Ya no vale la pena —dijo Oliveira—. En todo caso que tire el paquete, da lo mismo.
Talita los miró alternativamente, y se quedó inmóvil.
—A vos es difícil entenderte —dijo  Traveler—.  Todo  este trabajo  y  ahora resulta que mate más, mate menos, te da lo mismo.
—Ha transcurrido el minutero, hijo mío —dijo Oliveira—. Vos te movés en el continuo tiempo-espacio con una lentitud de gusano. Pensá en todo lo que ha acontecido desde que decidiste ir a buscar ese  zarandeado  jipijapa.  El  ciclo  del  mate se cerró sin consumarse, y entre tanto hizo aquí  su  llamativa  entrada  la siempre fiel Gekrepten, armada de utensilios  culinarios.  Estamos  en  el  sector  del café con leche, nada que hacerle.
—Vaya razones —dijo Traveler.
—No son razones, son mostraciones perfectamente objetivas. Vos tendés a  moverte en el continuo, como dicen los físicos, mientras que yo soy sumamente sensible a la discontinuidad vertiginosa de la existencia. En este mismo momento   el  café con leche irrumpe, se instala,  impera,  se  difunde,  se  reitera  en  cientos de miles de hogares. Los mates han sido lavados, guardados, abolidos. Una zona temporal de café con leche cubre este sector del continente  americano.  Pensá  en  todo lo que eso supone y acarrea.  Madres  diligentes  que aleccionan  a  sus párvulos sobre la dietética láctea, reuniones infantiles en torno a la mesa de la antecocina, en cuya parte superior  todas  son  sonrisas  y  en  la  inferior  un  diluvio de patadas y pellizcos. Decir café con leche a esta hora significa mutación, convergencia amable hacia  el  fin  de  la  jornada,  recuento  de  las  buenas acciones,  de las acciones al portador, situaciones transitorias,  vagos  proemios  a  lo  que  las  seis de la tarde, hora terrible de llave en las puertas y carreras al ómnibus,  concretará brutalmente. A este hora casi  nadie  hace  el  amor, eso es antes  o  después. A esta hora se piensa en la ducha (pero  la  tomaremos a las cinco)  y la gente empieza a rumiar las posibilidades de la noche, es decir si van a ir a ver a Paulina Singerman o a Toco Tarántola (pero no estamos  seguros,  todavía  hay tiempo). ¿Qué tiene ya que ver todo eso con  la hora  del  mate?  No te hablo  del  mate mal tomado, superpuesto al café con leche, sino al auténtico que yo quería, a la hora justa, en el momento de más frío. Y esas cosas me parece que no las comprendés lo suficiente.
—La modista es una estafadora —dijo Gekrepten—. ¿Vos te hacés hacer los vestidos por una modista, Talita?
—No —dijo Talita—. Sé un poco de corte y confección.
—Hacés bien, m’hija. Yo esta tarde después del dentista me corro  hasta  la  modista que está a una cuadra y le  voy a reclamar una pollera que ya tendría que estar hace ocho días. Me dice: «Ay, señora, con la enfermedad de mi mamá no he podido lo que se dice  enhebrar  la aguja.»  Yo le digo:  «Pero,  señora,  yo la pollera la  necesito.»  Me  dice:  «Créame,  lo  siento  mucho. Una clienta como usted. Pero va  a tener que disculpar.» Yo le digo:  «Con  disculpar  no  se  arregla  nada,  señora.  Más le valdría cumplir a tiempo y todos  saldríamos  gananciosos.»  Me  dice:  «Ya  que lo toma así, ¿por qué no va de otra modista?»  Y yo le digo:  «No es que me falten ganas, pero ya que me comprometí  con usted más vale que la espere,  y eso  que me parece una informalidad.
—Todo eso te sucedió? —dijo Oliveira.
—Claro —dijo Gekrepten—. ¿No ves que se lo estoy contando a Talita?
—Son dos cosas distintas.
—Ya empezás, vos.
—Ahí tenés —le dijo Oliveira  a Traveler,  que  lo miraba  cejijunto—. Ahí tenés  lo que son las cosas. Cada uno cree que está hablando de lo que comparte con los demás.
—Y no es así, claro —dijo Traveler. Vaya noticia.
—Conviene repetirla, che.
—Vos repetís todo lo que supone una sanción contra alguien.
—Dios me puso sobre vuestra ciudad —dijo Oliveira.
—Cuando no me juzgás a mí te la agarrás con tu mujer.
—Para picarlos y tenerlos despiertos —dijo Oliveira.
—Una especie de manía mosaica. Te la pasás bajando del Sinaí.
—Me gusta —dijo Oliveira— que las cosas queden siempre lo  más  claras posible. A vos parece darte lo mismo  que  en  plena  conversación  Gekrepten  intercale una historia  absolutamente  fantasiosa  de  un  dentista  y  no  sé  qué  pollera. No parecés  darte  cuenta  de  que  esas  irrupciones, disculpables  cuando son hermosas o por lo menos inspiradas,  se  vuelven  repugnantes  apenas  se  limitan a escindir un orden, a torpedear una estructura. Cómo hablo, hermano.
—Horacio es siempre el mismo —dijo Gekrepten—. No le haga caso, Traveler.
—Somos de una blandura  insoportable,  Manú.  Consentimos  a  cada  instante  que la realidad se nos huya entre los dedos como una  agüita  cualquiera.  La  teníamos ahí, casi perfecta, como un arcoiris saltando del pulgar al meñique. y el trabajo para conseguirla, el tiempo que  se  necesita,  los  méritos  que  hay  que  hacer... Zás, la radio anuncia que el general Pisotelli hizo  declaraciones.  Kaputt.  Todo kaputt. «Por fin algo en serio», piensa la chica de los mandados, o ésta, o a         lo  mejor  vos  mismo.  Y yo,  porque  no  te  vayas  a imaginar  que  me  creo infalible.
¿Qué sé yo dónde está la verdad? Solamente que me gustaba tanto  ese  arcoiris como un sapito entre los dedos. Y esta tarde... Mirá, a pesar  del  frío  a  mí  me parece que estábamos empezando a hacer algo en serio. Talita, por ejemplo, cumpliendo esa proeza extraordinaria de no caerse a  la  calle,  y  vos  ahí,  y  yo...  Uno es sensible a ciertas cosas, qué demonios.
—No sé si te entiendo —dijo Traveler.  A lo mejor  lo del  arcoiris  no está  tan  mal. ¿Pero por qué sos tan intolerante? Viví y dejá vivir, hermano.
—Ahora  que  ya  jugaste  bastante,  vení  a  sacar  el  ropero  de  arriba  de  la cama
—dijo Gekrepten.
—¿Te das cuenta? —dijo Oliveira.
—Eh, sí —dijo Traveler, convencido.
—Quod erat demostrandum, pibe.
—Quod erat —dijo Traveler.
—Y lo peor es que en realidad ni siquiera habíamos empezado.
—¿Cómo? —dijo Talita, echándose el pelo para atrás y  mirando  si  Traveler  habla empujado lo suficiente el sombrero.
—Vos no te pongás nerviosa —aconsejó  Traveler.  Date  vuelta  despacio,  estirá esa mano, así. Esperá, ahora yo empujo un poco más... ¿No te dije? Listo.
Talita sujetó el sombrero y se lo encasquetó de un solo golpe. Abajo se habían
juntado dos chicos y una señora, que hablaban con la chica de los mandados y miraban el puente.
—Ahora yo le tiro el paquete a  Oliveira  y  se  acabó  —dijo Talita sintiéndose más segura con el sombrero puesto—. Tengan firme los tablones, no sea cosa.
—¿Lo vas a tirar? —dijo Oliveira—. Seguro que no lo embocás.
—Dejala que haga la prueba —dijo Traveler. Si  el  paquete  se  escracha  en  la  calle, ojalá le pegue en el melón a la de Gutusso, lechuzón repelente.
—Ah, a vos tampoco te gusta —dijo Oliveira—. Me alegro porque no la puedo tragar. ¿Y vos, Talita?
—Yo preferiría tirarte  el  paquete  —dijo  Talita. —Ahora,  ahora,  pero  me parece que te estás apurando mucho.
—Oliveira tiene razón —dijo Traveler—. A  ver  si  la  arruinás  justamente  al  final, después de todo el trabajo.
—Pero es que tengo calor —dijo Talita —. Yo quiero volver a casa, Manú.
—No estás tan lejos para quejarte así. Cualquiera creería que me estás escribiendo desde Matto Grosso.
—Lo dice por la yerba —informó Oliveira a Gekrepten, que miraba el ropero.
—¿Van a seguir jugando mucho tiempo? —preguntó Gekrepten.
—Nones —dijo Oliveira.
—Ah —dijo Gekrepten—. Menos mal.
Talita había sacado el paquete del bolsillo de la salida de baño y lo balanceaba de atrás adelante. El puente empezó a  vibrar,  y Traveler y Oliveira  lo sujetaron con todas sus fuerzas.  Cansada  de  balancear  el  paquete,  Talita empezó a revolear el brazo, sujetándose con la otra mano.
—No  hagás   tonterías  —dijo   Oliveira—.  Más  despacio.  ¿Me oís? ¡Más despacio!
—¡Ahí va! —gritó Talita.
—¡Más despacio, te vas a caer a la calle!
—¡No me importa! —gritó Talita, soltando el paquete que entró a toda velocidad en la pieza y se hizo pedazos contra el ropero.
—Espléndido —dijo Traveler, que  miraba  a Talita  como  si  quisiera  sostenerla en el puente con la sola fuerza de la mirada—. Perfecto, querida. Más claro, imposible. Eso sí que fue demostrandum.
El  puente  se  aquietaba  poco  a  poco.  Talita  se  sujetó  con  las  dos  manos y
agachó la cabeza. Oliveira no veía más que el sombrero, y el pelo de  Talita  derramado sobre los hombros. Levantó los ojos y miro a Traveler.
—Si te parece —dijo—. Yo también creo que más claro, imposible.
«Por fin»,  pensó  Talita,  mirando  los  adoquines,  las  veredas.  «Cualquier  cosa  es mejor que estar así, entre las dos ventanas.»
—Podés hacer dos cosas —dijo Traveler—. Seguir adelante, que es más fácil, y entrar por  lo de Oliveira,  o retroceder,  que  es más  difícil,  y ahorrarte  las  escaleras y el cruce de la calle.
—Que  venga  aquí,  pobre  —dijo  Gekrepten—.  Tiene la cara toda empapada  de
transpiración.
—Los niños y los locos —dijo Oliveira.
—Dejame descansar un momento  —dijo  Talita—.  Me  parece  que  estoy  un poco mareada.
Oliveira se echó de bruces en la ventana, y le tendió el brazo. Talita no tenía
más que avanzar medio metro para tocar su mano.
—Es un perfecto caballero —dijo Traveler—. Se ve que ha  leído  el  consejero  social del profesor Maidana. Lo que se llama un conde. No te pierdas eso, Talita.
—Es la congelación —dijo Oliveira—. Descansá un poco, Talita, y franqueá el trecho remanente. No le hagas caso, ya se sabe que la nieve hace delirar antes del sueño inapelable.
Pero Talita se había enderezado lentamente, y apoyándose en las dos manos trasladó su trasero veinte centímetros más atrás. Otro apoyo, y otros veinte centímetros. Oliveira, siempre con la mano  tendida,  parecía  el  pasajero  de  un  barco que empieza a alejarse lentamente del muelle. Traveler  estiró  los  brazos  y calzó las manos en las axilas de Talita. Ella se quedó inmóvil, y después echó  la cabeza hacia atrás con un  movimiento  tan  brusco  que  el  sombrero  cayó planeando hasta la vereda.
—Como en las corridas de toros —dijo Oliveira—. La de Gutusso se lo va a querer portar vía.
Talita había cerrado los ojos y se dejaba sostener, arrancar del tablón, meter a empujones por la ventana. Sintió la boca de Traveler pegada en su nuca,  la respiración caliente y rápida.
—Volviste —murmuró Traveler—. Volviste, volviste.
—Sí —dijo Talita, acercándose a la cama—. ¿Cómo no iba a volver? Le tiré el maldito paquete y volví, le tiré el Paquete y volví, le...
Traveler  se  sentó  al  borde  de  la  cama.  Pensaba  en  el  arcoiris  entre  los  dedos esas cosas que  se le ocurrían  a Oliveira.  Talita  resbaló  a su lado y empezó  a llorar en silencio. «Son los nervios», pensó Traveler. «Lo ha pasado muy mal.» Iría a buscarle un gran vaso de agua con jugo de limón, le daría  una  aspirina,  le  pantallaría la cara con una revista, la  obligaría  a dormir  un  rato.  Pero  antes  había que sacar la enciclopedia autodidáctica,  arreglar  la  cómoda  y  meter  dentro  el tablón. «Esta pieza está tan desordenada»,  pensó,  besando a Talita.  Apenas dejara de llorar le pediría que lo ayudara a acomodar  el  cuarto.  Empezó  a acariciarla, a decirle cosas.
—En fin, en fin —dijo Oliveira.
Se apartó de la ventana y se  sentó  al  borde  de  la  cama,  aprovechando  el espacio que le dejaba  libre  el  ropero.  Gekrepten  había  terminado  de  juntar  la yerba con una cuchara.
—Estaba llena de clavos —dijo Gekrepten—. Qué cosa tan rara.
—Rarísima —dijo Oliveira.
—Me parece que voy a bajar a buscar  el sombrero  de Talita.  Vos sabés  lo que  son los chicos.
—Sana   idea   —dijo  Oliveira,  alzando  un  clavo  y dándole  vueltas  entre los dedos.
Gekrepten bajó a la calle. Los chicos  habían  recogido  el  sombrero  y discutían  con la chica de los mandados y la señora de Gutusso.
—Demelón a mí —dijo Gekrepten, con una  sonrisa  estirada—.  Es de la señora de enfrente, conocida mía.
—Conocida de todos, hijita —dijo la señora de Gutusso—. Vaya espectáculo a estas horas, y con los niños mirando.
—No tenía nada de malo —dijo Gekrepten, sin mucha convicción.
—Con las piernas al aire en ese tablón, mire qué ejemplo  para las criaturas. Usted no se habrá dado cuenta, pero desde  aquí  se le veía  propiamente  todo,  le  juro.
—Tenía muchísimos pelos —dijo el más chiquito.
—Ahí tiene —dijo la señora de Gutusso—.  Las  criaturas  dicen  lo  que  ven, pobres inocentes. ¿Y qué tenía que hacer ésa a caballo en una madera, dígame un poco? A esta hora cuando las personas decentes duermen la siesta o se ocupan de sus quehaceres. ¿Usted se montaría en una madera, señora, si no es  mucho  preguntar?
—Yo no —dijo Gekrepten—. Pero Talita trabaja en un circo, son todos artistas.
—¿Hacen pruebas? —preguntó uno de los chicos—. ¿Adentro de cuál circo trabaja la cosa esa?
—No era una prueba —dijo Gekrepten—. Lo que pasa es que querían darle un poco de yerba a mi marido, y entonces...
La señora de Gutusso miraba a la chica de los mandados. La chica de los mandados se puso un dedo en la sien y lo hizo girar. Gekrepten  agarró  el sombrero con las dos manos y entro en el zaguán. Los chicos se pusieron en fila y empezaron a cantar, con música de «Caballería ligera»:

Lo corrieron de atrás, lo corrieron de atrás, le metieron un palo en el cúúúlo.
¡Pobre señor! ¡Pobre señor! No se lo pudo sacar.                                                               (Bis.)


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