PRIMER ACTO
LA CIUDAD DE
LOS MALDITOS
Un escritor nunca olvida la primera
vez que acepta unas monedas o un elogio a cambio de una historia. Nunca olvida
la primera vez que siente el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree
que, si consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño de la
literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza, un plato caliente al
final del día y lo que más anhela: su nombre impreso en un miserable pedazo de
papel que seguramente vivirá más que él. Un escritor está condenado a recordar
ese momento, porque para entonces ya está perdido y su alma tiene precio.
Mi primera vez llegó un lejano día de
diciembre de 1917. Tenía por entonces diecisiete años y trabajaba en La Voz de
la Industria, un periódico venido a menos que languidecía en un cavernoso
edificio que antaño había albergado una fábrica de ácido sulfúrico y cuyos
muros aún rezumaban aquel vapor corrosivo que carcomía el mobiliario, la ropa,
el ánimo y hasta la suela de los zapatos. La sede del diario se alzaba tras el
bosque de ángeles y cruces del cementerio del Pueblo Nuevo, y de lejos su
silueta se confundía con la de los panteones recortados sobre un horizonte
apuñalado por centenares de chimeneas y raoncas que tejían un perpetuo
crepúsculo de escarlata y negro sobre Barcelona.
La noche en que iba a cambiar el
rumbo de mi vida, el subdirector del periódico, don Basilio Moragas, tuvo a
bien convocarme poco antes del cierre en el oscuro cubículo enclavado al fondo
de la redacción que hacía las veces de despacho y de fumadero de habanos. Don
Basilio era un hombre de aspecto feroz y bigotes frondosos que no se andaba con
ñoñerías y suscribía la teoría de que un uso liberal de adverbios y la
adjetivación excesiva eran cosa de pervertidos y gentes con deficiencias
vitamínicas. Si descubría a un redactor proclive a la prosa florida lo enviaba
tres semanas a componer esquelas funerarias. Si, tras la purga, el individuo
reincidía, don Basilio lo apuntaba a la sección de labores del hogar a
perpetuidad. Todos le teníamos pavor, y él lo sabía.
-Don Basilio, ¿me ha hecho usted llamar?
-ofrecí tímidamente.
El subdirector me miró de reojo. Me
adentré en el despacho que olía a sudor y a tabaco, por este orden. Don Basilio
ignoró mi presencia y siguió repasando uno de los artículos que tenía sobre el
escritorio, lápiz rojo en mano. Durante un par de minutos, el subdirector
ametralló a correcciones, cuando no amputaciones, el
texto, mascullando exabruptos como si yo no estuviese allí. Sin saber qué
hacer, advertí que había una silla apostada contra la pared e hice ademán de
tomar asiento.
-¿Quién le ha dicho que se siente?
-murmuró don Basilio sin levantar la vista del
texto.
Me incorporé a
toda prisa y contuve la respiración. El subdirector suspiró, dejó caer
su lápiz rojo y se reclinó en su butaca para examinarme como si
fuese un trasto inservible.
Me han dicho que
usted escribe, Martín.
Tragué saliva, y
cuando abrí la boca emergió un ridículo hilo de voz.
-Un poco, bueno,
no sé, quiero decir que, bueno, sí, escribo...
-Confío en que lo haga mejor de lo que habla. ¿Y qué
escribe usted?, si no es mucho preguntar.
-Historias policíacas. Me refiero a...
-Ya pillo la
idea.
La mirada que me dedicó don Basilio
fue impagable. Si le hubiese dicho que me dedicaba a hacer figurillas de
pesebre con estiércol fresco le hubiera arrancado el triple de entusiasmo.
Suspiró de nuevo y se encogió de hombros.
-Vidal dice que no es usted del todo
malo. Que destaca. Claro que, con la competencia que hay por estos lares,
tampoco hace falta correr mucho. Pero si Vidal lo dice. Pedro Vidal era la
pluma estrella en La Voz de la Industria. Escribía una columna semanal de
sucesos que constituía la única pieza que merecía leerse en todo el periódico,
y era el autor de una docena de novelas de intriga sobre gánsters del Raval en
contubernio de alcoba con damas de la alta sociedad que habían alcanzado una
modesta popularidad. Enfundado siempre en impecables trajes de seda y
relucientes mocasines italianos, Vidal tenía las trazas y el gesto de un galán
de sesión de tarde, con su cabello rubio siempre bien peinado, su bigote a
lápiz y la sonrisa fácil y generosa de quien se siente a gusto en su piel y en
el mundo. Procedía de una dinastía de indianos que habían hecho fortuna en las
Américas con el negocio del azúcar y que, a su regreso, habían hincado el
diente en la suculenta tajada de la electrificación de la ciudad.
Su padre, el patriarca del clan, era
uno de los accionistas mayoritarios del periódico, y don Pedro utilizaba la
redacción como patio de juego para matar el tedio de no haber trabajado por
necesidad un solo día en toda su vida. Poco importaba que el diario perdiese
dinero de la misma manera que los nuevos automóviles que empezaban a corretear
por las calles de Barcelona perdían aceite: con abundancia de títulos
nobiliarios, la dinastía de los
Vidal
se dedicaba ahora a coleccionar en el Ensanche bancos y solares del tamaño de
pequeños principados.
Pedro Vidal fue el primero a quien
mostré los esbozos que escribía cuando apenas era un crío y trabajaba llevando
cafés y cigarrillos por la redacción. Siempre tuvo tiempo para mí, para leer
mis escritos y darme buenos consejos. Con el tiempo me convirtió en su ayudante
y me permitió mecanografiar sus textos. Fue él quien me dijo que si deseaba
apostarme el destino en la ruleta rusa de la literatura, estaba dispuesto a
ayudarme y a guiar mis primeros pasos. Fiel a su palabra, me lanzaba ahora a
las garras de don Basilio, el cancerbero del periódico.
-Vidal es un sentimental que todavía
cree en esas leyendas profundamente antiespañolas como la meritocracia o el dar
oportunidades al que las merece y no al enchufado de turno. Forrado como está,
ya puede permitirse ir de lírico por el mundo. Si yo tuviese una centésima
parte de los duros que le sobran a él, me hubiese dedicado a escribir sonetos,
y los pajaritos vendrían a comer de mi mano embelesados por mi bondad y buen
duende.
-El señor Vidal es un gran hombre
-protesté yo.
-Es más que eso. Es un santo porque,
pese a la pinta de muerto de hambre que tiene usted, lleva semanas mareándome
con lo talentoso y trabajador que es el benjamín de la redacción. Él sabe que
en el fondo soy un blando, y además me ha asegurado que si le doy a usted esa
oportunidad, me regalará una caja de habanos. Y si Vidal lo dice, para mí es
como si Moisés bajase del monte con el pedrusco en la mano y la verdad revelada
por montera. Así que, concluyendo, porque es Navidad, y para que su amigo se
calle de una puñetera vez, le ofrezco debutar como los héroes: contra viento y marea.
-Muchísimas
gracias, don Basilio. Le aseguro que no se arrepentirá de...
-No se embale, pollo. A ver, ¿qué
piensa usted del uso generoso e indiscriminado de adverbios y adjetivos? -Que
es una vergüenza y debería estar tipificado en el código penal - respondí con
la convicción del converso militante.
Don Basilio asintió con aprobación.
-Va usted bien, Martín. Tiene las prioridades claras. Los que sobreviven en
este oficio son los que tienen prioridades y no principios. Este es el plan.
Siéntese y empápese porque no se lo voy a repetir dos veces.
El plan era el siguiente. Por motivos
en los que don Basilio estimó oportuno no profundizar, la contraportada de la
edición dominical, que tradicionalmente se reservaba a un relato literario o de
viajes, se había caído a última hora. El contenido previsto era una narración
de vena patriótica y encendido lirismo en torno a las gestas de los almogávares
en las que éstos, canción va, canción viene, salvaban la cristiandad y todo lo
que era decente bajo el cielo, empezando por Tierra Santa y acabando por el
delta del Llobregat. Lamentablemente, el texto
no había llegado a tiempo o, sospechaba yo, a don
Basilio no le daba la real gana de publicarlo. Ello nos dejaba a seis horas del
cierre, y sin ningún otro candidato para sustituir el relato que un anuncio a
página publicitando unas fajas hechas de huesos de ballena que prometían
caderas de ensueño e inmunidad a los canelones. Ante el dilema, el consejo de
dirección había dictaminado que había que sacar pecho y recabar los talentos
literarios que latían por doquier en la redacción, a fin de subsanar el tapado
y salir a cuatro columnas con una pieza de interés humanístico para solaz de
nuestra leal audiencia familiar. La lista de probados talentos a los que
recurrir se componía de diez nombres, ninguno de los cuales, por supuesto, era
el mío.
-Amigo Martín, las circunstancias han
conspirado para que ni uno solo de los paladines que tenemos en nómina figure
de cuerpo presente o resulte localizable en un margen de tiempo prudencial.
Frente al desastre inminente, he decidido darle a usted la alternativa.
-Cuente conmigo.
-Cuento con cinco folios a doble
espacio antes de seis horas, don Edgar Alian Poe. Tráigame una historia, no un
discurso. Si quiero sermones, iré a la misa del gallo. Tráigame una historia
que no haya leído antes y, si ya la he leído, tráigamela tan bien escrita y
contada que no me dé ni cuenta.
Me disponía a salir al vuelo cuando
don Basilio se levantó, rodeó el escritorio y me colocó una manaza del tamaño y
peso de un yunque sobre el hombro. Sólo entonces, al verle de cerca, me di
cuenta de que le sonreían los ojos.
-Si la historia es decente le pagaré
diez pesetas. Y si es más que decente y gusta a nuestros lectores, le publicaré
más.
-¿Alguna indicación especial, don,
Basilio? –pregunté:
-Sí: no me defraude.
Las siguientes seis horas las pasé en
trance. Me instalé en la mesa que había en el centro de la redacción, reservada
a Vidal para los días en que se le antojaba venir a pasar un rato. La sala
estaba desierta y sumergida en una tiniebla tejida con el humo de diez mil
cigarros. Cerré los ojos un instante y conjuré una imagen, un manto de nubes
negras derramándose sobre la ciudad en la lluvia, un hombre que caminaba
buscando las sombras con sangre en las manos y un secreto en la mirada. No
sabía quién era ni de qué huía, pero durante las seis siguientes horas iba a
convertirse en mi mejor amigo. Deslicé una cuartilla en el tambor y, sin
tregua, procedí a exprimir cuanto llevaba dentro. Peleé cada palabra, cada
frase, cada giro, cada imagen y cada letra como si fuesen las últimas que fuera
a escribir. Escribí y reescribí cada línea como si mi vida dependiese de ello, y entonces la reescribí de
nuevo.
Por toda compañía tuve el eco del tecleo incesante perdiéndose en la sala en
sombras y el gran reloj de pared agotando los minutos que restaban hasta el amanecer.
Poco antes de las seis de la mañana
arranqué la última cuartilla de la máquina y suspiré derrotado y con la
sensación de tener un avispero por cerebro. Escuché los pasos lentos y pesados
de don Basilio, que había emergido de una de sus siestas controladas y se
aproximaba con parsimonia. Cogí las páginas y se las entregué, sin atreverme a sostener
su mirada. Don Basilio tomó asiento en la mesa contigua y prendió la
lamparilla. Sus ojos patinaron arriba y abajo sobre el texto, sin traicionar
expresión alguna. Entonces dejó por un instante el cigarro sobre el extremo
de la mesa y, mirándome, leyó en voz alta la primera línea.
-”Cae la noche sobre la ciudad y las
calles llevan el olor a pólvora como el aliento de una maldición.”
Don Basilio me miró de reojo y me
escudé en una sonrisa que no dejó un solo diente a cubierto. Sin decir más, se
levantó y partió con mi relato en las manos. Le vi alejarse hacia su despacho y
cerrar la puerta a su espalda. Me quedé allí petrificado, sin saber si echar a
correr o esperar el veredicto de muerte. Diez minutos más tarde, que me
supieron a diez años, la puerta del despacho del subdirector se abrió y la voz
atronadora de don Basilio se dejó oír en toda la redacción.
-Martín. Haga el favor de venir.
Me arrastré tan lentamente como pude,
encogiendo varios centímetros a cada paso que daba hasta que no tuve más remedio
que asomar la cara y levantar la mirada. Don Basilio, el temible lápiz rojo en
mano, me miraba fríamente. Quise tragar saliva, pero tenía la boca seca. Don
Basilio tomó las cuartillas y me las devolvió. Las tomé y me di la vuelta rumbo
a la puerta tan rápido como pude, diciéndome que siempre habría sitio para un
limpiabotas más en el lobby del hotel Colón.
-Baje eso al
taller y que lo entren en plancha -dijo la voz a mis espaldas.
Me volví, creyendo que era objeto de
una broma cruel. Don Basilio abrió el cajón de su escritorio, contó diez
pesetas y las colocó sobre la mesa.
Eso es suyo. Le sugiero que con ello
se compre otro modelito, que hace cuatro años que le veo con el mismo y aún le
viene unas seis tallas grande. Si quiere, vaya a ver al señor Pantaleoni a su
sastrería de la calle Escudellers y dígale que va de mi parte. Le tratará bien.
-Muchas gracias, don Basilio. Así lo
haré.
-Y vaya preparándome otro cuento de
éstos. Para éste le doy una semana. Pero no se me duerma. Y a ver si en éste
hay menos muertos, que al lector de hoy le va el final meloso en el que triunfa
la grandeza del espíritu humano y todas esas bobadas.
-Sí, don Basilio.
El subdirector
asintió y me tendió la mano. La estreché.
-Buen trabajo, Martín. El lunes le
quiero ver en la mesa que era de Junceda, que ahora es suya. Le pongo en
sucesos.
-No le fallaré, don Basilio.
-No, no me fallará. Me dejará tirado,
tarde o temprano. Y hará bien, porque usted no es periodista ni lo será nunca.
Pero tampoco es todavía un escritor de novelas policíacas, aunque lo crea.
Quédese por aquí una temporada y le enseñaremos un par de cosas que nunca están
de más.
En aquel momento, con la guardia
baja, me invadió tal sentimiento de gratitud que tuve el deseo de abrazar a
aquel hombretón. Don Basilio, la máscara feroz de nuevo en su sitio, me clavó
una mirada acerada y señaló la puerta.
-Sin escenitas, por favor. Cierre al
salir. Por fuera. Y feliz Navidad.
-Feliz Navidad.
El lunes siguiente, cuando llegué a
la redacción dispuesto a ocupar por primera vez mi propio escritorio, encontré
un sobre de papel de estraza con un lazo y mi nombre en la tipografía que había
pasado años mecanografiando. Lo abrí. En el interior encontré la contraportada
del domingo con mi historia enmarcada y con una nota que decía:
“Esto sólo es el principio. En diez
años yo seré el aprendiz y tú el maestro. Tu amigo y colega, Pedro Vidal.”
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