A mi regreso de uno de esos viajes de trabajo, a Bruselas, Yilal me mostró en su pizarrón
este mensaje: «Cuando estabas de viaje, te llamó la niña mala». La frase estaba escrita en francés,
pero niña mala en español.
Era la cuarta vez que me llamaba, en el par de años transcurridos desde aquel episodio de
Japón. La primera fue a los tres o cuatro meses de mi desalada partida de Tokio, cuando todavía
andaba luchando por recomponerme de aquella experiencia que había dejado en mi memoria una
llaga que aún supuraba a veces. Hacía una consulta en la biblioteca de la Unesco y la bibliotecaria
me transfirió una llamada de la sala de intérpretes. Antes de decir «¿aló?» reconocí su voz:
—¿Todavía estás enojado conmigo, niño bueno? Corté, sintiendo que me temblaba la mano.
—¿Malas noticias? —me preguntó la bibliotecaria, una georgiana con la que solíamos hablar
en ruso—. Qué pálido te has puesto.
Tuve que encerrarme en un bañito de la Unesco a vomitar. El resto del día estuve aturdido
por aquella llamada. Pero había tomado la decisión de no volver a ver a la niña mala, ni hablar con
ella, e iba a cumplir. Sólo así me curaría de ese lastre que había condicionado mi vida desde aquel
día en que, para echar una mano a mi amigo Paúl, fui a recoger a aquellas tres aspirantes a
guerrilleras al aeropuerto de Orly. Conseguía olvidarla sólo a medias. Entregado a mi trabajo, a las
obligaciones que me imponía —entre las que primaba siempre la de perfeccionar el ruso—, pasaba a
veces semanas sin recordarla. Pero, de pronto, algo me la traía a la memoria y era como si una solitaria
se aposentara en mis entrañas y comenzara a devorarme el entusiasmo, las energías. Caía en el
abatimiento y no había manera de quitarme de la cabeza aquella imagen de Kuriko, abrumándome
de caricias con un fuego que jamás me mostró antes, para complacer a su amante japonés, que nos
contemplaba, masturbándose, desde las sombras.
Su segunda llamada me sorprendió en el Hotel Sacher, de Viena, en la única aventura que
tuve en esos dos años, con una compañera de trabajo en una conferencia de la Junta de Energía
Atómica. Mi inapetencia sexual había sido absoluta desde el episodio de Tokio, tanto que llegué a
preguntarme si no me había quedado impotente. Estaba casi acostumbrado a vivir sin sexo, cuando,
el mismo día que nos conocimos, Astrid, una intérprete danesa, me propuso con desarmante
naturalidad: «Si quieres, esta noche podemos vernos». Era alta, pelirroja, atlética, sin complicaciones,
de unos ojos tan claros que parecían líquidos. Fuimos a cenar unos tafelspitz con
cerveza al Café Central, en el Palais Ferstel, Herrengasse, de columnas de mezquita turca, techo
abovedado y mesas de mármol enrojecido, y luego, sin necesidad de concertación previa, a
acostarnos al lujoso Hotel Sacher, donde estábamos alojados los dos pues el hotel hacía descuentos
importantes a los participantes en la conferencia. Era una mujer atractiva todavía, aunque la edad
comenzaba a dejar algunas huellas en su blanquísimo cuerpo. Hacía el amor sin que la sonrisa se
retirara de su cara, incluso en el momento del orgasmo. Gocé y ella gozó también, pero me pareció
que esa manera de hacer el amor, tan sana, tenía que ver más con la gimnasia que con lo que el
difunto Salomón Toledano llamaba en una de sus cartas «el perturbante y lascivo placer de las
gónadas». La segunda y última vez que nos acostamos, sonó el teléfono en mi velador cuando
acabábamos de terminar las acrobacias y Astrid empezaba a contarme la proeza de una hija suya
que, en Copenhague, de bailarina de ballet pasó a acróbata de circo. Descolgué el auricular, dije
«¿aló?», y escuché la voz de gatita cariñosa:
—¿Me vas a cortar otra vez, pichiruchi?
Retuve unos segundos el aparato, mientras maldecía mentalmente a la Unesco por haberle
dado mi teléfono en Viena, pero corté cuando ella, luego de una pausa, comenzó a decir: «Vaya, por
lo menos esta vez...».
—¿Historias de un viejo amor? —adivinó Astrid—. ¿Me voy al baño para que hables más
tranquilo?
No, no, era una historia requeteacabada. Desde aquella noche, no había vuelto a tener
ninguna relación sexual, y, la verdad, el asunto no me preocupaba en absoluto. A mis cuarenta y
siete años había llegado a la comprobación de que un hombre podía llevar una vida perfectamente
normal sin hacer el amor. Porque mi vida era bastante normal, aunque vacía. Trabajaba mucho y
cumplía con mi trabajo, para llenar el tiempo y cobrar un sueldo, no porque me interesara —eso me
ocurría ya muy rara vez—, y hasta mis estudios de ruso y la casi infinita traducción de los cuentos
de Iván Bunín, que deshacía y rehacía, resultaron un quehacer mecánico, que sólo muy de cuando en
cuando se volvía entretenido. Incluso el cine, los conciertos, la lectura, los discos, eran más maneras
de ocupar el tiempo que actividades que me entusiasmaran, como antes. También por eso le
guardaba rencor a Kuriko. Por su culpa, las ilusiones que hacen de la existencia algo más que una
suma de rutinas, se me habían apagado. A ratos, me sentía un viejo.
Tal vez por ese estado de ánimo, la llegada de Elena, Simón y Yilal Gravoski al edificio de
la rué Joseph Granier fue providencial. La amistad de mis vecinos inyectó un poco de humanidad y
emoción a mi desangelada existencia. La tercera llamada de la niña mala fue a mi casa de París, por
lo menos un año después de la de Viena.
Era el amanecer, las cuatro o cinco de la mañana, y los timbrazos del teléfono me sacaron del
sueño, asustado. Timbró tantas veces que, por fin, abrí los ojos y a tientas busqué el auricular:
—No me cortes —en su voz se mezclaban la súplica y la cólera—. Necesito hablar contigo,
Ricardo.
Le corté y, por supuesto, ya no pude pegar los ojos el resto de la noche. Estuve angustiado,
sintiéndome mal, hasta que vi rayar un alba color ratón en el cielo de París a través de la claraboya
sin cortinas de mi dormitorio. ¿Para qué insistía en llamarme, cada cierto tiempo? Porque, en su
intensa vida yo debía de ser una de las pocas cosas estables, el idiota fiel y enamorado, siempre allí,
esperando la llamada para hacer sentir al ama que era todavía lo que sin duda ya estaba dejando de
ser, lo que pronto no sería más: joven, bella, amada, codiciable. ¿O, tal vez, necesitaba algo de mí?
No era imposible. De pronto había aparecido en su vida algún huequito que el pichiruchi podía
llenar. Y con ese helado carácter suyo, no vacilaba en buscarme, convencida de que no había dolor,
humillación, que ella, con su infinito poder sobre mis sentimientos, no fuera capaz de borrar en dos
minutos de conversación. Conociéndola, era seguro que no daría su brazo a torcer; seguiría
insistiendo, cada cierto número de meses, de años. No, esta vez te equivocabas. No volvería a
contestarte el teléfono, peruanita.
Ahora había llamado por cuarta vez. ¿De dónde? Se lo pregunté a Elena Gravoski pero, para
mi sorpresa, me repuso que ella no había respondido esa llamada ni ninguna otra durante mi viaje a
Bruselas.
—Entonces, fue Simón. ¿No te ha dicho nada?
—El ni siquiera pone los pies en tu piso, llega del Instituto cuando Yilal ya está cenando.
Pero, entonces, ¿era Yilal quien había hablado con la niña mala?
Elena palideció ligeramente.
—No se lo preguntes —me dijo, bajando la voz. Estaba blanca como el papel—. No le hagas
la menor alusión a ese recado que te dio.
¿Era posible que Yilal hubiera hablado con Kuriko? ¿Era posible que, cuando sus padres no
estaban cerca ni podían verlo ni oírlo, el niño rompiera su mudez?
—No pensemos en eso, no hablemos de eso —repitió Elena, haciendo un esfuerzo por
componer la voz y aparentar naturalidad—. Lo que tiene que ocurrir, ocurrirá. A su debido tiempo.
Si tratamos de forzarlo, lo empeoraríamos todo. Siempre he sabido que iba a ocurrir, que va a
ocurrir. Cambiemos de tema, Ricardo. ¿Qué es eso de la niña mala? ¿Quién es? Cuéntame de ella,
más bien.
Estábamos tomando café en su casa, después de la cena, y hablando quedo para no distraer a
Simón, que, en el cuarto contiguo, su estudio, revisaba un informe que debía presentar al día
siguiente en un seminario. Hacía rato que Yilal se había ido a dormir.
—Una vieja historia —le respondí—. No se la he contado a nadie, nunca. Pero, mira, creo
que a ti sí te la voy a contar, Elena. Para que te olvides de lo que ha ocurrido con Yilal.
Y se la conté. De principio a fin, desde los ya lejanos días de mi niñez, cuando la llegada de
Lucy y Lily, las falsas chilenitas, alborotó las tranquilas calles de Miraflores, hasta aquella noche de
amor apasionado, en Tokio —la más hermosa noche de amor de mi vida—, que bruscamente se
cortó con la visión, en las sombras de aquella habitación, del señor Fukuda observándonos con sus
anteojos oscuros y las manos trajinando su bragueta. No sé cuánto rato estuve hablando. No sé en
qué momento apareció Simón y se sentó junto a Elena y, silencioso y atento como ella, se puso a
escucharme. No sé en qué momento se me saltaron las lágrimas y, avergonzado por esa efusión
sentimental, me callé. Tardé un buen rato en serenarme. Mientras balbuceaba unas disculpas vi a
Simón ponerse de pie y volver con vasos y una botella de vino.
—Es lo único que tengo, vino, y, además, un Beaujolais muy barato —se excusó, dándome
una palmada en el hombro—. Supongo que en casos como éste, corresponde un trago más noble.
—¡Whisky, vodka, ron o cognac, por supuesto! —dijo Elena—. Esta casa es un desastre.
Nunca tenemos lo que deberíamos tener. Somos unos anfitriones lamentables, Ricardo.
—Te he fregado tu informe de mañana con mi numerito, Simón.
—Algo mucho más interesante que mi informe —afirmó él—. Por lo demás, ese apodo te
calza como un guante. No en el sentido peyorativo, sino en el literal. Eso eres tú, mon vieux, aunque
no te guste: un niño bueno.
—¿Sabes que es una maravillosa historia de amor?
—exclamó Elena, mirándome sorprendida—. Porque, eso es lo que es, en el fondo. Una maravillosa
historia de amor. Este belga triste nunca me ha querido así. Quién como ella, chico.
—Me gustaría conocer a esa Mata Hari —dijo Simón.
—Pasarás antes sobre mi cadáver -—lo amenazó Elena, tirándole de la barba—. ¿Tienes
fotos de ella? Nos las muestras?
—No tengo ni una sola. Que recuerde, jamás nos tomamos una foto juntos.
—La próxima vez que llame, te ruego que contestes ese teléfono —dijo Elena—. Esta
historia no puede terminar así, con un teléfono sonando y sonando, como en la peor película de
Hitchcock.
—Y, además —bajó la voz Simón—, tienes que preguntarle si Yilal habló con ella.
—Estoy muerto de vergüenza —me disculpé, por segunda vez—. El llanto y todo eso, quiero
decir.
—Tú no te diste cuenta, pero Elena también derramó unos lagrimones —dijo Simón—.
Hasta yo los hubiera acompañado, si no fuera belga. Mis ancestros judíos me inclinaban al llanto.
Pero, prevaleció el valón. Un belga no cae en emotividades de sudamericanos tropicales.
—¡Por la niña mala, por esa fantástica mujer! —alzó su copa Elena—. Qué vida tan aburrida
he tenido yo, santo Dios.
Nos bebimos la botella entera de vino y, con las risas y bromas, me sentí mejor. Ni una sola
vez, en los días y semanas siguientes, mis amigos Gravoski, para evitar que me sintiera incómodo,
hicieron la menor referencia a lo que les conté. Y, entretanto, yo decidí, en efecto, que si la peruanita
volvía a llamar, le contestaría. Para que me dijera si, la vez anterior que llamó, había hablado con
Yilal. ¿Sólo por eso? No sólo por eso. Desde que confesé a Elena Gravoski mis amores, como si
compartir con alguien esa historia la limpiara de toda la carga de rencor, celos, humillación y
susceptibilidad que arrastraba, empecé a esperar aquella llamada con ansia y a temer que, debido a
mis desaires de dos años, no ocurriera. Aplacaba mis sentimientos de culpa diciéndome que en
ningún caso significaría una recaída. Le hablaría como un amigo distante y mi frialdad sería la mejor
prueba de que me había librado de ella de verdad
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