Ni en la primera noche de mala
mar, ni en las siguientes de navegación apacible,ni nunca en su muy larga vida
matrimonial ocurrieron los actos de barbarie que temía Fermina Daza. La
primera, a pesar del tamaño del barco y los lujos del camarote, fue una repetición horrible de la goleta
de Riohacha, y su marido fue un médico servicial que no durmió un instante para
consolarla, que era lo único que un médico demasiado eminente sabía hacer
contra el mareo. Pero la borrasca amainó al tercer día, después del puerto de
la Guayra, y ya para entonces
habían estado juntos tanto tiempo y habían hablado tanto que se sentían amigos
antiguos. La cuarta noche, cuando ambos reanudaron sus hábitos ordinarios, el
doctor Juvenal Urbino se sorprendió de que su joven esposa no rezara antes de dormir. Ella le fue
sincera: la doblez de las monjas le había provocado una resistencia contra los
ritos, pero su fe estaba intacta, y había aprendido a mantenerla en silencio.
Dijo: “Prefiero entenderme directo con Dios”. Él comprendió sus razones, y desde entonces cada cual practicó
la misma religión a su manera. Habían tenido un noviazgo breve, pero bastante
informal para la época, pues el doctor Urbino la visitaba en su casa, sin
vigilancia, todos los días al atardecer. Ella no hubiera permitido que él le tocara ni la yema de los dedos
antes de la bendición episcopal, pero tampoco él lo había intentado. Fue en la
primera noche de buena mar, ya en la cama pero todavía vestidos,cuando él
inició las primeras caricias, y lo hizo con tanto cuidado, que a ella le
pareció natural la sugerencia de que se
pusiera la camisa de dormir. Fue a cambiarse en el baño,pero antes apagó las
luces del camarote, y cuando salió con el camisón embutió trapos en las
rendijas de la puerta, para volver a la cama en la oscuridad absoluta. Mientras
lo
hacía, dijo de buen humor:
<<Qué quieres, doctor. Es la
primera vez que duermo con un desconocido>>.
El doctor Juvenal Urbino la
sintió deslizarse junto a él como un animalito azorado,tratando de quedar lo
más lejos posible en una litera donde era difícil estar dos sin tocarse. Le
cogió la mano, fría y crispada de terror, le entrelazó los dedos, y casi con un
susurro empezó a contarle sus
recuerdos de otros viajes de mar. Ella estaba tensa otra vez, porque al volver
a la cama se dio cuenta de que él se había desnudado por completo mientras ella
estaba en el baño, y esto le revivió el terror del paso siguiente. Pero el paso
siguiente demoró varias horas,
pues el doctor Urbino siguió hablando muy despacio,mientras se iba apoderando
milímetro a milímetro de la confianza de su cuerpo. Le habló de París, del amor
en París, de los enamorados de París que se besaban en la calle, en el ómnibus, en las terrazas floridas
de los cafés abiertos al aliento de fuego y los acordeones lánguidos del
verano, y hacían el amor de pie en los muelles del Sena sin quenadie los
molestara. Mientras hablaba en las sombras, le acarició la curva del cuello con la yema de los dedos, le acarició
las pelusas de seda de los brazos, el vientre evasivo, y cuando sintió que la
tensión había cedido hizo un primer intento por levantarle el camisón de
dormir, pero ella se lo impidió con un impulso típico de su carácter. Dijo: “Yo lo sé hacer sola”. Se lo quitó,
en efecto, y luego se quedó tan inmóvil, que el doctor Urbino hubiera creído
que ya no estaba ahí, de no haber sido por la resolana de su cuerpo en las
tinieblas.
Al cabo de un rato volvió a agarrarle la mano, y entonces la sintió tibia y suelta,pero húmeda todavía de un rocío tierno. Permanecieron otro rato callados e inmóviles, él acechando la ocasión para el paso siguiente, y ella esperándolo sin saber por dónde,mientras la oscuridad iba ensanchándose con su respiración cada vez más intensa.
Él lasoltó de pronto y dio el
salto en el vacío: se humedeció en la lengua la yema del cordial y le tocó
apenas el pezón desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le
hubiera tocado un nervio vivo.
Se alegró de estar a oscuras para
que él no le viera el rubor abrasante que la estremeció hasta las raíces del
cráneo. “Calma -le dijo él, muy calmado-. No se te olvide que las conozco.” La
sintió sonreír, y su voz fue dulce y nueva en las tinieblas.
-Lo recuerdo muy bien -dijo-, y
todavía no se me pasa la rabia.
Entonces él supo que habían
doblado el cabo de la buena esperanza, y le volvió a coger la mano grande y
mullida, y se la cubrió de besitos huérfanos, primero el metacarpo áspero, los
largos dedos clarividentes, las uñas diáfanas, y luego el jeroglífico de su
destino en la palma sudada. Ella no supo cómo fue que su mano llegó hasta
elpecho de él, y tropezó con algo que no pudo descifrar. Él le dijo: “Es un
escapulario”.
Ella le acarició los vellos del
pecho, y luego agarró el matorral completo con los cinco dedos para arrancarlo
de raíz. “Más fuerte”, dijo él. Ella lo intentó, hasta donde sabía que no lo
lastimaba, y después fue su mano la que buscó la mano de él perdida en las
tinieblas.
Pero él no se dejó entrelazar los dedos sino que la agarró por la muñeca y le fue llevandola mano a lo largo de su cuerpo con una fuerza invisible pero muy bien dirigida, hasta que ella sintió el soplo ardiente de un animal en carne viva, sin forma corporal, pero
ansioso y enarbolado. Al
contrario de lo que él imaginó, incluso al contrario de lo que ella misma hubiera
imaginado, no retiró la mano, ni la dejó inerte donde él la puso, sino que se
encomendó en cuerpo y alma a la Santísima Virgen, apretó los dientes por miedo
de reírse de su propia locura, y
empezó a identificar con el tacto al enemigo encabritado,conociendo su tamaño,
la fuerza de su vástago, la extensión de sus alas, asustada de su determinación
pero compadecida de su soledad, haciéndolo suyo con una curiosidad minuciosa que alguien menos
experto que su esposo hubiera confundido con las caricias.
Él apeló a sus últimas fuerzas
para resistir el vértigo del escrutinio mortal, hasta que ella lo soltó con una
gracia infantil, como si lo hubiera tirado en la basura.
-Nunca he podido entender cómo es
ese aparato -dijo.
Entonces él se lo explicó en
serio con su método magistral, mientras le llevaba la mano por los sitios que
mencionaba, y ella se la dejaba llevar con una obediencia de alumna ejemplar.
Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más fácil con la luz encendida. iba a encenderla,
pero ella le detuvo el brazo, diciendo: “Yo veo mejor con las manos”. En
realidad quería encender la luz, pero quería hacerlo ella y sin que nadie se lo
ordenara, y así fue. Él la vio entonces en posición fetal, y además cubierta
con la sábana, bajo la claridad repentina. Pero la vio agarrar otra vez sin
remilgos el animal de su curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo
observó con un interés que ya empezaba a parecer más que científico, y dijo en
conclusión: “Cómo será de feo, que es más feo
que lo de las mujeres”. Él estuvo
de acuerdo, y señaló otros inconvenientes más graves que la fealdad. Dijo: “Es
como el hijo mayor, que uno se pasa la vida trabajando para él,sacrificándolo
todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo que le da lagana”.
Ella siguió examinándolo, preguntando para qué servía esto, y para qué servía
aquello, y cuando se consideró bien informada lo sopesó con las dos manos, para
probarse que ni siquiera por el peso valía la pena, y lo dejó caer con un
esguince de menosprecio.
-Además, creo que le sobran
demasiadas cosas-dijo.
El se quedó perplejo. La
propuesta original para su tesis de grado había sido esa: la conveniencia de
simplificar el organismo humano. Le parecía anticuado, con muchas funciones
inútiles o repetidas que fueron imprescindibles para otras edades del género
humano, pero no para la nuestra. Sí: podía ser más simple y por lo mismo menos vulnerable. Concluyó: “Es algo que
sólo puede hacer Dios, porsupuesto, pero de todos modos sería bueno dejarlo
establecido en términos teóricos”. Ella se rió divertida, de un modo tan
natural, que él aprovechó la ocasión para abrazarla y le dio el primer beso en la boca. Ella le correspondió, y
él siguió dándole besos muy suaves en las mejillas, en la nariz, en los
párpados, mientras deslizaba la mano por debajo de la sábana, y le acarició el
pubis redondo y lacio: un pubis de japonesa. Ella no le apartó la mano, pero
mantuvo la suya en estado de alerta, por
si él avanzaba un paso más.
-No vamos a seguir con la clase
de medicina-dijo.
-No -dijo él-. Esta va a ser de
amor.
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