miércoles, 21 de junio de 2023

Capítulo 4, paginas 18 y 19: El psicoanalista - John Katzenbach

 

Ricky iba a pedirle que se explicara, pero Virgil se levantó.

– ¿Te importa si me quito la gabardina? –preguntó con voz ronca. –

 Como quiera –dijo Ricky con un gesto amplio de la mano; un movimiento que significaba aceptación.

Virgil sonrió de nuevo y se desabrochó despacio los botones delanteros y el cinturón. Después, con un movimiento brusco, dejó caer la prenda al suelo.

 No llevaba nada debajo.

Se puso una mano en la cadera y ladeó el cuerpo provocativamente en su dirección. Se volvió y le dio la espalda un momento, para girar de nuevo y mirarlo de frente.

Ricky asimiló la totalidad de su figura con una sola mirada. Sus ojos actuaron como una cámara fotográfica para captar los senos, el sexo y las largas piernas, y regresar, por fin, a los ojos de Virgil, que brillaban expectantes.

 – ¿Lo ves, Ricky? –musitó ella–. No eres tan viejo. ¿Notas cómo te hierve la sangre? Una ligera animación en la entrepierna, ¿no? Tengo una buena figura, ¿verdad? –Soltó una risita–. No hace falta que contestes. Conozco bien la reacción. La he visto antes, en muchos hombres.

 Siguió mirándolo, como segura de que podía adivinar la dirección que seguiría la mirada de él.

– Siempre existe ese momento maravilloso, Ricky -comentó Virgil con una ancha sonrisa–, en que un hombre ve por primera vez el cuerpo de una mujer. Sobre todo el cuerpo de una mujer que no conoce. Una visión que es toda aventura. Su mirada cae en cascada, como el agua por un precipicio. Entonces, como pasa ahora contigo, que preferirías contemplar mi entrepierna, el contacto visual provoca algo de culpa. Es como si el hombre quisiera decir que todavía me ve como una persona mirándome a la cara pero, en realidad, está pensando como una bestia, por muy educado y sofisticado que finja ser. ¿No es acaso lo que está pasando ahora?

Él no contestó. Hacía años que no estaba en presencia de una mujer desnuda, y eso parecía generar una convulsión en su interior. Le retumbaban los oídos con cada palabra de Virgil, y era consciente de que se sentía acalorado, como si la elevada temperatura exterior hubiese irrumpido en la consulta.

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