miércoles, 7 de octubre de 2015

Capítulo 5 Página 450-451. El Conde de Montecristo - Alexandre Dumas

La desconocida miró en derredor para asegu- rarse de que estaban solos, a inclinándose des- pués como si hubiese querido arrodillarse, juntando las manos y con el acento de la desespe- ración:
-¡Edmundo -dijo-, no matéis a mi hijo!
El conde retrocedió; un grito se escapó de sus labios, y dejó caer el arma que tenía en la mano.
-¿Qué nombre acabáis de pronunciar, señora de Morcef? -dijo.
-El vuestro -respondió levantando su velo-, el vuestro, que solamente yo no he olvidado. Ed- mundo, no es la señora de Morcef la que viene a veros; es Mercedes.

-Mercedes murió, señora, y no conozco ya a ninguna de ese nombre.
-Mercedes vive, y Mercedes se acuerda de vos; no sólo os conoció al veros, sino aun antes, al sonido de vuestra voz; desde entonces os sigue Paso a paso, vela sobre vos y os teme; ella no ha tenido necesidad de adivinar de dónde salió el golpe que ha herido al señor de Morcef.
-Fernando, queréis decir, señora -prosiguió Montecristo con amarga ironía-, puesto que recordamos nuestros nombres propios, re- cordémoslos todos.
Y Montecristo pronunció aquel Fernando con tal expresión de odio, que Mercedes sintió un frío temblor que se apoderaba de todo su cuer- po.
-Bien veis, Edmundo, que no me había enga- ñado y que con razón os decía: ¡no matéis a mi hijo!

-¿Y quién os ha dicho, señora, que yo quiero hacer algún daño a vuestro hijo?
-¡Nadie, Dios mío!, pero una madre está do- tada de doble vista: todo lo he adivinado, le he seguido esta noche a la Opera, y oculta en un palmera, lo he visto todo.
-Así, pues, ya que lo habéis visto todo, ¿habr- éis visto también que el hijo de Fernando me ha insultado públicamente? -dijo Montecristo con una calma terrible.
-¡Oh! ¡Por piedad!'
-Ya habéis visto que me habría arrojado el guante a la cara si uno de mis amigos, el señor Morrel, no le hubiese detenido el brazo.
-Escuchadme: mi hijo todo lo ha adivinado, y os atribuye las desgracias de su padre.
-Señora -dijo Montecristo--, os engañáis, no son desgracias, es un castigo; no he sido yo, ha

sido la Providencia la que ha castigado al señor de Morcef.
-¿Y por qué sustituís vos a la Providencia?
-exclamó Mercedes-. ¿Por qué os acordáis, cuando ella olvida? ¿Qué os importan a vos, Edmundo, Janina y su visir? ¿Qué mal os hizo Fernando Mondego al hacer traición a Alí-Tebelín?
-Pero eso, señora, es un asunto que concierne al capitán franco y a la hija de Basiliki. Nada tengo que ver con eso; decís muy bien, y por eso si he jurado vengarme, no es ni del capitán franco, ni del conde de Morcef, sino del pesca- dor Fernando, marido de la catalana Mercedes.
-¡Ah! -dijo la condesa-, ¡qué terrible venganza, por una falta que la fatalidad me hizo cometer!, porque la culpable soy yo, Edmundo, y si quer- íais vengaros debió ser de mí, que no tuve fuer- za para resistir vuestra ausencia y mi soledad.
-Pero ¿por qué estaba yo ausente y vos sola?

-Porque estabais detenido, Edmundo, porque estabais preso.
-¿Y por qué estaba yo preso?
-No lo sé -dijo Mercedes.
-No lo sabéis, señora, así lo creo; pero voy a decíroslo; me prendieron, porque la víspera misma del día en que iba a casarme con vos, en una glorieta de la Reserva, un hombre llamado Danglars escribió esta carta que el pescador Fernando se encargó de poner en el correo.
Y dirigiéndose hacia un escritorio, abrió Mon- tecristo un cajón y sacó un papel, cuya tinta se había ya enrojecido, poniendo a la vista de Mercedes la carta de Danglars al procurador del rey, que el día en que había pagado los dos- cientos mil francos al señor Boville, el conde, nombrándose agente de la casa de Thompson y French, había sustraído del proceso de Edmun- do Dantés.
Mercedes leyó temblando lo siguiente:

«Se advierte al señor procurador del rey, por un amigo del trono y de la religión, que el lla- mado Edmundo Dantés, segundo del navío El Faraón, llegado esta mañana de Esmirna, des- pués de haber tocado en Nápoles y Por- to-Ferrajo, ha sido encargado por Murat de una carta para el usurpador, y por éste de otra para el comité bonapartista de París.
»La prueba de este crimen se adquirirá pren- diéndole, pues se le encontrará la carta encima, o en casa de su padre, o en su camarote a bor- do.»
-Ay, ¡Dios mío! -dijo Mercedes pasando la mano por su frente,. inundada en sudor-, y esta carta...
-Doscientos mil francos me ha costado el po- seerla, señora, pero es barata aún, puesto que me permite hoy disculparme a vuestros ojos.
-¿Y el resultado de esta carta?

-Ya lo sabéis, señora, fue mi prisión; pero ig- noráis el tiempo que duró, ignoráis que perma- necí catorce años a un cuarto de legua de vos en un calabozo en el castillo de If: lo que no sabéis es que cada día durante estos catorce años he renovado el juramento de venganza que había hecho el primero de ellos, y sin embargo igno- raba que os hubieseis casado con Fernando, mi delator, y que mi padre había muerto... ¡de hambre!
-¡Santo cielo! -exclamó Mercedes.
-Pero lo supe al salir de mi prisión; y por Mercedes viva y por mi padre muerto, juré vengarme de Fernando, y me vengo.
-¿Y estáis seguro de que el desgraciado Fer- nando hizo eso?
-Por mi alma, señora, lo ha hecho como os lo digo; y además ¿no es mucho más odioso el haberse pasado a los ingleses  siendo  francés por  adopción;  siendo  español  de  nacimiento

haber hecho la guerra a los españoles; estipen- diario de Alí, venderle traidoramente y asesi- narle? Ante tales hechos, ¿qué es la carta? Una mixtificación galante que debe perdonar, lo reconozco y lo confieso, la mujer que se ha ca- sado con ese hombre, pero que no perdona el amante que debió casarse con ella. Ahora bien, los franceses no se han vengado nunca del trai- dor: los españoles no le han fusilado. Alí desde su tumba ve sin castigo al asesino; pero yo, en- gañado, asesinado, enterrado vivo en una tum- ba, he salido de ella, gracias a Dios, y a Dios debo la venganza; me envía para eso y aquí estoy.
La pobre mujer inclinó la cabeza, dobláronse sus piernas y cayó de rodillas.
-Perdonad, Edmundo, perdonad por Merce- des que os ama aún.
La dignidad de la esposa detuvo el ímpetu de la amante y de la madre.

Su frente se inclinó casi hasta tocar la alfom- bra.
El conde se acercó a ella y la levantó.
Sentada en un sillón, pudo en medio de sus lágrimas ver el rostro varonil de Montecristo en el que el dolor y el odio se pintaban de un mo- do amenazador.
-¡Que no haya yo de extirpar esa raza maldi- ta... ! ¡Que desobedezca a Dios que me ha sos- tenido para su castigo... ! Imposible, señora, imposible...
-Edmundo -dijo la pobre madre tocando to- dos los resortes-, Edmundo cuando  os  llamo por vuestro nombre, ¿por qué no me res- pondéis Mercedes?
-¡Mercedes! -repitió el conde-, ¡Mercedes! Sí, tenéis razón, aún es grato para mí ese nombre, y he aquí la primera vez hace mucho tiempo que resuena tan claro en mis oídos al salir de mis labios. ¡Oh, Mercedes!, he pronunciado

vuestro nombre con los suspiros de la me- lancolía, con los quejidos del dolor, con el furor de la desesperación; lo he pronunciado helado por el frío, hundido entre la paja de mi ca- labozo, devorado por el calor, revolcándome en las losas de mi mazmorra. Mercedes, es preciso que me vengue, porque durante catorce años he padecido, he llorado, maldecido; ahora, os lo repito, Mercedes, es preciso que me vengue.
Y temiendo ceder a los ruegos de la que tanto había amado, Edmundo llamaba en su socorro a todos los recuerdos de su odio.
-Vengaos, Edmundo -gritó la pobre madre-, vengaos sobre los culpables, sobre él, sobre mí, pero no sobre mi hijo.
-Está escrito en libro santo -respondió Monte- cristo-. «Las faltas de los padres caerán sobre sus hijos, hasta la tercera y cuarta generación.» Puesto que Dios ha dictado estas palabras a su profeta, ¿por qué seré yo mejor que Dios?

-Porque Dios es dueño del  tiempo y de la eternidad, y estas dos cosas escapan a los hom- bres.
Montecristo dio un suspiro que parecía un rugido, y se mesó los cabellos con desespera- ción.
-Edmundo -continuó Mercedes-. Edmundo, desde que os conozco he adorado vuestro nombre, he respetado vuestra memoria. Amigo mío, no endurezcáis la imagen noble y  pura que guardo en mi corazón. ¡Si supieseis los fer- vientes ruegos que he dirigido a Dios mientras os creí vivo y después muerto! Sí, muerto; me parecía ver vuestro cadáver sepultado en  lo más hondo de una sombría torre, creía ver vuestro cuerpo precipitado en uno de aquellos abismos en que los carceleros arrojan a los pri- sioneros muertos, ¡y lloraba...! ¿Qué otra cosa podía yo hacer, Edmundo, sino llorar y orar? Escuchadme: durante diez años he tenido todas las noches el mismo sueño: dijeron que habíais

querido evadiros, que tomasteis el puesto  de uno de los presos que murió, y que arrojaron al vivo desde lo alto de la fortaleza de If; y que el grito que disteis al haceros pedazos contra las rocas lo descubrió todo. Pues bien, os juro, Ed- mundo, por la vida del hijo por quien os implo- ro, que durante diez años esa escena se ha pre- sentado
a mi imaginación todas las noches, y he oído ese grito terrible que me hacía despertar tem- blando, despavorida; ¡y yo también, Edmundo, creedme, yo también, por criminal que sea, yo también he sufrido mucho... !
-¿Habéis perdido vuestro padre estando au- sente? -preguntó Montecristo-, ¿habéis visto a la mujer que amabais dar su mano a vuestro rival mientras os hallabais en un lóbrego cala- bozo?
-No -interrumpió Mercedes-, no; pero he vis- to al hombre que amaba, dispuesto a ser el ma- tador de mi hijo.

Mercedes pronunció estas palabras con un dolor tan intenso y un acento tan desesperado, que un suspiro desgarrador brotó de la gar- ganta del conde.
El león estaba amansado; el vengador, venci- do.
-¿Qué me pedís, que vuestro hijo viva? Pues bien, vivirá.
Mercedes profirió un grito que hizo saltar dos lágrimas de los párpados del conde, pero aque- llas dos lágrimas desaparecieron muy pronto, porque sin duda Dios había enviado un ángel para recogerlas, siendo mucho más preciosas a los ojos del Señor que las más hermosas perlas de Guzarate y de Ofir.
-¡Ah! -dijo Mercedes tomando la mano de Montecristo y llevándola a sus labios-, ¡ah!, gracias, gracias, Edmundo, lo veo cual siempre lo he visto, cual siempre lo he amado: sí, ahora puedo decírtelo.

-Sobre todo, porque el pobre Edmundo no tendrá ya mucho tiempo que hacerse amar de vos.
-¿Qué decís, Edmundo?
-Digo que, puesto que lo ordenáis, es preciso morir.
-¡Morir! ¿Y quién dice eso? ¿Quién habla de morir? ¿De dónde vienen esas ideas de muerte?
No supondréis que  ultrajado  públicamente, en presencia de una sala entera, en presencia de vuestros amigos y de los de vuestro hijo, pro- vocado por un niño, que se enorgullecerá de un perdón como de
una victoria; no supondréis, digo, que me queda un solo instante el deseo de vivir. Des- pués de vos, Mercedes, lo que más he amado es a mí mismo, quiero decir, mi dignidad; esta fuerza que me hace superior a los demás hom- bres, esta fuerza es mi vida. En una palabra, vos la destruís; yo muero.

-Pero este duelo no se efectuará, Edmundo, puesto que me perdonáis.
-Se efectuará, señora -dijo solemnemente Montecristo-; sólo que en lugar de la sangre de vuestro hijo que debía beber la tierra, será la mía la que correrá.
Mercedes dio un gran grito, acercóse a Mon- tecristo, pero de repente se detuvo.
-Edmundo -dijo-, hay un Dios sobre nosotros; puesto que vivís y que os he vuelto a ver, a él me confío de todo corazón; esperando su apo- yo, descanso en vuestra palabra; habéis dicho que mi hijo vivirá. Y vivirá, ¿es verdad?
-Vivirá, sí, señora -dijo Montecristo, sorpren- dido de que sin otra exclamación, sin otra sor- presa, Mercedes hubiese aceptado el sacrificio que le hacía.
Mercedes dio su mano al conde.

-Edmundo -le dijo con los ojos arrasados de lágrimas-, ¡cuán hermosa, cuán grande es la acción que acabáis de hacer! Es sublime haber tenido piedad de una pobre mujer que se pre- sentaba a vos con todas las probabilidades con- trarias a sus esperanzas. ¡Desdichada!, he enve- jecido más a causa de los disgustos que por la edad, y ni siquiera puedo  recordar a mi Ed- mundo con una sonrisa, con una mirada; aque- lla Mercedes que otras veces ha pasado tantas horas contemplándole. Creedme, os he decla- rado que yo también había sufrido mucho, y os lo repito, es muy triste pasar la vida sin un solo goce, sin  conservar  una  sola  esperanza;  pero eso prueba que todo no ha concluido aún sobre la tierra. No, todo no ha terminado, y me lo demuestra lo que me queda aún en el corazón; os lo repito, Edmundo, es hermoso, grande, sublime, perdonar como lo habéis hecho ahora.
-Decís eso, Mercedes, ¿y qué diríais si cono- cieseis la extensión del sacrificio que os hago? Imaginad que el Hacedor Supremo, después de

haber creado el mundo y fertilizado el caos, se hubiese detenido en la tercera parte de la crea- ción, para ahorrar a un ángel las lágrimas que nuestros crímenes debían hacer correr un día de sus ojos inmortales; suponed que después de prepararlo y fecundizarlo todo, en el instan- te de admirar su obra, Dios hubiese apagado el sol, y rechazado con el pie el mundo en la no- che eterna; entonces podréis tener una idea o mejor, no, no, ni aun así podéis tenerla, de lo que yo pierdo, perdiendo la vida en este mo- mento.
Mercedes miró al conde con un aire que reve- laba su admiración y su gratitud. El conde apoyó su frente sobre sus manos, como si no pudiese soportar el peso de sus ideas.
-Edmundo -dijo Mercedes-, sólo me resta una palabra que deciros.
Montecristo se sonrió con tristeza.

-Edmundo -continuó ella-, veréis que si mi frente ha palidecido, si el brillo de mis ojos se ha apagado, si mi hermosura se ha marchitado, que si Mercedes, en fin, no se parece a ella, más que en los
rasgos de su fisonomía, veréis que su corazón es siempre el mismo... Adiós, pues, Edmundo; nada tengo ya que pedir al cielo... Os he vuelto a ver, y os hallo tan noble y grande como otras veces. ¡Adiós, Edmundo, adiós y gracias!
Montecristo no respondió.
Mercedes abrió la puerta del despacho y hab- ía desaparecido antes que él volviese del pro- fundo letargo en que su malograda venganza le había sumido.
Daba la una en el reloj de los Inválidos, cuando el ruido del coche que se llevaba a la señora de  Morcef hizo levantar la cabeza al conde de Montecristo.

-Fui un insensato -dijo- en no haberme arran- cado el corazón el día que juré vengarme.

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