A Oliveira el sol le daba en la
cara a partir de las dos de la tarde. Para colmo con ese calor se le
hacía muy difícil enderezar clavos martillándolos
en una baldosa (cualquiera sabe lo
peligroso que es enderezar un clavo a martillazos, hay
un momento en que el clavo está casi derecho, pero cuando se
lo martilla una vez más da media vuelta y pellizca violentamente los
dedos que lo sujetan; es algo de una perversidad fulminante), martillándolos
empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera sabe que) empecinadamente en
una baldosa (pero cualquiera) empecinadamente.
«No queda ni uno derecho», pensaba Oliveira, mirando los clavos desparramados en el suelo. «Y a esta hora la ferretería está cerrada, me van a echar a patadas si golpeo para que me vendan treinta guitas de clavos. Hay que enderezarlos, no hay remedio.»
Cada vez que conseguía enderezar a
medias un clavo, levantaba la cabeza en dirección a la ventana abierta y
silbaba para que Traveler se asomara. Desde su cuarto
veía muy bien una parte del dormitorio, y algo
le decía que Traveler estaba en el
dormitorio, probablemente acostado con Talita.
Los Traveler dormían mucho de día, no tanto por el cansancio
del circo sino por un principio de fiaca que Oliveira
respetaba. Era penoso despertar a Traveler a
las dos y media de la tarde, pero Oliveira
tenía ya amoratados los dedos con que sujetaba
los clavos, la sangre machucada empezaba a extravasarse, dando
a los dedos un aire de chipolatas mal hechas que era
realmente repugnante. Más se los miraba, más sentía la necesidad de
despertar a Traveler. Para colmo tenía ganas de matear
y se le había acabado la yerba: es decir, le quedaba
yerba para medio mate, y convenía que Traveler o
Talita le tiraran la cantidad restante
metida en un papel y con unos cuantos
clavos de lastre para embocar la
ventana. Con clavos derechos y yerba la siesta sería más tolerable.
«Es increíble lo fuerte que silbo», pensó Oliveira, deslumbrado. Desde el piso de abajo, donde había un clandestino con tres mujeres y una chica para los mandados, alguien lo parodiaba con un contrasilbido lamentable, mezcla de pava hirviendo y chiflido desdentado. A Oliveira le encantaba la admiración y la rivalidad que podía suscitar su silbido; no lo malgastaba, reservándolo para las ocasiones importantes. En sus horas de lectura, que se cumplían entre la una y las cinco de la madrugada, pero no todas las noches, había llegado a la desconcertante conclusión de que el silbido no era un tema sobresaliente en la literatura. Pocos autores hacían silbar a sus personajes. Prácticamente ninguno. Los condenaban a un repertorio bastante monótono de elocuciones (decir, contestar, cantar, gritar, balbucear, bisbisar, proferir, susurrar, exclamar y declamar) pero ningún héroe o heroína coronaba jamás un gran momento de sus epopeyas con un real silbido de esos que rajan los vidrios. Los squires ingleses silbaban para llamar a sus sabuesos, y algunos personajes dickensianos silbaban para conseguir un cab. En cuanto a la literatura argentina silbaba poco, lo que era una vergüenza. Por eso aunque Oliveira no había leído a Cambaceres, tendía a considerarlo como un maestro nada más que por sus títulos; a veces imaginaba una continuación en la que el silbido se iba adentrando en la Argentina visible e invisible, la envolvía en su piolín reluciente y proponía a la estupefacción universal ese matambre arrollado que poco tenía que ver con la versión áulica de las embajadas y el contenido del rotograbado dominical y digestivo de los Gainza Mitre Paz, y todavía menos con los altibajos de Boca Juniors y los cultos necrofílicos de la baguala y el barrio de Boedo. «La puta que te parió» (a un clavo), «no me dejan siquiera pensar tranquilo, carajo». Por lo demás esas imaginaciones le repugnaban por lo fáciles, aunque estuviera convencido de que a la Argentina había que agarrarla por el lado de la vergüenza, buscarle el rubor escondido por un siglo de usurpaciones de todo género como tan bien explicaban sus ensayistas, y para eso lo mejor era demostrarle de alguna manera que no se la podía tomar en serio como pretendía. ¿Quién se animaría a ser el bufón que desmontara tanta soberanía al divino cohete? ¿Quién se le reiría en la cara para verla enrojecer y acaso, alguna vez, sonreír como quien encuentra y reconoce? Che, pero pibe, qué manera de estropearse el día. A ver si ese clavito se resistía menos que los otros, tenía un aire bastante dócil.
«Qué frío bárbaro hace», se dijo Oliveira que creía en la eficacia de la autosugestión. El sudor le chorreaba desde el pelo a los ojos, era imposible sostener un clavo con la torcedura hacia arriba porque el menor golpe del martillo lo hacía resbalar en los dedos empapados (de frío) y el clavo volvía a pellizcarlo y a amoratarle (de frío) los dedos. Para peor el sol empezaba a dar de lleno en la pieza (era la luna sobre las estepas cubiertas de nieve, y él silbaba para azuzar a los caballos que impulsaban su tarantás), a las tres no quedaría un solo rincón sin nieve, se iba a helar lentamente hasta que lo ganara la somnolencia tan bien descrita y hasta provocada en los relatos eslavos, y su cuerpo quedara sepultado en la blancura homicida de las lívidas flores del espacio. Estaba bien eso: las lívidas flores del espacio. En ese mismo momento se pegó un martillazo de lleno en el dedo pulgar. El frío que lo invadió fue tan intenso que tuvo que revolcarse en el suelo para luchar contra la rigidez de la congelación. Cuando por fin consiguió sentarse, sacudiendo la mano en todas direcciones, estaba empapado de pies a cabeza, probablemente de nieve derretida o de esa ligera llovizna que alterna con las lívidas flores del espacio y refresca la piel de los lobos.
Traveler se estaba atando el pantalón del piyama y desde su ventana veía muy bien la lucha de Oliveira contra la nieve y la estepa. Estuvo por darse vuelta y contarle a Talita que Oliveira se revolcaba por el piso sacudiendo una mano, pero entendió que la situación revestía cierta gravedad y que era preferible seguir siendo un testigo adusto e impasible.
—Por fin salís, qué joder —dijo Oliveira—. Te estuve silbando media hora. Mirá la mano cómo la tengo machucada.
—No será de vender cortes de gabardina
—dijo Traveler.
—De enderezar clavos, che.
Necesito unos clavos derechos y un
poco de yerba.
—Es fácil —dijo Traveler. Esperá.
—Armá un paquete y me lo tirás.
—Bueno —dijo Traveler. Pero
ahora que lo pienso me va a dar trabajo ir
hasta la cocina.
—¿Porqué? —dijo Oliveira—. No está tan
lejos.
—No, pero hay una punta de piolines
con ropa tendida y esas cosas.
—Pará por debajo —sugirió Oliveira—.
A menos que los cortes. El chicotazo de una
camisa mojada en las baldosas es algo inolvidable. Si querés te tiro el
cortaplumas. Te juego a que lo clavo en la ventana. Yo de chico clavaba un
cortaplumas en cualquier cosa y a diez metros.
—Lo malo en vos —dijo
Traveler— es que cualquier problema lo retrotraés
a la infancia. Ya estoy harto de decirte que leas un poco a Jung, che.
Y mirá que la tenés con el cortaplumas ese, cualquiera
diría que es un arma interplanetaria. No se te puede hablar de nada sin que
saques a relucir el cortaplumas. Decime qué tiene que ver eso con un poco de
yerba y unos clavos.
—Vos no seguiste el razonamiento —dijo
Oliveira, ofendido—. Primero mencioné la mano machucada, y después
pasé a los clavos. Entonces vos me antepusiste que unas piolas no
te dejaban ir a la cocina, y era bastante lógico que las
piolas me llevaran a pensar en el cortaplumas. Vos deberías leer a Edgar
Poe, che. A pesar de las piolas no tenés hilación, eso es lo que te pasa.
Traveler se acodó en la ventana y miro
la calle. La poca sombra se aplastaba contra el adoquinado, y a la altura
del primer piso empezaba la materia solar, un arrebato amarillo que manoteaba
para todos lados y le aplastaba literalmente la
cara a Oliveira.
—Vos de tarde estás bastante jodido
con ese sol —dijo Traveler.
—No es sol —dijo Oliveira—. Te podrías
dar cuenta de que es la luna y de que hace un frío espantoso. Esta mano
se me ha amoratado por exceso de
congelación. Ahora empezará la gangrena, y dentro de unas semanas me
estarás llevando gladiolos a la quinta del ñato.
—¿La luna? —dijo Traveler, mirando
hacia arriba—. Lo que te voy a tener que llevar es toallas mojadas a Vieytes.
—Allí lo que más se
agradece son los Particulares livianos
—dijo Oliveira—.Vos abundás en incongruencias, Manú.
—Te he dicho cincuenta veces que no me llames Manú.
—Talita te llama Manú —dijo Oliveira,
agitando la mano como si quisiera desprenderla del brazo.
—Las diferencias entre
vos y Talita —dijo Traveler son de las que se ven
palpablemente. No entiendo porqué
tenés que asimilar su vocabulario. Me repugnan los cangrejos ermitaños, las
simbiosis en todas sus formas, los líquenes y demás parásitos.
—Sos de una delicadeza que me parte
literalmente el alma —dijo Oliveira.
—Gracias. Estábamos en que yerba y
clavos. ¿Para qué querés los clavos?
—Todavía no sé —dijo Oliveira,
confuso—. En realidad saqué la lata de clavos y descubrí que estaban
todos torcidos. Los empecé a enderezar, y con este frío, ya ves...Tengo la
impresión de que en cuanto tenga clavos bien derechos
voy a saber para qué los necesito.
—Interesante —dijo Traveler, mirándolo
fijamente—. A veces te pasan cosas curiosas a vos. Primero los clavos y después
la finalidad de los clavos. Sería una lección para más de cuatro, viejo.
—Vos siempre me comprendiste —dijo
Oliveira—.Y la yerba, como te imaginarás, la quiero para cebarme unos
amargachos.
—Está bien —dijo Traveler. Esperame.
Si tardo mucho podés silbar, a Talita le divierte tu silbido.
Sacudiendo la mano, Oliveira fue hasta el lavatorio y se echó agua por la cara y el pelo. Siguió mojándose hasta empaparse la camiseta, y volvió al lado de la ventana para aplicar la teoría según la cual el sol que cae sobre un trapo mojado provoca una violenta sensación de frío. «Pensar que me moriré», se dijo Oliveira,
«sin haber visto en
la primera página del diario la
noticia de las noticias: ¡SE CAYÓ LA TORRE DE
PISA! Es triste, bien mirado».
Empezó a componer titulares, cosa que
siempre ayudaba a pasar el tiempo. SE LE ENREDA
LA LANA DEL TEJIDO Y PERECE ASFIXIADA
EN LANÚS
OESTE. Contó hasta doscientos sin que
se le ocurriera otro titular pasable.
—Me voy a tener que mudar —murmuró
Oliveira—. Esta pieza es enormemente chica. Yo ¡en realidad
tendría que entrar en el circo de Manú y vivir conellos. ¡¡La yerba!! Nadie
contestó.
—La yerba —dijo suavemente Oliveira—.
La yerba, che. No me hagás eso, Manú. Pensar que podríamos
charlar de ventana a ventana, con vos
y Talita, y a lo mejor venía la señora de Gutusso o la
chica de los mandados, y hacíamos
juegos en el cementerio y otros juegos.
«Después de todo», pensó Oliveira,
«los juegos en el cementerio los puedo hacer yo solo».
Fue a buscar el diccionario de la Real Academia Española, en cuya tapa la palabra Real había sido encarnizadamente destruida a golpes de gillete, lo abrió al azar y preparó para Manú el siguiente juego en el cementerio.
«Hartos del cliente y de sus
cleonasmos, le sacaron el clíbano y el clípeo y le hicieron tragar una
clica. Luego le aplicaron un clistel clínico en la cloaca, aunque clocaba
por tan clivoso ascenso de agua mezclada con clinopodio,
revolviendo los clisos como clerizón clorótico.»
—Joder —Edijo admirativamente
Oliveira. Pensó que también joder podía servir como punto
de arranque, pero lo decepcionó descubrir
que no figuraba en el cementerio; en cambio en el jonuco estaban
jonjobando dos jobs, ansiosos por joparse; lo malo era que el jorbín los había
jomado jitándolos como jocós apestados.
«Es realmente la
necrópolis», pensó. «No entiendo cómo a esta
porquería le dura la encuadernación.»
Se puso a escribir otro juego, pero no
le salía. Decidió probar los diálogos típicos y buscó el cuaderno donde los iba
escribiendo después de inspirarse en el subterráneo, los cafés y los bodegones.
Tenía casi terminado un diálogo típico de españoles y le dio algunos
toques más, no sin echarse antes un jarro
de agua en la camiseta.
DIALOGO TIPICO DE ESPAÑOLES
López.— Yo he vivido un año entero en Madrid. Verá usted, era en 1925, y... Pérez.— ¿En Madrid? Pues precisamente le decía yo ayer al doctor García... López.— De 1925 a 1926, en que fui profesor de literatura en la Universidad.
Pérez.— Le decía
yo: «Hombre, todo el que haya vivido
en Madrid sabe lo que es eso.»
López.— Una cátedra especialmente
creada para mí para que pudiera
dictar mis cursos de Literatura.
Pérez.— Exacto, exacto.
Pues ayer mismo le decía yo al doctor
García, que es muy amigo mío...
López.— Y claro, cuando se ha vivido
allí más de un ano, uno sabe muy bien que el nivel de los estudios deja
mucho que desear.
Pérez.— Es un hijo de Paco García, que
fue ministro de Comercio, y que criaba toros.
López.— Una vergüenza, créame usted,
una verdadera vergüenza.
Pérez.—Sí, hombre, ni qué hablar. Pues
este doctor García...
Oliveira estaba ya un poco aburrido
del diálogo, y cerró el cuaderno. «Shiva», pensó bruscamente. «Oh bailarín
cósmico, cómo brillarías, bronce infinito, bajo este
sol. ¿Por qué pienso en Shiva? Buenos Aires. Uno vive. Manera tan rara.
Se acaba por tener una enciclopedia. De qué te sirvió el
verano, oh ruiseñor. Claro que peor sería
especializarse y pasar cinco años estudiando
el comportamiento del acridio. Pero mirá qué lista increíble, pibe,
mirame un poco esto...»
Era un papelito amarillo, recortado de
un documento de carácter vagamente internacional. Alguna publicación de la
Unesco o cosa así, con los nombres de los integrantes de cierto Consejo de
Birmania. Oliveira empezó a regodearse con la lista y no pudo resistir a
la tentación de sacar un lápiz y escribir la jitanjáfora siguiente:
U Nu,U Tin, Mya Bu, Thado Thiri
Thudama U E Maung, Sithu U Cho, Wunna Kyaw Htin U Khin Zaw, Wunna Kyaw Htin U
Thein Han, Wunna Kyaw Htin U Myo Min, Thiri Pyanchi U Thant, Thado Maba Thray
Sithu U Chan Htoon.
«Los tres Wunna Kyaw Htin son un poco monótonos», se dijo mirando los versos. «Debe significar algo como ‘Su excelencia el Honorabilísimo’. Che, qué bueno es lo de Thiri Pyanchi U Thant, es lo que suena mejor. ¿Y cómo se pronunciará Htoon?»
—Salú —dijo Traveler.
—Salú —dijo Oliveira—. Qué frío hace,
che.
—Disculpa si te hice esperar. Vos
sabés, los clavos...
—Seguro —dijo Oliveira—.
Un clavo es un clavo, sobre todo si está
derecho. ¿Hiciste un paquete?
—No —dijo Traveler, rascándose una
tetilla—. Qué barbaridad de día, che, es como fuego.
—Avisa —dijo Oliveira tocándose la
camiseta completamente seca—. Vos sos como la salamandra, vivís en un mundo de
perpetua piromanía. ¿Trajiste la yerba?
—No —dijo Traveler—. Me olvidé
completamente de la yerba. Tengo nada más
que los clavos.
—Bueno, andá buscala, me hacés un
paquete y me lo revoleás.
Traveler miró su ventana, después la
calle, y por último la ventana de Oliveira.
—Va a ser peliagudo —dijo—. Vos sabés
que yo nunca emboco un tiro, aunque sea a dos metros.
En el circo me han tomado el pelo veinte veces.
—Pero si es casi como si me lo
alcanzaras —dijo Oliveira.
—Vos decís, vos decís, y después los
clavos le caen en la cabeza a uno de abajo
y se arma un lío.
—Tirame el paquete y después hacemos
juegos en el cementerio —dijo Oliveira.
—Sería mejor que vinieras a buscarlo.
—¿Pero vos estás loco, pibe? Bajar
tres pisos, cruzar por entre el hielo y subir otros tres pisos, eso no se
hace ni en la cabaña del tío Tom.
—No vas a pretender que sea yo el que
practique ese andinismo vespertino.
—Lejos de mí tal intención —dijo
virtuosamente Oliveira.
—Ni que vaya a buscar un tablón a la
antecocina para fabricar un puente.
—Esa idea —dijo Oliveira— no es mala
del todo, aparte de que nos serviría
para ir usando los clavos, vos de tu lado y yo del mío.
—Bueno, esperá —dijo Traveler, y
desapareció.
Oliveira se quedó pensando en un buen insulto para aplastar a Traveler en la primera oportunidad. Después de consultar el cementerio y echarse un jarro de agua en la camiseta se apostó a pleno sol en la ventana. Traveler no tardó en llegar arrastrando un enorme tablón, que sacó poco a poco por la ventana. Recién entonces Oliveira se dio cuenta de que Talita sostenía también el tablón, y la saludó con un silbido. Talita tenía puesta una salida de baño verde, lo bastante ajustada como para dejar ver que estaba desnuda.
—Qué secante sos —dijo Traveler, bufando—. En qué líos nos metés. Oliveira vio su oportunidad.
—Callate, miriápodo de diez a doce
centímetros de largo, con un par de patas en cada uno de los
veintiún anillos en que tiene dividido el cuerpo, cuatro ojos y en la boca
mandibulillas córneas y ganchudas que al morder sueltan
un veneno muy activo —dijo de un tirón.
—Mandibulillas —comentó Traveler—. Vos
fijate las palabras que profiere. Che, si sigo sacando el tablón por la ventana
va a llegar un momento en que la fuerza de
gravedad nos va a mandar al diablo a Talita y a mí:
—Ya veo —dijo Oliveira— pero considerá
que la punta del tablón está demasiado lejos para que yo pueda agarrarlo.
—Estirá un poco las mandibulillas
—dijo Traveler.
—No me da el cuero, che. Además sabés
muy bien que sufro de horror vacuis.
Soy una caña pensante de buena ley.
—La única caña que te conozco es
paraguaya —dijo Traveler furioso—. Yo realmente no sé qué vamos a hacer, este
tablón empieza a pesar demasiado, ya sabés que el
peso es una cosa relativa. Cuando lo trajimos
era livianísimo, claro que no le daba el sol como ahora.
—Volvé a meterlo en la pieza —dijo
Oliveira, suspirando—. Lo mejor va a ser esto: Yo tengo otro
tablón, no tan largo pero en cambio más ancho. Le pasamos una
soga haciendo un lazo, y atamos los dos tablones por la mitad. El mío yo
lo sujeto a la cama, vos hacés como te parezca.
—El nuestro va a ser mejor
calzarlo en un cajón de la cómoda —dijo
Talita—.
Mientras traés el tuyo, nosotros nos
preparamos.
«Qué complicados son», pensó Oliveira
yendo a buscar el tablón que estaba parado en el zaguán, entre la puerta de su
pieza y la de un turco curandero. Era un tablón de cedro, muy bien
cepillado pero con dos o tres nudos que se le
habían salido. Oliveira pasó un dedo por un agujero, observó
cómo salía por el otro lado, y se preguntó si los
agujeros servirían para pasar la soga. El zaguán
estaba casi a oscuras (pero era más bien la diferencia entre la pieza
asoleada y la sombra) y en la puerta del turco había una silla donde se
desbordaba una señora de negro. Oliveira la saludó desde detrás del tablón, que
había enderezado y sostenía como un inmenso (e ineficaz)
escudo.
—Buenas tardes, don —dijo la señora de
negro—. Qué calor que hace.
—Al contrario, señora —dijo Oliveira—.
Hace mas bien un frío horrible.
—No sea chistoso, señor —dijo la
señora—. Más respeto con los enfermos.
—Pero si usted no tiene nada, señora.
—¿Nada? ¿Cómo se atreve?
«Esto es la realidad», pensó Oliveira,
sujetando el tablón y mirando a la
señora de negro. «Esto que acepto a cada momento como la realidad y
que no puede ser, no puede ser.»
—No puede ser —dijo Oliveira.
—Retírese, atrevido —dijo la señora—.
Le debía dar vergüenza salir a esta hora en camiseta.
—Es Masllorens, señora —dijo Oliveira.
—Asqueroso —dijo la señora.
«Esto que creo la realidad», pensó
Oliveira, acariciando el tablón, apoyándose en él. «Esta vitrina
arreglada, iluminada por cincuenta o sesenta siglos de manos, de
imaginaciones, de compromisos, de pactos, de secretas libertades.»
—Parece mentira que peine canas —decía
la señora de negro.
«Pretender que uno es el centro»,
pensó Oliveira, apoyándose más cómodamente en el tablón. «Pero es
incalculablemente idiota. Un centro tan ilusorio
como lo sería pretender la ubicuidad. No hay centro, hay una especie de confluencia
continua, de ondulación de la materia. A lo largo de la noche yo
soy un cuerpo inmóvil, y del otro lado de la ciudad un rollo de papel se
está convirtiendo en el diario de la mañana, y a las ocho y cuarenta yo
saldré de casa y a las ocho y veinte el diario habrá llegado al kiosko de
la esquina, y a las ocho y cuarenta y cinco mi mano y el
diario se unirán y empezarán a moverse
juntos en el aire, a un metro del suelo, camino del tranvía...»
—Y don Bunche que no la termina más
con el otro enfermo —dijo la señora de negro.
Oliveira levantó el tablón y lo metió
en su pieza. Traveler le hacía señas para que se apurara, y para
tranquilizarlo le contestó con dos silbidos
estridentes. La soga estaba encima del ropero, había que arrimar
una silla y subirse.
—Si te apuraras un poco —dijo
Traveler.
—Ya está, ya está —dijo Oliveira,
asomándose a la ventana—. ¿Tu tablón está bien sujeto, che?
—Lo calzamos en un cajón de la cómoda,
y Talita le metió encima la Enciclopedia Autodidáctica Quillet.
—No está mal —dijo
Oliveira—. Yo al mío le voy a poner la memoria anual
del Statens Psykologisk-Pedagogiska Institut, que le mandan a
Gekrepten no se sabe por qué.
—Lo que no veo es
cómo los vamos a ensamblar —dijo Traveler, empezando a
mover la cómoda para que el tablón saliera poco a poco por la ventana.
—Parecen dos jefes asirios con los
arietes que derribaban las murallas —dijo Talita que no en
vano era dueña de la enciclopedia—. ¿Es alemán ese libro que dijiste?
—Sueco, burra —dijo Oliveira—. Trata
de cosas tales como la Mentalhygieniska synpunkter i Förskoleundervisning. Son
palabras espléndidas, dignas de este mozo Snorri
Sturlusson tan mencionado en la literatura argentina.
Verdaderos pectorales de bronce, con la imagen talismánica del halcón.
—Los raudos torbellinos de Noruega
—dijo Traveler.
—¿Vos realmente sos un tipo culto o
solamente la embocás? —preguntó Oliveira con cierto asombro.
—No te voy a decir que el circo no me
lleve tiempo —dijo Traveler— pero siempre queda un rato para abrocharse
una estrella en la frente. Esta frase de la estrella me sale
siempre que hablo del circo, por pura contaminación. ¿De
dónde la habré sacado? ¿Vos tenés alguna idea, Talita? —No —dijo Talita,
probando la solidez del tablón—. Probablemente de alguna novela portorriqueña.
—Lo que más me molesta es que en el
fondo yo sé dónde he leído eso.
—¿Algún clásico? —insinuó Oliveira.
—Ya no me acuerdo de qué trataba —dijo
Traveler pero era un libro inolvidable.
—Se nota —dijo Oliveira.
—El tablón nuestro está perfecto —dijo
Talita—. Ahora que no sé cómo vas a hacer para sujetarlo al tuyo.
Oliveira acabó de desenredar la soga,
la cortó en dos, y con una mitad ató el tablón al elástico de la cama. Apoyando
el extremo del tablón en el borde de la ventana, corrió la cama y el tablón
empezó a hacer palanca en el
antepecho, bajando poco a poco hasta posarse sobre el de Traveler,
mientras los pies de la cama subían unos
cincuenta centímetros. «Lo malo es que va
a seguir subiendo en cuanto alguien quiera pasar por el
puente», pensó Oliveira preocupado. Se acercó al ropero
y empezó a empujarlo en dirección a la cama.
—¿No tenés bastante apoyo? —preguntó
Talita, que se había sentado en el borde de su ventana, y miraba hacia la
pieza de Oliveira.
—Extrememos las precauciones —dijo
Oliveira— para evitar algún sensible accidente.
Empujó el ropero
hasta dejarlo al lado de la cama,
y lo tumbó poco a poco.
Talita admiraba la fuerza de
Oliveira casi tanto como la astucia y las
invenciones de Traveler. «Son realmente dos gliptodontes», pensaba
enternecida. Los períodos antediluvianos siempre le habían parecido refugio de
sapiencia.
El ropero tomó velocidad y cayó
violentamente sobre la cama, haciendo temblar el piso. Desde abajo subieron
gritos, y Oliveira pensó que el turco de al
lado debía estar juntando una violenta presión shamánica. Acabó de acomodar el
ropero y montó a caballo en el tablón, naturalmente que
del lado de adentro de la ventana.
Ahora va a resistir cualquier peso enunció—. No habrá tragedia, para desencanto de las chicas de abajo que tanto nos quieren. Para ellas nada de esto tiene sentido hasta que alguien se rompe el alma en la calle. La vida, que le dicen.
—¿No empatillás los tablones con tu
soga? —preguntó Traveler.
—Mirá —dijo Oliveira—. Vos sabés muy
bien que a mí el vértigo me ha impedido escalar posiciones. El solo
nombre del Everest es como si me
pegaran un tirón en las verijas.
Aborrezco a mucha gente pero a nadie
como al sherpa Tensing, creéme.
—Es decir que nosotros vamos a tener
que sujetar los tablones —dijo Traveler.
—Viene a ser eso —concedió Oliveira,
encendiendo un 43.
—Vos te das cuenta —le dijo Traveler a
Talita—. Pretende que te arrastres hasta el
medio del puente y ates la soga.
—¿Yo? —dijo Talita.
—Bueno, ya lo oíste.
—Oliveira no dijo que yo tenía que
arrastrarme hasta el medio del puente.
—No lo dijo pero se deduce. Aparte de
que es más elegante que seas vos la que le
alcance la yerba.
—No voy a saber atar la soga
—dijo Talita—. Oliveira y vos saben
hacer nudos, pero a mí se me desatan en seguida. Ni siquiera llegan a
atarse.
—Nosotros te daremos las instrucciones
—condescendió Traveler.
Talita se ajustó la salida de baño y
se quitó una hebra que le colgaba de un dedo. Tenía
necesidad de suspirar, pero sabía que a Traveler lo exasperaban los suspiros.
—¿Vos realmente querés que
sea yo la que le lleve la yerba a Oliveira? —dijo en voz baja.
—¿Qué están hablando, che?
—dijo Oliveira, sacando la mitad del cuerpo por la ventana y
apoyando las dos manos en su tablón. La chica de
los mandados había puesto una silla en la vereda
y los miraba. Oliveira la saludó con
una mano. «Doble fractura del tiempo y el espacio», pensó.
«La pobre da por supuesto que estamos locos, y se prepara a una
vertiginosa vuelta a la normalidad. Si alguien se
cae la sangre la va a salpicar, eso es seguro.
Y ella no sabe que la sangre la va a salpicar, no sabe que ha
puesto ahí la silla para que la sangre la salpique, y no sabe que hace
diez minutos le dio una crisis de
tedium vitae en plena antecocina, nada más que para vehicular el traslado
de la silla a la vereda. Y que el vaso de agua que bebió a las dos y
veinticinco estaba tibio y repugnante para que el estómago, centro del humor
vespertino, le preparara el ataque de tedium vitae que tres
pastillas de leche de magnesia Phillips hubieran yugulado perfectamente; pero
esto último ella no tenía que saberlo, ciertas cosas desencadenantes o
yugulantes sólo pueden ser sabidas en un plano
astral, por usar esa terminología inane.»
—No hablamos de nada —decía Traveler.
Vos prepará la soga.
—Ya está, es una soga macanuda. Dale,
Talita, yo te la alcanzo desde aquí.
Talita se puso a caballo en el tablón y avanzó unos cinco centímetros, apoyando las dos manos y levantando la grupa hasta posarla un poco más adelante.
—Esta salida de baño es muy incómoda
—dijo—. Sería mejor unos pantalones tuyos o algo así.
—No vale la pena —dijo Traveler.
Ponele que te caés, y me arruinás la ropa.
—Vos no te apurés —dijo Oliveira—. Un
poco más y ya te puedo tirar la soga.
—Qué ancha es esta calle —dijo Talita,
mirando hacia abajo—. Es mucho más ancha que cuando la mirás por la ventana.
—Las ventanas son
los ojos de la ciudad —dijo
Traveler— y naturalmente
deforman todo lo que miran. Ahora
estás en un punto de gran pureza, y
quizá ves las cosas como una paloma o un caballo que no saben que tienen
ojos.
—Dejate de ideas para la N.R.F. y
sujetale bien el tablón —aconsejó Oliveira.
—Naturalmente a vos te revienta que
cualquiera diga algo que te hubiera encantado decir antes. El
tablón lo puedo sujetar perfectamente
mientras pienso y hablo.
—Ya debo estar cerca del medio —dijo
Talita.
—¿Del medio? Si apenas te has
despegado de la ventana. Te faltan dos metros por lo menos.
—Un poco menos —dijo Oliveira,
alentándola—. Ahora nomás te tiro la soga.
—Me parece que el tablón se está
doblando para abajo —dijo Talita.
—No se dobla nada —dijo Traveler, que
se había puesto a caballo pero del
lado de adentro—. Apenas vibra un poco.
—Además la punta descansa sobre mi
tablón —dijo Oliveira—. Sería muy extraño que los dos cedieran al
mismo tiempo.
—Sí, pero yo peso cincuenta y seis
kilos —dijo Talita—. Y al llegar al medio
voy a pesar por lo menos doscientos. Siento que el tablón baja cada vez
más.
—Si bajara —dijo
Traveler yo estaría con los pies en
el aire, y en cambio me
sobra sitio para apoyarlos en el piso.
Lo único que puede suceder es que los tablones se
rompan, pero sería muy raro.
—La fibra resiste mucho en sentido
longitudinal —convino Oliveira—. Es el apólogo del haz de juncos, y otros
ejemplos. Supongo que traés la yerba y los clavos.
—Los tengo en el
bolsillo —dijo Talita—. Tirame la soga
de una vez. Me pongo nerviosa, creeme.
—Es el frío —dijo Oliveira, revoleando
la soga como un gaucho—. Ojo, no vayas a
perder el equilibrio. Mejor te enlazo, así estamos seguros de que
podés agarrar la soga.
«Es curioso», pensó viendo pasar la
soga sobre su cabeza. «Todo se encadena
perfectamente si a uno se le da
realmente la gana. Lo único falso en esto es el análisis.»
—Ya estás llegando —anunció Traveler—.
Ponete de manera de poder atar bien los dos
tablones, que están un poco separados.
—Vos fijate lo bien que la enlacé
—dijo Oliveira—. Ahí tenés, Manú, no me vas a
negar que yo podría trabajar con ustedes en el circo.
—Me lastimaste la cara —se quejó
Talita—. Es una soga llena de pinchos.
—Me pongo un sombrero tejano, salgo
silbando y enlazo a todo el mundo — propuso Oliveira entusiasmado—. Las
tribunas me ovacionan, un éxito pocas veces visto en
los anales circenses.
—Te estás insolando —dijo Traveler,
encendiendo un cigarrillo—. Y ya te he dicho que no me llames Manú.
—No tengo fuerza —dijo Talita—. La
soga es áspera, se agarra en ella misma.
—La ambivalencia de la soga —dijo
Oliveira—. Su función natural saboteada por una
misteriosa tendencia a la neutralización. Creo que a eso le llaman
la entropía.
—Está bastante bien ajustado
—dijo Talita—. ¿Le doy otra vuelta?
Total hay un pedazo que cuelga.
—Sí, arrollala bien —dijo
Traveler—. Me revientan las cosas que
sobran y que cuelgan; es diabólico.
—Un perfeccionista —dijo Oliveira—.
Ahora pasate a mi tablón para probar el puente.
Tengo miedo —dijo Talita—. Tu tablón
parece menos sólido que el nuestro.
—¿Qué? —dijo Oliveira ofendido—. ¿Pero
vos no te das cuenta que es un tablón de puro cedro? No
vas a comparar con esa porquería de pino. Pasate tranquila al
mío, nomás.
—¿Vos qué decís, Manú? —preguntó
Talita, dándose vuelta.
Traveler, que iba a
contestar, miró el punto donde se tocaban los
dos tablones y la soga mal ajustada. A caballo sobre su tablón,
sentía que le vibraba entre las piernas de una manera entre agradable y
desagradable. Talita no tenía más que apoyarse sobre las manos, tomar
un ligero impulso y entrar en la zona del tablón
de Oliveira. Por supuesto el puente resistiría; estaba muy bien hecho.
—Mirá, esperá un momento —dijo
Traveler, dubitativo—. ¿No le podés alcanzar el paquete desde ahí?
—Claro que no puede
—dijo Oliveira, sorprendido—. ¿Qué idea se te
ocurre?
Estás estropeando todo.
—Lo que se dice alcanzárselo, no puedo
—admitió Talita—. Pero se lo puedo tirar, desde aquí es lo más fácil del mundo.
—Tirar —dijo Oliveira, resentido—.
Tanto lío y al final hablan de tirarme el paquete.
—Si vos sacás el brazo estás a menos
de cuarenta centímetros del paquete — dijo
Traveler—. No hay necesidad de que Talita vaya
hasta allá. Te tira el paquete y chau.
—Va a errar el tiro, como todas las
mujeres —dijo Oliveira—y la yerba se va a desparramar en los adoquines, para no
hablar de los clavos.
—Podés estar
tranquilo —dijo Talita, sacando presurosa el
paquete—. Aunque no te caiga en la mano lo mismo va a entrar por la
ventana.
—Sí, y se va a reventar en el piso,
que está sucio, y yo voy a tomar un mate asqueroso lleno de pelusas —dijo
Oliveira.
—No le hagás caso —dijo Traveler—.
Tirale nomás el paquete, y volvé.
Talita se dio vuelta y lo miró,
dudando de que hablara en serio. Traveler la
estaba mirando de una manera que conocía muy bien, y Talita sintió como
una caricia que le corría por la espalda. Apretó con fuerza el
paquete, calculó la distancia.
Oliveira había bajado
los brazos y parecía indiferente a lo que
Talita hiciera o no hiciera. Por encima de Talita miraba fijamente a
Traveler, que lo miraba fijamente: «Estos dos han tendido otro puente
entre ellos», pensó Talita. «Si me cayera a la calle ni se darían
cuenta.» Miró los adoquines, vio a la chica de los mandados que la contemplaba
con la boca abierta; dos cuadras más allá venía caminando una mujer que debía
ser Gekrepten. Talita esperó, con el paquete apoyado en el puente.
—Ahí está —dijo Oliveira—. Tenía que
suceder, a vos no te cambia nadie. Llegás al
borde de las cosas y uno piensa que por fin vas a entender,
pero es inútil, che, empezás a darles la vuelta, a leerles
las etiquetas. Te quedás en el prospecto, pibe.
—¿Y qué? —dijo Traveler—. ¿Por qué te
tengo que hacer el juego, hermano?
—Los juegos se hacen solos, sos vos
el que mete un palito para frenar
la rueda.
—La rueda que vos fabricaste, si vamos
a eso.
—No creo —dijo Oliveira—. Yo no hice
más que suscitar las circunstancias, como dicen los
entendidos. El juego había que jugarlo limpio.
—Frase de perdedor, viejito.
—Es fácil perder si el otro te carga
—la taba.
—Sos grande —dijo Traveler—. Puro
sentimiento gaucho. Talita sabía que de alguna manera estaban hablando de ella,
y seguía mirando a la chica de los mandados inmóvil en la silla con la
boca abierta. «Daría cualquier cosa por no
oírlos discutir», pensó Talita. «Hablen de lo que
hablen, en el fondo es siempre de mí, pero
tampoco es eso, aunque es casi eso.» Se le ocurrió que sería divertido soltar
el paquete de manera que le cayera en la boca a la chica de los mandados.
Pero no le hacía gracia, sentía el otro puente por encima, las palabras
yendo y viniendo, las risas, los silencios calientes.
«Es como un juicio», pensó Talita.
«Como una ceremonia.»
Reconoció a Gekrepten que llegaba a la
otra esquina y empezaba a mirar hacia arriba. «¿Quién te juzga?»,
acababa de decir Oliveira. Pero no era a Traveler sino
a ella que estaban juzgando. Un sentimiento, algo pegajoso
como el sol en la nuca y en las piernas. Le iba a
dar un ataque de insolación, a lo mejor eso sería la sentencia. «No creo que
seas nadie para juzgarme», había dicho Manú.
Pero no era a Manú sino a ella que estaban juzgando. Y a través de
ella, vaya a saber qué, mientras la estúpida de Gekrepten
revoleaba el brazo izquierdo y le
hacía señas como si ella, por ejemplo, estuviera a punto de tener un
ataque de insolación y fuera a caerse a la calle,
condenada sin remedio.
—¿Por qué te balanceás así? —dijo
Traveler, sujetando su tablón con las dos manos—. Che, lo estás haciendo vibrar
demasiado. A ver si nos vamos todos al diablo.
No me muevo —dijo miserablemente
Talita—. Yo solamente quisiera tirarle el paquete y entrar otra vez en casa.
—Te está dando todo
el sol en la cabeza, pobre —dijo Traveler— Realmente es
una barbaridad, che.
—La culpa es tuya —dijo Oliveira
rabioso—. No hay nadie en la Argentina capaz de armar quilombos como vos.
—La tenés conmigo —dijo Traveler
objetivamente—. Apurate, Talita. Rajale el paquete por la cara y que nos deje
de joder de una buena vez.
—Es un poco tarde —dijo Talita—. Ya no
estoy tan segura de embocar la ventana.
—Te lo dije —murmuró Oliveira que
murmuraba muy poco y sólo cuando estaba al borde de alguna barbaridad—.
Ahí viene Gekrepten llena de paquetes. Éramos pocos y parió la abuela.
—Tirale la yerba de cualquier
manera —dijo Traveler, impaciente—. Vos no te
aflijas si sale desviado.
Talita inclinó la cabeza y el pelo
le chorreó por la frente, hasta la boca.
Tenía que parpadear continuamente porque el sudor le entraba en los
ojos. Sentía la lengua llena de sal y de algo que
debían ser chispazos, astros diminutos corriendo y
chocando con las encías y el paladar.
—Esperá —dijo Traveler.
—¿Me lo decís a mí? —preguntó
Oliveira.
—No. Esperá, Talita. Tenete bien
fuerte que te voy a alcanzar un sombrero.
—No te salgas del tablón —pidió
Talita—. Me voy a caer a la calle.
—La enciclopedia y la cómoda lo
sostienen perfectamente. Vos no te movás,
que vuelvo en seguida.
Los tablones se inclinaron un poco
hacia abajo, y Talita se agarró desesperadamente. Oliveira silbó con todas sus
fuerzas como para detener a Traveler, pero ya no había nadie en la
ventana.
—Qué animal —dijo
Oliveira—. No te muevas, no respires
siquiera. Es una
cuestión de vida o muerte, creeme.
—Me doy cuenta —dijo Talita, con un
hilo de voz—. Siempre ha sido así.
—Y para colmo Gekrepten está subiendo
la escalera. Lo que nos va a escorchar, madre mía. No te muevas.
—No me muevo —dijo Talita—. Pero
parecería que...
—Sí, pero apenas —dijo Oliveira—. Vos
no te movás, es lo único que se puede hacer.
«Ya me han juzgado», pensó Talita.
«Ahora no tengo más que caerme y ellos seguirán con el circo, con la vida.»
—¿Por qué llorás? —dijo Oliveira,
interesado.
—Yo no lloro —dijo Talita—. Estoy
sudando, solamente.
—Mirá —dijo Oliveira resentido—, yo
seré muy bruto pero nunca me ha ocurrido confundir las lágrimas con
la transpiración. Es completamente distinto.
—Yo no lloro —dijo Talita—. Casi nunca
lloro, te juro. Lloran las gentes como Gekrepten, que está subiendo por la
escalera llena de paquetes. Yo soy como el
ave cisne, que canta cuando se muere —dijo Talita—. Estaba en
un disco de Gardel.
Oliveira encendió un
cigarrillo. Los tablones se habían
equilibrado otra vez.
Aspiró satisfecho el humo.
—Mirá, hasta que vuelva ese idiota de
Manú con el sombrero, lo que podemos hacer es jugara las preguntas-balanza.
—Dale —dijo Talita—. Justamente ayer
preparé unas cuantas, para que sepas.
—Muy bien. Yo empiezo y cada uno
hace una pregunta-balanza. La operación que consiste en
depositar sobre un cuerpo sólido una capa de metal disuelto en un líquido,
valiéndose de corrientes eléctricas, ¿no es una embarcación
antigua, de vela latina, de unas cien toneladas de porte?
—Sí que es —dijo Talita, echándose el
pelo hacia atrás—. Andar de aquí para allá, vagar, desviar el
golpe de un arma, perfumar con algalia, y ajustar
el pago del diezmo de los frutos en verde, ¿no equivale a
cualquiera de los jugos vegetales destinados a la
alimentación, como vino, aceite, etc.?
—Muy bueno —condescendió Oliveira—.
Los jugos vegetales, como vino, aceite... Nunca se me había
ocurrido pensar en el vino como en un jugo
vegetal. Es espléndido. Pero escuchá esto: Reverdecer,
verdear el campo, enredarse el pelo, la
lana, enzarzarse en una riña o contienda,
envenenar el agua con verbasco u otra sustancia
análoga para atontar a los peces y pescarlos, ¿no
es el desenlace del poema dramático, especialmente cuando es doloroso?
—Qué lindo —dijo Talita,
entusiasmada—. Es lindísimo, Horacio. Vos realmente le
sacás el jugo al cementerio.
—El jugo vegetal —dijo Oliveira.
Se abrió la puerta de la pieza y
Gekrepten entró respirando agitadamente. Gekrepten era rubia teñida, hablaba
con mucha facilidad, y ya no se sorprendía por un ropero
tirado en una cama y un hombre a caballo en un tablón.
—Qué calor —dijo tirando
los paquetes sobre una silla—. Es la peor hora para
ir de compras, creeme.
¿Qué hacés ahí, Talita? Yo no sé por qué salgo siempre a la
hora de la siesta.
—Bueno, bueno —dijo Oliveira, sin
mirarla—. Ahora te toca a vos, Talita.
—No me acuerdo de ninguna otra.
—Pensá, no puede ser que no te
acuerdes.
—Ah, es por el dentista —dijo Gekrepten—.
Siempre me dan las horas peores para emplomar las muelas. ¿Te dije que hoy
tenía que ir al dentista?
—Ahora me acuerdo de una —dijo Talita.
—Y mirá lo que me pasa —dijo
Gekrepten—. Llego a lo del dentista, en
la calle Warnes. Toco el timbre del
consultorio y sale la mucama. Yo le
digo:
«Buenas tardes.» Me dice: «Buenas
tardes. Pase, por favor.» Yo paso, y me hace entrar en la
sala de espera.
—Es así —dijo Talita—. El que tiene
abultados los carrillos, o la fila de cubas amarradas que se
conducen a modo de balsa, hacia un sitio poblado
de carrizos: el almacén de artículos de primera
necesidad, establecido para que se surtan
de él determinadas personas con más economía que en las tiendas, y todo
lo perteneciente o relativo a la égloga, ¿no es como aplicar
el galvanismo a un animal vivo o muerto?
—Qué hermosura —dijo
Oliveira deslumbrado—. Es sencillamente fenomenal.
—Me dice: «Siéntese un momento, por
favor.» Yo me siento y espero.
—Todavía me queda una —dijo Oliveira—.
Esperá, no me acuerdo muy bien.
—Había dos señoras y un señor con un
chico. Los minutos parecía que no pasaban. Si te digo que me leí
enteros tres números de Idilio. El
chico lloraba, pobre criatura, y el padre, un nervioso... No quisiera
mentir pero pasaron más de dos horas, desde las dos y
media que llegué. Al final me tocó el turnó, y el
dentista me dice: «Pase, señora»; yo paso, y me dice: «¿No le molestó
mucho lo que le puse el otro día?» Yo le digo: «No, doctor,
qué me va a molestar. Además que todo este tiempo
mastiqué siempre de un solo lado.» Me dice: «Muy bien,
es lo que hay que hacer. Siéntese, señora.»
Yo me siento, y me dice: «Por favor, abra la boca.» Es muy
amable, ese dentista.
—Ya está —dijo Oliveira—. Oí bien,
Talita. ¿Por qué mirás para atrás?
—Para ver si vuelve Manú.
—Qué va a venir. Escuchá bien: la
acción y efecto de contrapasar, o en los torneos
y justas, hacer un jinete que su caballo dé con los
pechos en los del caballo de su contrario, ¿no se
parece mucho al fastigio, momento más grave e intenso de una
enfermedad?
—Es raro —dijo Talita, pensando—. ¿Se
dice así, en español?
—¿Qué cosa se dice así?
—Eso de hacer un jinete que su caballo
dé con los pechos.
—En los torneos sí —dijo Oliveira—.
Está en el cementerio, che.
—Fastigio —dijo Talita— es una palabra
muy bonita. Lástima lo que quiere decir.
—Bah, lo mismo pasa
con mortadela y tantas otras —dijo
Oliveira—. Ya se
ocupó de eso el abate Bremond, pero no
hay nada que hacerle. Las palabras son como nosotros, nacen con una cara y no
hay tu tía. Pensá en la cara que tenía Kant, decime un poco.
O Bernardino Rivadavia, para no ir tan lejos.
—Me ha puesto una emplomadura de
material plástico —dijo Gekrepten.
—Hace un calor terrible —dijo Talita—.
Manú dijo que iba a traerme un sombrero.
—Qué va a traer, ése —dijo Oliveira.
—Si a vos te parece te tiro el paquete
y me vuelvo a casa —dijo Talita.
Oliveira miró el puente, midió la
ventana abriendo vagamente los brazos, y movió la cabeza.
—Quién sabe si lo
vas a embocar —dijo—. Por otra parte
me da no sé qué
tenerte ahí con ese frío
glacial. ¿No sentís que se te forman carámbanos en el pelo y
las fosas nasales?
—No —dijo Talita—. ¿Los carámbanos
vienen a ser cómo los fastigios?
—En cierto modo sí —dijo Oliveira—.
Son dos cosas que se parecen desde sus diferencias, un poco como Manú y
yo si te ponés a pensarlo. Reconocerás que el lío con Manú es que
nos parecemos demasiado.
—Sí —dijo Talita—. Es bastante molesto
a veces.
—Se fundió la manteca—dijo
Gekrepten, untando una tajada de pan negro —. La manteca, con el calor,
es una lucha.
—La peor diferencia está en eso —dijo
Oliveira—. La peor de las peores diferencias. Dos tipos con pelo negro,
con cara de porteños farristas, con el
mismo desprecio por casi las mismas cosas, y vos...
—Bueno, yo... —dijo Talita.
—No tenés por qué escabullirte —dijo
Oliveira—. Es un hecho que vos te sumás de alguna manera a
nosotros dos para aumentar el parecido,
y por lo tanto la diferencia.
—A mí no me parece que me sume a los
dos —dijo Talita.
—¿Qué sabés? ¿Qué podés saber, vos?
Estás ahí en tu pieza, viviendo y cocinando y leyendo la enciclopedia
autodidáctica, y de noche vas al circo, y entonces te parece
que solamente estás ahí en donde estás.
¿Nunca te fijaste en los picaportes de las
puertas, en los botones de metal, en los pedacitos de vidrio?
—Sí, a veces me fijo —dijo Talita.
—Si te fijaras bien verías que por todos
lados, donde menos se sospecha, hay imágenes que copian todos tus movimientos.
Yo soy muy sensible a esas idioteces, creeme.
—Vení, tomá la leche que ya se le
formó nata —dijo Gekrepten—. ¿Por qué hablan siempre de cosas raras?
—Vos me estás dando demasiado
importancia —dijo Talita.
—Oh, esas cosas no las decide uno
—dijo Oliveira—. Hay todo un orden de cosas que uno no decide, y
son siempre fastidiosas aunque no las más importantes.
Te lo digo porque es un gran consuelo. Por
ejemplo yo pensaba tomar mate. Ahora llega ésta
y se pone a preparar café con leche sin que nadie
se lo pida. Resultado: si no lo tomo, a la leche se le
forma nata. No es importante, pero joroba un poco. ¿Te das
cuenta de lo que estoy diciendo?
—Oh, sí —dijo Talita
mirándolo en los ojos—. Es verdad que
te parecés a Manú. Los dos saben hablar tan bien del café con leche
y del mate, y uno acaba por darse cuenta de que el café con leche y el
mate, en realidad...
—Exacto —dijo Oliveira—. En realidad.
De modo que podemos volver a lo que decía antes. La
diferencia entre Manú y yo es que
somos casi iguales. En esa proporción, la diferencia es
como un cataclismo inminente. ¿Somos amigos? Sí, claro, pero
a mí no me sorprendería nada que... Fijate que desde que nos conocemos, te lo
puedo decir porque vos ya lo sabés, no hacemos más que lastimarnos. A él no le
gusta que yo sea como soy, apenas me pongo a enderezar unos clavos ya ves
el lío que arma, y te embarca de paso a vos. Pero a él no le
gusta que yo sea como soy porque en realidad
muchas de las cosas que a mí se me ocurren,
muchas de las cosas que hago, es como si se las
escamoteara delante de las narices. Antes de que él las piense,
zás, ya están. Bang, bang, seasoma a la ventana y yo estoy enderezando los
clavos.
Talita miró hacia atrás, y vio la
sombra de Traveler que escuchaba, escondido entre la cómoda y la ventana.
—Bueno, no tenés que exagerar —dijo
Talita—. A vos no se te ocurrirían algunas cosas que se
le ocurren a Manú.
—¿Por ejemplo?
—Se te enfría la leche —dijo Gekrepten
quejumbrosa—. ¿Querés que te la ponga otro poco al fuego, amor?
—Hacé un flan para mañana —aconsejó
Oliveira—. Vos seguí, Talita.
—No —dijo Talita, suspirando—.
Para qué. Tengo tanto calor, y me
parece que me estoy empezando a marear. Sintió la vibración
del puente cuando Traveler lo cabalgó al borde de la
ventana. Echándose de bruces sin pasar del nivel
del antepecho, Traveler puso un sombrero de paja sobre
el tablón. Con ayuda de un palo de plumero empezó a
empujarlo centímetro a centímetro.
—Si se desvía apenas un poco —dijo
Traveler— seguro que se cae a la calle y va a ser
un lío bajar a buscarlo.
—Lo mejor sería que
yo me volviera a casa
—dijo Talita, mirando
penosamente a Traveler.
—Pero primero le tenés que pasar la
yerba a Oliveira —dijo Traveler.
—Ya no vale la pena —dijo Oliveira—.
En todo caso que tire el paquete, da lo mismo.
Talita los miró alternativamente, y se
quedó inmóvil.
—A vos es difícil entenderte —dijo
Traveler—. Todo este trabajo y ahora resulta que
mate más, mate menos, te da lo mismo.
—Ha transcurrido el minutero, hijo mío
—dijo Oliveira—. Vos te movés en el continuo tiempo-espacio con una lentitud de
gusano. Pensá en todo lo que ha acontecido desde que decidiste ir a buscar ese
zarandeado jipijapa. El ciclo del mate se
cerró sin consumarse, y entre tanto hizo aquí su llamativa
entrada la siempre fiel Gekrepten, armada de utensilios
culinarios. Estamos en el sector del café
con leche, nada que hacerle.
—Vaya razones —dijo Traveler.
—No son razones, son mostraciones
perfectamente objetivas. Vos tendés a moverte en el continuo, como dicen
los físicos, mientras que yo soy sumamente sensible a la discontinuidad
vertiginosa de la existencia. En este mismo momento el café con
leche irrumpe, se instala, impera, se difunde, se
reitera en cientos de miles de hogares. Los mates han sido
lavados, guardados, abolidos. Una zona temporal de café con leche cubre este
sector del continente americano. Pensá en todo lo que
eso supone y acarrea. Madres diligentes que aleccionan
a sus párvulos sobre la dietética láctea, reuniones infantiles en
torno a la mesa de la antecocina, en cuya parte superior todas son
sonrisas y en la inferior un diluvio
de patadas y pellizcos. Decir café con leche a esta hora significa mutación,
convergencia amable hacia el fin de la jornada,
recuento de las buenas acciones, de las acciones
al portador, situaciones transitorias, vagos proemios a
lo que las seis de la tarde, hora terrible de llave en
las puertas y carreras al ómnibus, concretará brutalmente. A este hora
casi nadie hace el amor, eso es antes o
después. A esta hora se piensa en la ducha (pero la tomaremos
a las cinco) y la gente empieza a rumiar las posibilidades de la noche,
es decir si van a ir a ver a Paulina Singerman o a Toco Tarántola (pero no
estamos seguros, todavía hay tiempo). ¿Qué tiene ya que ver
todo eso con la hora del mate? No te hablo del
mate mal tomado, superpuesto al café con leche, sino al auténtico que yo
quería, a la hora justa, en el momento de más frío. Y esas cosas me parece que
no las comprendés lo suficiente.
—La modista es una estafadora —dijo
Gekrepten—. ¿Vos te hacés hacer los vestidos por una modista, Talita?
—No —dijo Talita—. Sé un poco de corte
y confección.
—Hacés bien, m’hija. Yo esta tarde
después del dentista me corro hasta la modista que está a una
cuadra y le voy a reclamar una pollera que ya tendría que estar hace ocho
días. Me dice: «Ay, señora, con la enfermedad de mi mamá no he podido lo que se
dice enhebrar la aguja.» Yo le digo: «Pero,
señora, yo la pollera la necesito.» Me dice:
«Créame, lo siento mucho. Una clienta como usted. Pero
va a tener que disculpar.» Yo le digo: «Con disculpar
no se arregla nada, señora. Más le valdría
cumplir a tiempo y todos saldríamos gananciosos.» Me dice:
«Ya que lo toma así, ¿por qué no va de otra modista?» Y yo le
digo: «No es que me falten ganas, pero ya que me comprometí con
usted más vale que la espere, y eso que me parece una informalidad.
—Todo eso te sucedió? —dijo Oliveira.
—Claro —dijo Gekrepten—. ¿No ves que
se lo estoy contando a Talita?
—Son dos cosas distintas.
—Ya empezás, vos.
—Ahí tenés —le dijo Oliveira a
Traveler, que lo miraba cejijunto—. Ahí tenés lo que
son las cosas. Cada uno cree que está hablando de lo que comparte con los
demás.
—Y no es así, claro —dijo Traveler.
Vaya noticia.
—Conviene repetirla, che.
—Vos repetís todo lo que supone una
sanción contra alguien.
—Dios me puso sobre vuestra ciudad
—dijo Oliveira.
—Cuando no me juzgás a mí te la
agarrás con tu mujer.
—Para picarlos y tenerlos despiertos
—dijo Oliveira.
—Una especie de manía mosaica. Te la
pasás bajando del Sinaí.
—Me gusta —dijo Oliveira— que las
cosas queden siempre lo más claras posible. A vos parece darte lo
mismo que en plena conversación Gekrepten
intercale una historia absolutamente fantasiosa de
un dentista y no sé qué pollera. No
parecés darte cuenta de que esas
irrupciones, disculpables cuando son hermosas o por lo menos
inspiradas, se vuelven repugnantes apenas se
limitan a escindir un orden, a torpedear una estructura. Cómo hablo,
hermano.
—Horacio es siempre el mismo —dijo
Gekrepten—. No le haga caso, Traveler.
—Somos de una blandura
insoportable, Manú. Consentimos a cada
instante que la realidad se nos huya entre los dedos como una
agüita cualquiera. La teníamos ahí, casi perfecta, como
un arcoiris saltando del pulgar al meñique. y el trabajo para conseguirla, el
tiempo que se necesita, los méritos que hay
que hacer... Zás, la radio anuncia que el general Pisotelli hizo
declaraciones. Kaputt. Todo kaputt. «Por fin algo en serio»,
piensa la chica de los mandados, o ésta, o a lo
mejor vos mismo. Y yo, porque no te
vayas a imaginar que me creo infalible.
¿Qué sé yo dónde está la verdad?
Solamente que me gustaba tanto ese arcoiris como un sapito entre
los dedos. Y esta tarde... Mirá, a pesar del frío a mí
me parece que estábamos empezando a hacer algo en serio. Talita, por
ejemplo, cumpliendo esa proeza extraordinaria de no caerse a la
calle, y vos ahí, y yo... Uno es
sensible a ciertas cosas, qué demonios.
—No sé si te entiendo —dijo Traveler.
A lo mejor lo del arcoiris no está tan mal.
¿Pero por qué sos tan intolerante? Viví y dejá vivir, hermano.
—Ahora que ya
jugaste bastante, vení a sacar el
ropero de arriba de la cama
—dijo Gekrepten.
—¿Te das cuenta? —dijo Oliveira.
—Eh, sí —dijo Traveler, convencido.
—Quod erat demostrandum, pibe.
—Quod erat —dijo Traveler.
—Y lo peor es que en realidad ni
siquiera habíamos empezado.
—¿Cómo? —dijo Talita, echándose el
pelo para atrás y mirando si Traveler habla empujado lo
suficiente el sombrero.
—Vos no te pongás nerviosa —aconsejó
Traveler. Date vuelta despacio, estirá esa mano,
así. Esperá, ahora yo empujo un poco más... ¿No te dije? Listo.
Talita sujetó el sombrero y se lo
encasquetó de un solo golpe. Abajo se habían
juntado dos chicos y una señora, que
hablaban con la chica de los mandados y miraban el puente.
—Ahora yo le tiro el paquete a
Oliveira y se acabó —dijo Talita sintiéndose más
segura con el sombrero puesto—. Tengan firme los tablones, no sea cosa.
—¿Lo vas a tirar? —dijo Oliveira—.
Seguro que no lo embocás.
—Dejala que haga la prueba —dijo
Traveler. Si el paquete se escracha en la
calle, ojalá le pegue en el melón a la de Gutusso, lechuzón repelente.
—Ah, a vos tampoco te gusta —dijo
Oliveira—. Me alegro porque no la puedo tragar. ¿Y vos, Talita?
—Yo preferiría tirarte el
paquete —dijo Talita. —Ahora, ahora, pero
me parece que te estás apurando mucho.
—Oliveira tiene razón —dijo Traveler—.
A ver si la arruinás justamente al
final, después de todo el trabajo.
—Pero es que tengo calor —dijo Talita
—. Yo quiero volver a casa, Manú.
—No estás tan lejos para quejarte así.
Cualquiera creería que me estás escribiendo desde Matto Grosso.
—Lo dice por la yerba —informó
Oliveira a Gekrepten, que miraba el ropero.
—¿Van a seguir jugando mucho tiempo?
—preguntó Gekrepten.
—Nones —dijo Oliveira.
—Ah —dijo Gekrepten—. Menos mal.
Talita había sacado el paquete del
bolsillo de la salida de baño y lo balanceaba de atrás adelante. El puente
empezó a vibrar, y Traveler y Oliveira lo sujetaron con todas
sus fuerzas. Cansada de balancear el paquete,
Talita empezó a revolear el brazo, sujetándose con la otra mano.
—No hagás tonterías
—dijo Oliveira—. Más despacio. ¿Me oís? ¡Más
despacio!
—¡Ahí va! —gritó Talita.
—¡Más despacio, te vas a caer a la
calle!
—¡No me importa! —gritó Talita,
soltando el paquete que entró a toda velocidad en la pieza y se hizo pedazos
contra el ropero.
—Espléndido —dijo Traveler, que
miraba a Talita como si quisiera sostenerla
en el puente con la sola fuerza de la mirada—. Perfecto, querida. Más claro,
imposible. Eso sí que fue demostrandum.
El puente se
aquietaba poco a poco. Talita se sujetó
con las dos manos y
agachó la cabeza. Oliveira no veía más
que el sombrero, y el pelo de Talita derramado sobre los hombros.
Levantó los ojos y miro a Traveler.
—Si te parece —dijo—. Yo también creo
que más claro, imposible.
«Por fin», pensó Talita,
mirando los adoquines, las veredas.
«Cualquier cosa es mejor que estar así, entre las dos
ventanas.»
—Podés hacer dos cosas —dijo
Traveler—. Seguir adelante, que es más fácil, y entrar por lo de
Oliveira, o retroceder, que es más difícil, y
ahorrarte las escaleras y el cruce de la calle.
—Que venga aquí,
pobre —dijo Gekrepten—. Tiene la cara toda empapada
de
transpiración.
—Los niños y los locos —dijo Oliveira.
—Dejame descansar un momento
—dijo Talita—. Me parece que estoy un
poco mareada.
Oliveira se echó de bruces en la
ventana, y le tendió el brazo. Talita no tenía
más que avanzar medio metro para tocar
su mano.
—Es un perfecto caballero —dijo
Traveler—. Se ve que ha leído el consejero social del
profesor Maidana. Lo que se llama un conde. No te pierdas eso, Talita.
—Es la congelación —dijo Oliveira—.
Descansá un poco, Talita, y franqueá el trecho remanente. No le hagas caso, ya
se sabe que la nieve hace delirar antes del sueño inapelable.
Pero Talita se había enderezado
lentamente, y apoyándose en las dos manos trasladó su trasero veinte
centímetros más atrás. Otro apoyo, y otros veinte centímetros. Oliveira,
siempre con la mano tendida, parecía el pasajero
de un barco que empieza a alejarse lentamente del muelle.
Traveler estiró los brazos y calzó las manos en las
axilas de Talita. Ella se quedó inmóvil, y después echó la cabeza hacia
atrás con un movimiento tan brusco que el
sombrero cayó planeando hasta la vereda.
—Como en las corridas de toros —dijo
Oliveira—. La de Gutusso se lo va a querer portar vía.
Talita había cerrado los ojos y se
dejaba sostener, arrancar del tablón, meter a empujones por la ventana. Sintió
la boca de Traveler pegada en su nuca, la respiración caliente y rápida.
—Volviste —murmuró Traveler—.
Volviste, volviste.
—Sí —dijo Talita, acercándose a la
cama—. ¿Cómo no iba a volver? Le tiré el maldito paquete y volví, le tiré el
Paquete y volví, le...
Traveler se sentó al
borde de la cama. Pensaba en el
arcoiris entre los dedos esas cosas que se le
ocurrían a Oliveira. Talita resbaló a su lado y empezó
a llorar en silencio. «Son los nervios», pensó Traveler. «Lo ha pasado
muy mal.» Iría a buscarle un gran vaso de agua con jugo de limón, le daría
una aspirina, le pantallaría la cara con una revista,
la obligaría a dormir un rato. Pero antes
había que sacar la enciclopedia autodidáctica, arreglar la
cómoda y meter dentro el tablón. «Esta pieza está
tan desordenada», pensó, besando a Talita. Apenas dejara de
llorar le pediría que lo ayudara a acomodar el cuarto. Empezó
a acariciarla, a decirle cosas.
—En fin, en fin —dijo Oliveira.
Se apartó de la ventana y se
sentó al borde de la cama,
aprovechando el espacio que le dejaba libre el
ropero. Gekrepten había terminado de juntar
la yerba con una cuchara.
—Estaba llena de clavos —dijo
Gekrepten—. Qué cosa tan rara.
—Rarísima —dijo Oliveira.
—Me parece que voy a bajar a buscar
el sombrero de Talita. Vos sabés lo que son los
chicos.
—Sana idea —dijo
Oliveira, alzando un clavo y dándole
vueltas entre los dedos.
Gekrepten bajó a la calle. Los chicos
habían recogido el sombrero y discutían con
la chica de los mandados y la señora de Gutusso.
—Demelón a mí —dijo Gekrepten, con una
sonrisa estirada—. Es de la señora de enfrente, conocida mía.
—Conocida de todos, hijita —dijo la
señora de Gutusso—. Vaya espectáculo a estas horas, y con los niños mirando.
—No tenía nada de malo —dijo
Gekrepten, sin mucha convicción.
—Con las piernas al aire en ese
tablón, mire qué ejemplo para las criaturas. Usted no se habrá dado
cuenta, pero desde aquí se le veía propiamente todo,
le juro.
—Tenía muchísimos pelos —dijo el más
chiquito.
—Ahí tiene —dijo la señora de
Gutusso—. Las criaturas dicen lo que ven,
pobres inocentes. ¿Y qué tenía que hacer ésa a caballo en una madera, dígame un
poco? A esta hora cuando las personas decentes duermen la siesta o se ocupan de
sus quehaceres. ¿Usted se montaría en una madera, señora, si no es mucho
preguntar?
—Yo no —dijo Gekrepten—. Pero Talita
trabaja en un circo, son todos artistas.
—¿Hacen pruebas? —preguntó uno de los
chicos—. ¿Adentro de cuál circo trabaja la cosa esa?
—No era una prueba —dijo Gekrepten—.
Lo que pasa es que querían darle un poco de yerba a mi marido, y entonces...
La señora de Gutusso miraba a la chica
de los mandados. La chica de los mandados se puso un dedo en la sien y lo hizo
girar. Gekrepten agarró el sombrero con las dos manos y entro en el
zaguán. Los chicos se pusieron en fila y empezaron a cantar, con música de
«Caballería ligera»:
Lo corrieron de atrás, lo corrieron de atrás, le metieron un palo en el cúúúlo.
¡Pobre señor! ¡Pobre señor! No se lo
pudo sacar.
(Bis.)
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