jueves, 6 de abril de 2017

La magia del Ajusco, capítulo II : La sombra del Caudillo - Martín Luis Guzmán

II
La magia del Ajusco.

     Habían caminado, inatentos a su marcha, desde las últimas casas de la Colonia del Valle hasta los terrenos llanos que bordean el río de la Piedad. El Cadillac, entre tanto, dio un sinnúmero de rodeos y vino a situarse, en espera al extremo de la última calle transitable.
                Ahora Aguirre llevaba a Rosario cogida por el brazo. Ahora las nubes cubrían el sol con frecuencia y mudaban, a intervalos, la luz en sombra y la sombra en luz. La tarde, aún moza, envejecía a destiempo, renunciaba a su brillo, se refugiaba tras el atavío de los medios tonos y los matices.
                El brazo de Rosario, con el contacto de su desnudez, estimulaba en Aguirre el cinismo mujeriego. El ministro preguntó de improviso, imprimiendo a sus palabras naturalidad fingida:
                --¿Por qué no se decide usted a ser mi novia de una manera franca y valerosa?
                --¡Qué desfachatez! ¿Y tiene usted el descaro de preguntármelo?
                --Descaro, ¿por qué? No hay que exagerar. Nuevas leyes, nuevas costumbres. ¡Supondrá usted que para algo trajimos el divorcio los hombres de la Revolución!
                --¡Ah, claro! No lo dudo. Pero no para que ustedes, los revolucionarios, tengan a un tiempo novias y mujeres.
                Estas palabras, dichas por ella en tono casi colérico, estuvieron a punto de dejarle huella en la mirada y en el gesto. Pero la contrariedad duró poco. Segundos después la actitud de Rosario, subrayándose por contraste, demostraba que la verdad era una sola: que ella abandonaba el brazo desnudo a la mano de él, más que sujetárselo, se lo acariciaba.
                --Tiene usted razón—concluyó Aguirre, seguro de que se entendería el doble sentido de su frase--: mientras seamos amigos de este modo delicioso, el ser novios ¿Qué añadiría?
                Rosario fingió no oír y hablo de otra cosa.
                La conversación de ambos, siempre en torno de un tema único, se desviaba a cada paso para volver a poco, con el refuerzo del nuevo sesgo, al solo punto que les interesaba. En esto era maestro él, y más que él, ella. También gustaba Rosario de ausentarse en espíritu o de fingir ausencias para dejar así cerca de Aguirre, más libre e imperiosa, la realidad de su cuerpo.
                Esa tarde, para simular lejanías espirituales, su gran recuerdo fue el espectáculo de las montañas. La enorme mole del Ajusco se alzaba frente a ella, en el fondo del valle a gran altura por sobre los arbolados y caseríos distantes.
                Mientras hablaba Aguirre, miraba Rosario a lo lejos…Estaba el Ajusco coronado de nubarrones tempestuosos y envuelto en sombras violáceas, en sombras hoscas que desde allá teñían de noche, con tono irreal, la región clara donde Rosario y Aguirre se encontraban. Y durante los ratos más y más largos, en que se cubría el sol, la divinidad tormentosa de la montaña señoreaba íntegro el paisaje: se deslustraba el cielo, se enfebrecían el fondo del valle y su cerco, y las nubes, poco antes de blancura de nieve, iban apagándose en opacidades sombrías.
                Hubo un largo espacio en que Rosario, silenciosa, no apartó los ojos de la montaña distante. Aguirre quiso imitarla, calló también. Él, empero, lo era todo, menos contemplativo; casi en seguida volvió a hablar.
                --¿Qué tendrá –dijo—el Ajusco, que no se cansa usted nunca de mirarlo?
                Rosario no dejó de ver hacia la montaña, y así respondió:
                --Lo miro porque me gusta.
                --¡Bonito modo de contestar! Que le gusta a usted lo supongo. Pero to pregunto por qué le gusta tanto.
                -Porque sí.
                --Razón de mujer.
                --¿Y no soy yo mujer? Pues por eso, ni más ni menos, es por lo que me gusta el Ajusco: porque soy mujer.
                --¿Más que los dos volcanes?
                --Más.
                --No lo creo.
                --Porque usted es hombre.
                --Nada tiene que ver eso. ¿Cómo ha de preferir usted ese monte negro y tosco a la hermosura luminosa de los dos volcanes? Y si no, mírelos y compare.
                Rosario sonrió con aire conmiserativo. Dijo poco a poco:
                --A usted, señor general, le gustan los volcanes porque tienen alma y vestidura de mujer. A mí no. A mí me gusta el Ajusco, y me gusta por la razón contraria: porque es, de todas las cosas que conozco, la más varonil.
                --¿De todas?
                --De todas.
                --¿Sin excepción ninguna?
    --Ninguna.
    --Es decir, que para usted, el Ajusco es más varonil que yo.
    La petulancia de Aguirre fue sonriente; la desaprobación de Rosario, ruidosa:
    --¡Huy, qué presuntuoso!...¡Compararse con el Ajusco!
Y luego, desafiante, añadió:
    --Si usted fuera el Ajusco…
Pero dejó la frase inconclusa. Adivinándola, Aguirre devolvió las palabras a modo de instancia para que terminara ella el pensamiento:
    --Si yo fuera el Ajusco…
   Rosario se recobró a tiempo:
   --No—murmuró--, nada. No sé qué iba a decir.
  Aguirre le habló entonces al oído. Rosario escuchó palabras que a la vez se oían y sentían, que eran sonoras y cálidas: que le rozaban el pabellón de la oreja con doble realidad. Sintió estremecérsele el corazón de modo extraño; sintió que el rostro se le encendía, y queriendo oponerse a que la otra mano de Aguirre viniera también—comentario de la palabra—a acariciarle el brazo, no se explicó por qué era mayor en ella la voluntad de consentirlo. La visión del Ajusco, grave y varonil, se fundió en su conciencia, por un momento, con la áspera sensación que le produjo en la frente la tela que cubría el hombro de su amigo.
¿Pasaron dos minutos? ¿Pasó una hora? En pie los dos en medio de la llanura habían vivido ajenos al ritmo del tiempo externo.

Un relámpago y luego un trueno volvieron de súbito a Rosario a la realidad de la tarde y del aire libre. Dos gotas, duras como piedras, le golpearon la cara. Arriba, el espíritu invisible del Ajusco, lanzado por sobre ella y por sobre todo el valle los torbellinos de su enorme penacho negro, lo teñía todo con sus tintas tempestuosas. Los cúmulos blancos del comienzo de la tarde era ya una sola nube morada, plomiza, cuyas volutas se desenrollaban hacia la tierra en cortinas espesas, casi negras. A las dos gotas habían seguido inmediatamente otras dos, otras tres y después de éstas otras innumerables. El agua acaparaba de pronto la esencia de todas las cosas; desaparecía el valle bajo la catarata.
Aguirre y Rosario, maquinalmente, echaron a correr hacia el automóvil, Pero como peste se encontraba lejos, era seguro que llegarían allá empapados del todo. La lluvia, además, parecía estirar la distancia a medida que corrían. Para defenderse un poco, Rosario abrió su sombrilla: de roja que era, la tela se tornó guinda; el agua la pasaba tamizada en nube.
A Aguirre no parecía que le importara mucho el mojarse. Corría tiendo al lado de su amiga mientras su actividad inferior se precipitaba por tres cauces: el de un deseo vehemente—que el aguacero arreciara a medida que el coche se veía más cerca—y el de un empeño físico agradable e inmediato—ayudarla a ella a saltar sobre los charcos, para lo cual debía a veces, cogerla por la cintura y levantarla en peso.

Llegaron al Cadillac, radiador entonces de polvo líquido: la lluvia torrencial, al romperse contra el techo y los flancos, se pulverizaba. El ayudante del chofer había venido a abrir la portezuela y se mantenía allí, pese al chubasco, con la gorra en la mano. Rosario vio fugazmente cómo le escurrían arroyos diminutos a ambos lados de la nariz.
--Yo cerraré la sombrilla—dijo Aguirre--; suba usted.
Y unió al acento perentorio—mientras cogía la sombrilla con la otra mano—empuje de su brazo.
Rosario quiso resistir, aunque débilmente. Al choque de la lluvia con sus potencias interiores se habían desconcertado como desconcierta un golpe, como desconcierta el mareo.
--No—dijo apenas--, no subo.
Aguirre se inclinó hacia ella:
--Sí, suba usted—le susurró al oído--; le doy mi palabra de honor que nada sucederá.
Y alzándola casi, la hizo pasar por la portezuela.
Dentro del pequeño recinto del auto, Rosario tuvo la sensación de que Aguirre era, físicamente, un hombre mucho más grande que cuanto hasta allí le pareciera. Ella, en cambio, se sintió chiquita, mínima. Enfrente, del otro lado del cristal, se veían, inmóviles, el chofer y su ayudante: rígidas se erguían las dos espaldas, las dos cabezas.
Aguirre observó la mirada de Rosario, y creyendo leer con ella, se inclinó hacia el cristal frontero para tirar de la cortinilla. Lo hizo como por mero movimiento reflejo, pues pensaba en otra cosa. Tenía aún en las orejas el vocablo “honor”, que acababa de pronunciar sin saber cómo, y el recuerdo de la palabra dicha así empezaba a producirle un malestar profundo. Por un instante estuvo a punto de creer que no la había dicho o, si la había dicho, que Rosario no la había oído.
Dejo transcurrir varios minutos en silencio, embarazoso silencio. Luego, aunque sin mirar a su amiga, observó:
--No durará mucho el chubasco; entonces podrá usted bajar.
Ella se alisaba el cabello y veía con insistencia hacia fuera. Caía el aguacero más tupido cada vez; bajo la sombra de las cortinas de agua parecía estar anocheciendo.
Pasado un rato, Rosario habló también:
--No; no quiero que esperemos en este lugar.
Aguirre dio orden para que el auto anduviese. Y como si una cosa y otra fueran inseparables, procedió a correr las demás cortinillas.
Los envolvió la penumbra.
--Si le parece a usted—dijo Aguirre—que estamos demasiado a obscuras, encenderé la luz.
--No, no. Así estamos bien.
El brazo de ella y la mano de él se rozaron.
--¡Qué horror! —exclamó él--. Está usted helándose.
Tras lo cual tomo su gabán, que estaba en el asiento, y se lo puso a Rosario sobre los hombros.
--Gracias—dijo ella.
--¿Se siente usted mejor así?
--Sí, bastante mejor.
El auto rodaba suavemente. Y aquel manso rodar al abrigo de los chorros de agua que golpeaban contra el techo y los cristales del coche, venía a ser una especie de elemento sedante en el trastorno interior que Rosario sentía. Pasaron varios minutos: el principio tranquilizador aumentaba al roce del gabán de Aguirre—un roce cálido, que crujía, que emanaba perfume de hombre.
Aguirre conservaba el brazo derecho relativamente seco: era el que había recibido la protección de la sombrilla. Lo pasó, con naturalidad, por detrás de la nuca de Rosario para subir, de la otra parte, el cuello del gabán. Mas hecho esto, permaneció con el brazo así. Luego le pareció que el gabán no cerraba bien por delante; para ajustarlo llevó allí la otra mano. Y entonces, como si le acometiese de pronto un impulso que no naciera de él mismo, aunque le era perfectamente familiar, cogió la cabeza de Rosario por debajo de la barba, la atrajo hacia sí y la besó en la boca. En el beso hubo humedad de lluvia y de juventud.
El reproche de Rosario sonó débil, bajísimo:
--¡Y me dio usted su palabra de honor!
A lo que replicó Aguirre aún más bajo:
--Y se la doy a usted todavía. Si me lo manda, desciendo del coche inmediatamente.

Rosario se había quedado con la cabeza reclinada sobre el pecho atlético de su amigo… ”¿Mandar ella…?” Antes que mandar nada prefirió seguir con la cabeza reclinada así, como la tenía.

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