Y respecto del cadáver de Polinice, que miserablemente ha muerto, dicen que ha publicado un
bando para que ningún ciudadano lo entierre ni lo llore, sino que insepulto y sin los honores del
llanto, lo dejen para sabrosa presa de las aves que se abalancen a devorarlo. Ese bando dicen
que el bueno de Creonte ha hecho pregonar por ti y por mí, quiere decir que por mí; y me
vendrá aquí para anunciar esa orden a los que no la conocen; y que la casa se ha de tomar no
de cualquier manera, porque quien se atreva a hacer algo de lo que prohibe será lapidado por
el pueblo.
(De Antígona)
De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía
bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada
por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil
que cada vez parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable. Todo lo
contaminaba de su revuelto olor multitudinario, olor de secreción a flor de piel y de recóndita
muerte. En menos de un año arrojó sobre el pueblo los escombros de numerosas catástrofes
anteriores a ella misma, esparció en las calles su confusa carga de desperdicios. Y esos
desperdicios, precipitadamente, al compás atolondrado e imprevisto de la tormenta, se iban
seleccionando, individualizándose, hasta convertir lo que fue un callejón con un río en un
extremo un corral para los muertos en el otro, en un pueblo diferente y complicado, hecho con
los desperdicios de los otros pueblos. Allí vinieron, confundidos con la hojarasca humana,
arrastrados por su impetuosa fuerza, los desperdicios de los almacenes, de los hospitales, de
los salones de diversión, de las plantas eléctricas; desperdicios de mujeres solas y de hombres
que amarraban la mula en un horcón del hotel, trayendo como un único equipaje un baúl de
madera o un atadillo de ropa, y a los pocos meses tenían casa propia, dos concubinas y el
título militar que les quedaron debiendo por haber llegado tarde a la guerra.
Hasta los desperdicios del amor triste de las ciudades nos llegaron en la hojarasca y construyeron
pequeñas casas de madera, e hicieron primero un rincón donde medio catre era el
sombrío hogar para una noche, y después una ruidosa calle clandestina, y después todo un
pueblo de tolerancia dentro del pueblo.
En medio de aquel ventisquero, de aquella tempestad de caras desconocidas, de toldos en la
vía pública, de hombres cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas en los baúles
con los paraguas abiertos, y de mulas y mulas abandonadas, muriéndose de hambre en la cuadra
del hotel, los primeros éramos los últimos; nosotros éramos los forasteros; los advenedizos.
Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y apreciamos la calidad de su suelo, sabíamos
que la hojarasca había de venir alguna vez, pero no contábamos con su ímpetu. Así
que cuando sentimos llegar la avalancha lo unico que pudimos hacer fue poner el plato con el
tenedor y el cuchillo detrás de la puerta y sentarnos pacientemente a esperar que nos conocieran
los recién llegados. Entonces pitó el tren por primera vez. La hojarasca volteó y salió a
verlo y con la vuelta perdió el impulso, pero logro unidad y solidez; y sufrió el natural proceso
de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la tierra.
(Macondo, 1909)
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