DÍA DE CAMPO
Al día siguiente de la comida en casa de Gloria, el tren llegó de
reculada, con quince, minutos de retraso y el General Zaragoza por delante. En el andén estábamos formados, en fila, Sebastián Montaña, en representación de
sí mismo, yo, en la de Ricardo Pórtico, que no había querido levantarse
temprano, Malagón, por la Escuela de Historia, Espinoza, por la de Filosofía, y
Carlitos Mendieta, porque lo habíamos encontrado cuando íbamos camino a la
estación y él salía del café de chinos sin nada qué hacer.
En la escalerilla del Zaragoza iba un hombre distinguido, de saco de
tweed y cabello blanco deslumbrante. Sonreía hacia donde estábamos parados y
agitaba la mano. Era el doctor Rivarolo, que llegaba a Cuévano a dar una
conferencia para rematar el semestre.
Antes de que el tren se detuviera por completo, el doctor Rivarolo saltó
con agilidad, dio un traspié, se metió
una zancadilla a sí mismo, y cayó al piso.
Después de un instante de consternación, corrimos hacia donde estaba
tendido el conferenciante, y lo ayudamos a levantarse. Él se puso de pie
diciendo, "es que calculé mal". Cuando Sebastián se cercioró de que
el recién llegado no tenía ningún hueso roto, lo abrazó, hubo presentaciones, y
fuimos caminando hacia la salida de la estación, primero Sebastián y Rivarolo
tomados del brazo, después el cargador con las maletas y por último, nosotros
cuatro, murmurando:
—Me parece que cojea.
—¿Se
fijaron? Cuando se cayó se vio como que las rodillas se le doblaban para fuera.
Sebastián y Rivarolo lucharon para evitar que el otro le diera la propina al
cargador —
ganó Sebastián— y después, todos nos apretamos
en el taxi, ellos dos con el chofer y
nosotros
cuatro atrás.
—¿En qué hotel le parece
alojarse, doctor? —preguntó Sebastián.
—En uno que haya camas
muy anchas.
Sebastián, sin
inmutarse, se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Qué tan anchas son las
camas del Padilla, Paco?
Todos opinamos, hasta el chofer. Cada quien dijo, dónde, a su parecer,
estaba la cama más ancha de Cuévano. Por fin se decidió que el cuarto número 13
del Padilla era el alojamiento adecuado para el visitante.
El coche arrancó con cada quien pensando a quién se querría coger en
Cuévano el doctor Rivarolo.
Cuando pasamos frente a la que vende los quesos, que estaba espantando
las moscas con un hilacho, Rivarolo, que iba mirando para otro lado, exclamó:
—Este barroco tardío es
un poema.
Cuando llegamos al hotel, el Pelón Padilla dejó los menús a medias para
saludar a Rivarolo y decirle que había leído todos sus libros —lo cual es
mentira—.
—Dale al doctor Rivarolo
—dijo Sebastián— el cuarto número 13.
El mozo entró en el elevador con las maletas y la llave con el número
13, Rivarolo tendió la mano a Sebastián, que no esperaba despedirse.
—Hemos preparado un programa —dijo Sebastián— para hacerlo pasar a usted
un día típicamente cuevanense.
—Nos
veremos esta noche en la conferencia —dijo Rivarolo y entró en el elevador.
Sebastián se volvió a nosotros, perplejo.
—¿Y ahora qué hacemos?
Habíamos planeado desayuno en la Flor de Cuévano, paseo en los jardines
del doctor Cruchet, comida en casa de uno de los profesores —la de Espinoza
había sido elegida, a pesar de las protestas del dueño, quien al día siguiente
se iba con su familia a pasar las vacaciones en México— y en la noche, después
de la conferencia, cena en el café de don Leandro.
—Propongo —dijo Malagón— que se siga el programa al pie de la letra como
si el visitante no nos hubiera cortado.
Estuvimos de acuerdo. Mientras esperábamos el camión vimos que el joven
Angarilla entraba en el hotel.
En la mesa del rincón de la Flor de Cuévano vimos que Gloria y
Rocafuerte estaban sumergidos en una conversación apasionada y llena de eses.
Tan absortos estaban que no nos vieron entrar.
Nos sentamos en una
mesa, pedimos café exprés, y Sebastián Montaña dijo:
—Mira que venir a Cuévano a tener un affaire a expensas de la Universidad, me parece demasiado.
—No sólo eso, nos cortó —dijo Espinoza—. Señores, me rompí el pie, de
acuerdo, pero por cortesía debería haber venido con nosotros. Mi mujer se pasó
la tarde de ayer cocinando,
¿qué va a decir cuando lleguemos sin el
invitado de honor?
—Vamos a estar más a
gusto —dijo Carlitos Mendieta.
—¿Quién puede ser la
amante del doctor Rivarolo? —preguntó Malagón.
Estuvimos quebrándonos la cabeza examinando candidatas: desde las
letradas —Irma Bandala y Cuca Larrañaga—, hasta las putas —Cecilia Anzorena—,
pasando por las vírgenes
—las hermanitas
Verduguí—, y llegamos a la conclusión de que en Cuévano, francamente, casi no
había mujeres que valieran la pena.
Pagamos y salimos a
buscar un taxi que nos llevara a los jardines del señor Cruchet.
Gloria interrumpió lo
que decía Rocafuerte y lo hizo volverse para despedirse de nosotros.
Carlitos Mendieta, que conocía los jardines
como nadie, nos sirvió de guía. Nos llevó antes que nada a ver la Golonquídea
redonda, un árbol
traído de África
que crece como sombrilla,
tiene hojas en forma de manos y da frutos que al ser comidos provocan
convulsiones.
Visitamos también la Carándula
nepótica, un árbol de las Guayanas, que extiende sus ramas para proteger a
sus parientes, que acaban por estrangularlo, la Tribuía estupefacta, cuya sombra produce dolor de cabeza a los que
están jugando baraja, y la Enciclopedia
bombástica, un árbol gigantesco, que da frutos del tamaño de una bala de
cañón, que no sirven para nada.
Tiramos piedras en el estanque, yo volví a explicar el libro de
seiscientas páginas que no había escrito, sobre las hermanas Baladro, Malagón
nos contó un capítulo de su Opúsculo, y
empezó a llover. Corrimos, por un caminito lodoso, hacia el kiosco.
Llegamos empapados, en medio de un aguacero tormentoso. Subí las
escaleras y me puse a cubierto antes de darme cuenta de que por el lado opuesto
acababan de entrar otros dos refugiados.
Eran Gloria y Rocafuerte.
Gloria, empapada, se veía más guapa que nunca. Estaba jadeante, tenía
las mejillas sonrosadas, el pelo aplastado y una gota de agua en la punta de
las narices. Era bellísima. Noté, con cierto sobresalto, que con el agua, su
camisa amarillo paja se había vuelto transparente y el brassiere también.
Rocafuerte se dio cuenta de lo mismo y se empeñó en cubrirla, so pretexto de
temer que fuera a resfriarse, con su chamarra de cuero. Gloria no quiso
taparse.
La carrera, el aguacero, la humedad, el gusto de encontrar a Gloria en
el kiosco, hicieron que tardara un rato en plantearme la pregunta dolorosa:
¿qué estaban haciendo Gloria y Rocafuerte en los jardines del señor Cruchet?
Era evidente que el aguacero no los había sorprendido a la mitad de un
paseo botánico como el que acabábamos de dar nosotros.
—En estos jardines —me había dicho Malagón en una visita anterior— han
sido desfloradas más de treinta mil mujeres cuevanenses, y nomás se tienen
datos de 1920 a la fecha.
Gloria se veía contenta, a pesar de la lluvia y del posible resfriado
que se avecinaba. Abría las aletas nasales, como para inhalar más ozono. Las
miradas libidinosas de mis compañeros estaban pegadas en su camisa. Ella,
afortunadamente, se sentó en el último escalón, a ver llover, y nos dio la espalda.
Rocafuerte, en cambio, había cambiado, era más cariñoso con ella, más
responsable, como que se había vuelto más serio. Lo que había dicho el Doctor
el día anterior le había quitado su seguridad.
El aguacero
seguía y el
kiosco se convirtió
en una isla, en medio de un río de lodo.
Entonces, a Espinoza se
le ocurrió la única idea de aquel día.
—¿No se
les antoja un mezcal? —les preguntó a Rocafuerte y a Gloria. Ellos dijeron que
sí.
—Nomás que salgamos de aquí los invito a mi casa, tengo mezcal de la
sierra de Güemes y hay comida, muy
sabrosa. Mi mujer nos está esperando. ¿Qué les
parece?
Rocafuerte le preguntó a Gloria, "¿Qué dices?", y ella después
de titubear un momento, dijo que sí. Estaba en plena liberación.
Se me hacía tan raro llegar a casa de Sarita con tanta gente, sentarme
en la sala y verla a ella de anfitriona, ir de un lado para otro,
preguntándome, "¿qué puedo ofrecerte?", cuando sabía tan bien lo que
me gustaba. Yo no podía ayudarla, porque tenía que fingir que no sabía dónde
estaba el refrigerador ni en qué lugar se guardaban los vasos.
Entraron los niños a saludar. Yo no los conocía más que de fotografía.
"¡Qué niños tan simpáticos!", dijimos todos. A mí me parecieron
chocantísimos. Afortunadamente se fueron al poco rato.
Por el pasillo vi pasar la sombra de Elpidia que iba a comprar
chicharrones, Rocafuerte quiso mostrarle a Sebastián Montaña cómo funcionaba la
Nikkonaka, Espinoza llevó a Malagón y a Carlitos Mendieta a la biblioteca para
enseñarles un libro raro, Sarita fue a la cocina, yo me quedé solo con Gloria.
— ¡Estoy tan apenada con
ustedes! —me dijo.
Le dije que no fuera tonta, que nadie es responsable de lo que diga o
piense su padre. Para consolarla le puse la mano sobre el hombro —su carne me
daba escalofríos—. En ese momento entró Sarita y se fue a sentar en el sofá.
Nunca he visto a dos mujeres hacerse amigas tan rápidamente —después de
vivir en el mismo pueblo tres años sin hablarse—. Me ignoraron. Empezaron
preguntándose, "¿dónde compraste tu camisa?", y acabaron diciendo,
"¡qué triste es la vida de provincia, pero en las tardes, qué
bonita!". En todo estaban de. acuerdo. Cuando me levanté del sofá para ir
a la biblioteca, ya Sarita estaba preguntándole a Gloria cuándo pensaba
casarse. ¡Yo me había tardado seis meses para llegar a este punto!
—El mes que entra —dijo
Gloria.
Es decir, Rocafuerte había ganado. Mientras contemplaba un libro viejo
que contenía la correspondencia entre el doctor Mena y el licenciado Pruneda,
pensaba, ¿me atreveré a decirle a Gloria lo que le va a suceder? Pero no, sabía
que no iba a atreverme.
Regresé a la sala.
—Mi padre —decía Gloria—
es un hombre que tiene una moral de hace cincuenta años.
Estaba chupando limón y tenía el vaso de mezcal a medias. Sarita, sin
dejar de poner atención a lo que estaba diciendo su nueva amiga y sin que ésta
se diera cuenta, me puso la mano sobre el pantalón y me apretó el sexo.
Salí del recibidor con
palpitaciones y llegué al pasillo donde estaba la Nikkonaka.
—Este precio que le
estoy dando —decía Rocafuerte—, nadie se lo mejora.
En ese momento llegó
Elpidia con los chicharrones y pasamos al comedor a hacer tacos.
Después del aguacero el aire se había limpiado, no se veía brizna de
polvo, en el cielo no había una nube, el empedrado del callejón de las Tres
Cruces estaba reluciente, una parvada de pichones volaba alrededor de un fresno.
Habíamos salido a los balcones. Espinoza, Malagón, Gloria y Rocafuerte
se recargaron en el que da al Triunfo de
Bustos, Sebastián, Carlitos, Sarita y yo, en el que da a las Tres Cruces.
Había sido una tarde agradable, aparte de varios sustos. Sarita, que
estaba de humor juguetón, me había tendido una celada: había aparecido
súbitamente detrás de una puerta y me había dado un beso voluptuoso a veinte
centímetros de Sebastián Montaña, que de milagro no se había percatado de nada.
En otra ocasión, hizo que yo tirara el café y me manchara la ropa: yo estaba de
pie, con la taza y el platito en la mano y ella se me acercó a traición y me
dio un dedazo en el culo.
Después de la comida Sarita puso discos de Percy Faith y bailó, primero
sola —sabía cimbrarse como Tongolele—, después con su marido —que era pésimo
bailarín—, después con Sebastián —que había sido el rey del chárleston (en
Cuévano)—, después con Malagón —que me dijo más tarde, "a mí esta mujer me
vuelve loco"—, y por último conmigo —que pasé un mal rato, porque ella se
empeñaba en montarse en mi sexo—. Carlitos Mendieta se negó a bailar y estuvo
haciendo bocetos.
Mientras tanto, Gloria bailaba, muy discretamente y muy bien, con
Rocafuerte. Yo lo envidié y hubiera querido bailar con Gloria, pero los vi tan
enamorados, que no me atreví a interrumpirlos. Sentí que ella hubiera bailado
conmigo por compromiso, que era una humillación que yo no estaba dispuesto a
aceptar.
Nunca vi a mis amigos de mejor humor. Espinoza hizo cante jondo —nadie
le conocía ese talento, ni él mismo—, Sebastián cantó, "Yo nací rumbero y
jarocho, trovador de veras", y después gritó por la ventana, "¡Muera
Agustín Lara!"— no lo oyeron más que los arrieros que iban pasando por el
Triunfo de Bustos con una carga de carbón—, los demás, hicimos, con la colaboración
de Sarita, una pirámide sobre una mecedora, parecida a las que hacen los
motociclistas de tránsito los días veinte de noviembre. Rocafuerte y Gloria,
por su parte, fueron descubiertos besándose detrás de una puerta —exactamente
en el lugar en que Sarita me había tendido una celada un rato antes.
—¡Este es el
preludio de un suicidio!— dije para mis adentros, mientras los demás se reían
de los enamorados y éstos se ruborizaban.
Inmediatamente
después de este descubrimiento, salimos a los balcones. Estábamos sudorosos, de
buen humor, un poco excitados, borrachos. Hacía un fresco muy agradable.
Malagón me preguntó, refiriéndose a Sarita:
—¿Traerá calzones?
Había querido
acomodarse junto a ella, pero no cupo y tuvo que irse al otro balcón,
junto a Gloria. Yo hubiera cambiado con
él de lugar, pero Sarita me tenía agarrado y no me soltó.
Estuvimos un
rato platicando, mirando el cielo, el empedrado, los pichones volando, cuando
empezó el insulto.
Los que
estábamos en el balcón de las Tres Cruces, no vimos nada al principio. Ni oímos
bien. El sonido de una voz lejana se mezcló con el de nuestra conversación, sin
interrumpirla hasta que llegó hasta nosotros con toda claridad una frase.
—¡. . . no tiene usted consideración. . .!
Era la voz de una mujer airada, que hablaba a
gritos.
—¿Será un pleito? —preguntó Sebastián
Montaña.
—¡... la honra de mi hija. . .!
Parecía un pleito
muy interesante. Como la voz nos llegaba del lado de la calle del Triunfo de
Bustos, decidimos cambiar de balcón para oír mejor. Al entrar en el recibidor
vimos las espaldas de los cuatro que estaban apoyados en el barandal. Los
gritos retumbaban. Hasta que Gloria habló comprendí que el pleito era con uno
de los que estábamos allí. Ella dijo:
—Mamá, por
favor, serénate, porque estás haciendo el ridículo —habló con voz calmada pero
firme.
Me acerqué a la
ventana y sobre el hombro de Espinoza vi lo que pasaba en la calle. La
Rapaceja, con la boca abierta, estaba en la acera de enfrente. El Doctor, que
parecía resignado, tenía la cabeza entre
las manos y los codos apoyados en el capacete del coche negro. En nuestro
bando, Gloria estaba sonrojada y Rocafuerte blanco como un papel. Lo vi quitar
la mano que había estado sobre la cadera de Gloria y ponerla sobre el barandal.
La Rapaceja, en
diez segundos de vociferación, expuso las horas de angustia de una familia
decente. La hija ha desaparecido —es decir, no llegó a las dos de la tarde,
como es la costumbre—, telefonazos a las amigas, se reciben noticias
alarmantes: alguien la ha visto en la Flor de Cuévano, platicando con el novio,
se le vio en un coche que iba rumbo a los jardines del señor Cruchet. ¡Alarma!
Aguacero. Son las cinco de la tarde y la hija, que apenas tiene veintiún años,
no ha regresado. Telefonazos a la morgue. Inútil. Ninguno de los cadáveres que
están en la plancha responde a las señas de Gloria. Desesperados, los padres
salen en el coche a buscarla por la ciudad. ¿Y dónde la encuentran? Abrazada
del novio, en el balcón de una casa extraña, que da a una de las calles más
transitadas de Cuévano, dando qué decir a los que pasan. Por si fuera poco, se
oyen risas y música.
La Rapaceja a
Rocafuerte, para terminar: —El honor de una mujer es un espejo que cualquier
aliento fétido empaña.
Rocafuerte, por supuesto, no sabe qué
contestar y se queda mudo.
Sebastián se abre paso hasta llegar al balcón.
—Elvirita, un momento, es un ágape
académico. Tu hija no está entre pelafustanes ni entre desconocidos, sino entre
lo más selecto del profesorado de la Universidad de Cuévano. Estamos en casa
del licenciado Espinoza —lo señala, está limpiando sus anteojos—, hay damas
presentes —Sarita, con el escote bajado, por el calor—, y yo aquí presido. Te
juro, Elvirita, que no he perdido de vista a Gloría un solo instante: su
comportamiento ha sido intachable, y el de este muchacho —la mano en el hombro
de Rocafuerte— no se ha apartado un milímetro de lo que debe esperarse de un
caballero. Si quieren comprobar que todo está en orden, ¿por qué no pasan un
ratito? Por toda respuesta, la Rapaceja le dijo a Gloría: —Nos vamos a la casa.
Baja inmediatamente. Y Gloria le contestó: — No bajo.
No levantó la
voz. Estaba furiosa, pero se contenía. Se veía mejor que cuando la vi empapada
en el aguacero. Mientras más difícil era la situación en que se encontraba, más
me gustaba. Su madre repitió la orden:
—¡Gloria, baja!. . . ¡Te ordeno que bajes!. . . El Doctor
intervino:
—Gloria, ¿qué no ves que tu mamá está muy
nerviosa?
—¿Qué no me oyes? ¡Que bajes inmediatamente!.
. . ¡Gloria. . .!
Gloria, que se
había quedado sola en el balcón, porque los demás se habían ido retirando ante
el ataque de la Rapaceja, tomó ambas hojas de la vidriera y la cerró, sin
esperar a que su madre terminara de gritar. Después, deliberadamente, echó el
picaporte.
Mientras
tanto, los demás tropezábamos unos con otros en la habitación, haciendo
comentarios en voz baja: "¡esto fue un plato!", "parece película
de Niñón Sevilla", "¿te fijaste cómo echaba espuma por la
boca?", etc.
Gloria fue a
donde estaba Rocafuerte y delante de todos lo besó en la boca. Los demás,
discretamente, salimos al pasillo, para no presenciar este acto —un beso largo
y salivoso, al principio del cual, por cierto, Rocafuerte no hallaba dónde
poner las manos, que colocó más tarde en los costados de Gloría, cerca del
nacimiento de los pechos, una indecencia—.
—¿Qué te
parece? —le pregunté a Carlitos Mendieta, con quien había entrado en la
biblioteca a buscar una botella de aguardiente que se había extraviado.
—Ay, muy divertido —me contestó—, una de las
tardes más agradables de mi vida.
—¿Sí? Pues a mí me parece el
principio de un suicidio. Carlitos se quedó muy extrañado.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Porque van a
cogerse a Gloria. . . —al oírme expresar de esta manera, comprendí que estaba
perdiendo los estribos, pero seguí hablando— y está enferma del corazón.
Dejé a
Carlitos en la biblioteca con la boca abierta y salí al pasillo con la botella,
allí estaban Sebastián, Malagón, Espinoza y Sarita, en conciliábulo.
—En rigor, estamos obligados —decía Espinoza.
—Además, no
es ninguna molestia, porque nos vamos mañana en la mañana —decía Sarita.
—Pero se echan dos enemistades muy serias
—dijo Sebastián Montaña.
—A mí no me importa —dijo Sarita, y
dirigiéndose a su marido—, ¿te importa a ti?
—Para nada.
—Entonces voy a hacerlo
—dijo Sarita y entró en el recibidor. Sebastián me explicó:
—Parece que
Gloria no quiere regresar a su casa y Sarita va a invitarla a que se quede en ésta, y que viva aquí mientras ellos están
en México.
Aquél hubiera
sido el momento de intervenir. Entrar en el recibidor y decir: "este
matrimonio no se puede llevar a cabo, porque hay un impedimento". Pero
como hubiera sido demasiado ridículo, decidí callar para siempre.
Se oían las voces:
—Pero es mucha molestia. . .
—Ninguna. . .
nosotros nos vamos a las once. . . te quedas aquí como si estuvieras en tu
casa. . .
Sarita hablaba
dirigiéndose a los dos, como si fueran marido y mujer, o, mejor, como si los
estuviera casando. ¡Y les entregó las llaves! Gloria estaba encantada;
Rocafuerte había envejecido diez años.
Los Pórtico se
arrepintieron de no haber ido al día de campo, ni a la comida en casa de los
Espinoza. —Nous sommes desolés —dijo Ricardo, cuando Espinoza, Malagón y Carlitos
Mendieta, arrebatándose la palabra uno al otro, terminaron de reconstruir la
escena de lo que iba a pasar a la mitología cuevanense, como "el insulto".
Estábamos en
el Pascualito, esperando a que comenzara la conferencia. Yo quedé en el extremo
de la fila y no intervine en la conversación. Yo sí que me sentía desolado.
Los
estudiantes que llenaban la sala prorrumpieron en un aplauso motivado en parte
por la perspectiva del fin de cursos. Todo el mundo estaba de buen humor, menos
yo. En el estrado estaban Sebastián y Rivarolo (de bastón). Este último vestía
impecablemente, de azul marino, con un pedacito de vendaje blanco asomando por
el tobillo —decían que el médico que lo
vendó había diagnosticado "luxación compuesta"—. Al sentarse
hizo un gesto de dolor. Sebastián, al hacer la presentación, nos advirtió que
estábamos a punto de escuchar al Newton de la crítica histórica, después bajó
del estrado y fue a sentarse en la primera fila. El conferenciante se caló las
gafas con parsimonia, echó una mirada a las notas que tenía enfrente y luego, levantando la cara, como un
poco sorprendido por haber encontrado algo muy interesante, dijo:
—O fortunatus nimium, sua si bona norint,
Agrícolas.
El resto de
la hora y media que duró la conferencia, lo dediqué a observar narices: en un
cuarto cerrado, se van poniendo lustrosas, las de base ancha corresponden a
gente más bien terca que inteligente, con la edad, los poros se van abriendo,
como cráteres lunares, por las fosas de las mujeres no asoman pelos, etc.
El aplauso
final me sacó de mi ensimismamiento. El joven Angarilla, en la tercera fila,
parecía entusiasmado. Se había puesto de pie para aplaudir. Nosotros nos
levantamos y aplaudiendo nos abrimos paso hasta llegar al estrado. Malagón, que
caminaba a mi lado, me preguntó, sin dejar de aplaudir:
—¿Tú crees que Sarita se deje?
—¿Cómo dices?
—Que si crees que Sarita se deje.
Nos separamos.
Malagón dio la vuelta por un lado de la mesa y yo por el otro, para felicitar a
Rivarólo y decirle lo interesante que nos había parecido su conferencia.
Después tuvimos que ayudarlo a bajar del estrado.
Salimos del
Pascualito, cruzamos el patio, salimos a la calle y fuimos caminando, en bola,
interrumpiendo el tránsito, hasta el café de don Leandro, que quedaba a diez
puertas, pero para recorrer la distancia tardamos diez minutos, porque Rivarolo
titubeaba un rato antes de dar cada paso.
Se oían comentarios culteranos.
—A mí, francamente, me
interesa más el problema de la oscuridad en Sor Juana, etc. Malagón me agarró
del brazo.
—Tengo que
contarte una cosa —me dijo—. Sarita y yo nos quedamos solos en la biblioteca un
momento, y yo le dije: "Sarita, yo quiero poseerla". ¿Qué te parece?
No está mal,
¿verdad?
—¿Y ella qué te contestó? —le pregunté, con
cierta aspereza.
—Nada. Salió del
cuarto riéndose. Pero no me dijo que estuviera faltándole al respeto, ni nada
de eso. Ya es adelanto, ¿no crees?
Me le quedé
mirando: tenía anteojos gruesos, dientes manchados, bigotes disparejos, ya no
era joven. . . Comprendí que no le tenía rencor. El comportamiento de Sarita,
en cambio, me tenía asombrado.
—Pues sí —le dije—, sí es adelanto.
El sonrió
satisfecho, se metió entre el grupo y lo perdí de vista. Ricardo Pórtico
parecía muy preocupado:
—Óyeme, este asunto de Gloria se está
poniendo demasiado serio para no hacer nada.
—Pues es lo que yo he estado pensando toda la
tarde, pero no me atreví a intervenir.
Habíamos
llegado al café. Don Leandro, que nos había estado esperando, salió a
recibirnos en el umbral.
—Me hubiera
interesado mucho asistir a su conferencia —dijo a Rivarolo, al estrecharle la
mano—, pero desgraciadamente. . . —no se entendió lo que dijo.
Nos llevó a
la mesa que le gustaba a Sebastián, nos sentamos. Rivarolo quedó entre
Sebastián y el joven Angarilla.
—¿Y a este tipo quién lo
invitó? —preguntó Espinoza. La pregunta recorrió la mesa sin hallar respuesta.
Sebastián y
Rivarolo intercambiaron cortesías y modestias: "quedó muy claro lo que
dijo", "yo hubiera querido ser más conciso", etc.
—Le recomiendo las enchiladas.
Hubo la
confusión de costumbre: unos no hallaban por qué decidirse, si por las
enchiladas o por los frijoles refritos, don Leandro no entendió cuántas cubas
libres habíamos pedido, alguien cambió de opinión, en vez del brandy con soda.
. .
Malagón no
estaba en la mesa. Hubo un rato de conversación dispersa y de pronto, Rivarolo
se quedó callado. Acababa de darse cuenta de que estaba rodeado de obras de
arte: los murales. Primero miró a su alrededor, después se caló las gafas y
fijó la vista en un punto de la pared,
por último se las quitó y entrecerró los ojos. Los demás lo mirábamos sin atrevernos casi a respirar. —¿Qué es esto? —preguntó
por fin. Aunque la pregunta no era muy alentadora, Sebastián Montaña se atrevió
a decir: —Unos murales. —Son una mierda irredenta. El mal estaba hecho. La
cordialidad había sido destruida. Pero podíamos haber seguido comiendo, en
silencio, ofendidos en lo más íntimo, pero sin necesidad de confesar que
nosotros éramos los pintores. Esto hubiera pasado si en la mesa no hubiéramos
estado más que el insultante y los insultados. ¡Pero había un intruso! El joven
Angarilla. A Sebastián no le quedó más remedio que explicar:
—Pues sabe
usted, que una noche. Cuando supo quiénes eran los autores, Rivarolo se puso
como jitomate, volvió a examinar los murales y empezó a encontrarles virtudes.
—Es pintura muy sincera —dijo. —¡Qué va! —contestamos— ¡Si son pura broma! Los
hicimos a la carrera.
La cena fue
consumida en un silencio glacial. Al terminar el café, acompañamos al
visitante, no al Padilla, como era costumbre, sino al sitio de coches más
cercano.
Angarilla se
había despedido en la puerta del café, y cuando se alejaba, Espinoza me había
dicho:
—Si algún día este cabrón me pide de sinodal,
lo trueno.
Al llegar al sitio de coches, Sebastián, en
vez de abrazar a Rivarolo, le dio la mano.
—Que pase usted buena noche —le dijo.
El coche arrancó.
Todavía se veían las calaveras cuando Sebastián levantó los ojos al cielo,
cerró los puños, dio un taconazo y dijo:
— ¡Carajo, me
fajo, me rajo, me cago y me acongojo . . .! —se dio cuenta de que había una
dama presente—. ¡Ay, perdóname, Justinita, ya te falté al respeto!
Para tranquilizarlo, Justine dijo:
—Te advierto
que la misma conferencia que oí esta noche, la oí hace cinco años en Caracas,
dicha por otro individuo y aplicada a Pico de la Mirándola.
Fuimos por el
pasaje donde venden los churros echando pestes a Rivarolo. "Yo sí noté que
para ser tan elocuente no había dicho nada interesante!", "¡qué
criterio tan pobre de juicio!", "¡qué metida de pata dio este
tipo!", etc. Cuando salimos al Triunfo de Bustos —el estado de ánimo
general nos impulsaba irresistiblemente hacia la casa de Espinoza a seguir
bebiendo—, vimos a Gloria y a Rocafuerte, que regresaban de cenar en la Flor de
Cuévano y se dirigían al Thunderbird, que estaba estacionado frente a la casa
de los Espinoza.
Los saludamos
como si tuviéramos meses de no verlos. Rocafuerte iba a llevar a Gloria a su
casa —nos explicó todo esto minuciosamente para que viéramos que no iba a
cometerse ninguna inmoralidad aquella noche—, en donde ella iba a tener un
pleito con la familia, pasar la noche y hacer sus maletas. Al día siguiente, a
las once, iría a instalarse en casa de los
Espinoza —que salían para México en el autobús de esa hora—, y
Rocafuerte comenzaría los trámites para casarse lo más pronto posible.
—Yo le
prometo, licenciado —le dijo a Espinoza—, que sabremos corresponder a este
favor tan grande que nos está usted haciendo al prestarnos su casa. No se
cometerá en ella ninguna inmoralidad. Cuando yo tenga todo arreglado vendré por
Gloria, para llevarla a la iglesia.
En su nueva
personalidad de novio responsable era todavía más repulsivo que como joven de
porvenir. Espinoza contestó algo así como que yo los dejo en mi casa y no me
importa lo que pase en ella. Gloria, que estaba muy emocionada por el apoyo que
le habíamos dado, se despidió de todos de beso —era la primera vez que me
besaba— y después abrió la puerta de la casa con la llave que Sarita le había
prestado, para que entráramos. Se subieron en el coche y se fueron. Nosotros
entramos en la casa de Espinoza.
Lo que pasó
después fue confuso. Estábamos subiendo los escalones del vestíbulo, cuando
oímos que Espinoza, que iba a la cabeza y entraba en ese momento en el
recibidor decía, "¡hola!".
Cuando entré
en el recibidor vi, por entre las cabezas de los que iban adelante, algo que
parecía casi natural. Sarita y Malagón estaban sentados en el sofá. Sarita se
veía muy tranquila.
—¿Cómo entraron? —preguntó.
Malagón estaba demudado.
Ambos tenían en
las manos algo. ¿Tarjetas postales? ¿Fotografías? En el sofá, al lado de
Malagón, había un objeto que yo conocía, pero que casi había olvidado: la
cajita metálica de pastillas para la tos.
La escena no
era dramática. No se parecía a la que Sarita y yo habíamos imaginado con tanto
detalle: Espinoza descubriendo a su mujer en adulterio. Más bien correspondía a
otra situación: la dueña de la casa tiene visita y entra un grupo cuando ella
menos se lo espera.
Después supe
que yo era el único que había visto la cajita. Probablemente a nadie se le
hubiera ocurrido examinar las fotografías que ellos tenían en las manos si
Malagón no mete la pata. Mientras Espinoza explicaba a Sarita que Gloria había
abierto la puerta con la llave, etc., Malagón le quitó a Sarita las fotos que
ella tenía, y juntándolas con las suyas quiso guardarlas, atrayendo la atención
a la cajita metálica, que Espinoza, Carlitos y yo conocíamos.
Espinoza creció como dos centímetros.
—¿Qué significa esto? —preguntó con voz
impostada.
Ocurrió lo
que nadie esperaba. En vez de dar explicaciones, o esperar a que Sarita las
diera —que hubiera sido lo más prudente—, Malagón se puso de pie con rapidez,
llegó a la ventana de un salto, bajó el picaporte, abrió la vidriera y brincó
por el balcón a la calle del Triunfo de Bustos. Fue la segunda luxación
compuesta de aquella fecha.
Cuando nos
recuperamos del pasmo empezó la confusión. Espinoza apretó las quijadas y gritó
entre dientes una palabra que yo no lo hubiera creído capaz de pronunciar:
"canalla". Aunque nadie trató de impedirle el paso, chocó contra
todos antes de llegar a la puerta. Dejó abierta la de la calle.
—Yo no entiendo qué pasa —dijo Justine.
—¡Está furioso —dijo
Sebastián—, lo va a matar! —y salió corriendo. Carlitos y yo, sin ponernos de
acuerdo, lo seguimos.
Cuando iba yo
corriendo por el callejón de Loreto, comprendí que me urgía tomar una decisión:
la figura de Espinoza iba creciendo, porque corría más despacio que yo, y
Malagón llegaba apenas en ese momento, cojeando, a donde desemboca el callejón
en la plaza de la Libertad. Es decir, que en diez segundos iba a alcanzar al
perseguidor y al perseguido. Carlitos y Sebastián se habían quedado muy atrás.
¿Qué actitud tomar? ¿Por qué corría yo? ¿Para evitar que Espinoza golpeara a
Malagón? ¿O para ayudar a golpearlo? Después de todo, yo también tenía derecho
a sentirme ofendido, ¿o no?
En ese
momento, mis dudas se resolvieron. Malagón no pudo más y se sentó en la
banqueta, Espinoza lo alcanzó, y en vez de patear al que estaba sentado, le
dijo:
—¡Te conmino perentoriamente a que me pidas
perdón!
—Sí, perdón,
perdón —dijo Malagón y levantó los brazos para atajar los golpes imaginarios
que nadie le daba.
Esta actitud
derrotista puso malas ideas en la cabeza de Espinoza, que le dio un golpe a
Malagón en la cabeza y se lastimó la mano.
—Calma —les dije y empecé a jadear.
—Este tipo. . . —empezó a decir Espinoza y no
pudo seguir hablando.
Llegaron
Carlitos y Sebastián Montaña, también sofocados. Carlitos, que se consideraba
cardiaco, se daba aire con la mano, Sebastián tuvo que aflojarse la corbata por
primera vez en la historia, Malagón puso los codos en las rodillas y apoyó la
cabeza en las manos, mirando al adoquín.
Por fin,
cuando cobró el aliento, Sebastián Montaña, con tacto admirable, echó el
discurso de la carne es flaca:
—No voy a
tratar de demostrar que la actitud de Isidro —Malagón— no sea reprensible. Lo es, y mucho. ¿Pero quién de nosotros no ha
sido víctima de vez en cuando de sus matas pasiones? ¿Quién no ha sido tentado
por el demonio de la carne? ¿Quién no ha caído
en la tentación? Después de demostrar que las acciones de Isidro pueden ser
reprensibles, pero que son, como no, perdonables, estudiemos el otro aspecto de
la situación, más edificante: ¿Qué ha pasado en realidad? Nada absolutamente.
Tu honor, Espinoza, está a salvo. Y te lo decimos todos los que estamos aquí.
¿Gracias a quién? A Sarita, tu esposa, que se portó con una discreción
admirable. Vio las fotos, porque no le quedaba más remedio, para no ofender al
amigo de la casa, pero no cedió, ni perdió su nivel de gran señora. ¿No están
ustedes de acuerdo, muchachos?
Carlitos y yo dijimos que sí.
—Entonces —siguió
Sebastián—, yo te pido, ofendido, que le des la mano a tu ofensor, y que nos
vayamos todos juntos a tomar una última copita. Yo los invito a mi casa.
Entonces, nadie sabe por qué, se enfureció
Espinoza.
—¡Traición
—gritó—, soy un cornudo! —como alguien encendió una luz en un segundo piso,
bajó la voz y dijo en un susurro —¡Yo a éste lo mato!
Sebastián y
Carlitos Mendieta le decían cosas en voz baja, para tranquilizarlo. Espinoza
seguía furioso, pero se fue yendo con ellos hacia su casa. Cuando los tres se
alejaban, cuesta abajo, por el callejón de Loreto, me senté en la banqueta, al
lado de Malagón.
—¡Ay, Paco, qué mala suerte la mía! —me dijo—
¡Qué vergüenza tengo!
Para
distraerlo le pregunté por qué cojeaba, y él se quitó el zapato. Tenía el
tobillo inflamado. Como ninguno de los dos traía pañuelo, lo vendé con su
propia corbata. Él sacó un cigarro y lo encendió.
—Después de todo
—dijo—, la cosa pudo haber sido peor. Hice el ridículo, pero entre ustedes. Si
todo esto pasa una hora antes, me hubiera visto la gente que sale del cine. ¿Te
das cuenta? ¡Ser humillado ante setecientos cuevanenses!
Dejó pasar un rato y después dijo:
—Hubiera sido cuestión de irme a vivir a otro
pueblo. ¿Y a dónde me voy, Paco, si yo nací
aquí?
Estaba muy angustiado. Para tranquilizarlo,
traté de hablar de otra cosa. Le conté lo
que
había pasado en el café de don Leandro, lo
que había opinado Rivarolo de nuestros murales. El parecía que me escuchaba
atento, pero de vez en cuando me interrumpía para preguntarme:
—¿Habré perjudicado a
Sarita? O bien:
—¿Habré destruido un hogar, Paco?
Después, pareció interesarse
por lo que yo le estaba contando y discutimos a Rivarolo. Estuvimos allí mucho
rato, fumando. Hacía frío.
Pasaron un policía y un perro, caminando en direcciones opuestas.
Hablé del otro suceso interesante del día, de Gloria. Dije:
—Delante de todos, Rocafuerte se comprometió a ir a sacarla, virgen,
de casa de los Espinoza, para llevarla a la iglesia.
Malagón rió por primera vez.
—¡Qué tipo tan cursi!
—Bueno —le dije—. Después de todo, más le vale cumplir esa promesa.
Si no, ¿té imaginas, con un cadáver en casa prestada? En el lío en que se mete.
—¿Por qué con un cadáver?
—El de Gloria.
—¿Por qué el de Gloria?
—Porque está enferma.
—¿Está enferma? ¿De qué?
—Del corazón. Tú me dijiste.
—¿Yo te dije que Gloria está enferma del corazón?
—Sí. La noche en que estuviste en la comisaría y que nos fuimos
cantando hasta la presa de los Atribulados, tú me dijiste, cuando estábamos
esperando el camión fuera del hotel Padilla, que Gloria estaba enferma del corazón y que
todos los médicos están de acuerdo en que cuando tenga el primer orgasmo, se va
a quedar muerta.
Malagón
me miraba fijamente
mientras yo hablaba.
Su rostro se fue transformando.
Parecía divertido, después, admirado.
—Oye —me dijo
al final—, qué ingenioso soy a veces, cuando estoy borracho. ¡Las cosas que se
me ocurren!
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