Andaba al
garete, sin saber por dónde continuar la vida, una noche de guerra en que la
célebre viuda de Nazaret se refugió aterrada en su casa, porque la suya había
sido destruida por un cañonazo, durante el sitio del general rebelde Ricardo
Gaitán Obeso.
Fue Tránsito
Ariza la que agarró la ocasión al vuelo y mandó a la viuda para el dormitorio del
hijo, con el pretexto de que en el suyo no había lugar, pero en realidad con la
esperanza de que otro amor lo curara del que no lo dejaba vivir. Florentino
Ariza no había vuelto a hacer el amor desde que fue desvirginizado por Rosalba
en el camarote del buque, y le pareció natural, en una noche de emergencia, que
la viuda durmiera en la cama y él en la hamaca. Pero ya ella había decidido por
él. Sentada en el borde de la cama donde Florentino Ariza estaba acostado sin
saber qué hacer, empezó a hablarle de su dolor inconsolable por el marido
muerto tres años antes, y mientras tanto iba quitándose de encima y arrojando
por los aires los crespones de la viudez, hasta que no le quedó puesto ni el
anillo de bodas. Se quitó la blusa de tafetán con bordados de mostacilla, y la
arrojó a través del cuarto en la poltrona del rincón, tiró el corpiño por encima
del hombro hasta el otro lado de la cama, se quitó de un solo tirón la falda
talar con el pollerín de volantes, la faja de raso del liguero y las fúnebres
medias de seda, y lo esparció todo por el piso, hasta que el cuarto quedó
tapizado con las últimas piltrafas de su duelo. Lo hizo con tanto alborozo, y
con unas pausas tan bien medidas, que cada gesto suyo parecía celebrado por los
cañonazos de las tropas de asalto, que estremecían la ciudad hasta los
cimientos. Florentino Ariza trató de ayudarla a soltar el broche del ajustador,
pero ella se le anticipó con una maniobra diestra, pues en cinco años de devoción
matrimonial había aprendido a bastarse de sí misma en todos los trámites del amor,
incluso sus preámbulos, sin ayuda de nadie. Por último se quitó los calzones de
encaje, haciéndolos resbalar por las piernas con un movimiento rápido de
nadadora, y se quedó en carne viva.
Tenía
veintiocho años y había parido tres veces, pero su desnudez conservaba intacto
el vértigo de soltera. Florentino Ariza no había de entender nunca cómo unas ropas
de penitente habían podido disimular los ímpetus de aquella potranca cerrera
que lo desnudó sofocada por su propia fiebre, como no podía hacerlo con el
esposo para que no la creyera una corrompida, y que trató de saciar en un solo
asalto la abstinencia férrea del duelo, con el aturdimiento y la inocencia de
cinco años de fidelidad conyugal.
Antes de esa
noche, y desde la hora de gracia en que su madre la parió, no había estado nunca
ni siquiera en la misma cama con un hombre distinto del esposo muerto. No se
permitió el mal gusto de un remordimiento. Al contrario. Desvelada por las bolas
de candela que pasaban zumbando sobre los tejados, siguió evocando hasta el amanecer
las excelencias del marido, sin reprocharle otra deslealtad que la de haberse muerto
sin ella, y redimida por la certidumbre de que nunca había sido tan suyo como
lo era entonces, dentro de un cajón clavado con doce clavos de tres pulgadas, y
a dos metros debajo de la tierra.
-Soy feliz
-dijo- porque sólo ahora sé con seguridad dónde está cuando no está enla casa.
Aquella noche
se quitó el luto, de un solo golpe, sin pasar por el intermedio ocioso de las
blusas de florecitas grises, y su vida se llenó de canciones de amor y trajes provocativos
de guacamayas y mariposas pintadas, y empezó a repartir el cuerpo a todo el que
quisiera pedírselo. Derrotadas las tropas del general Gaitán Obeso, al cabo de sesenta
y tres días de sitio, ella reconstruyó la casa desfondada por el cañonazo, y le
hizo una hermosa terraza de mar sobre las escofieras, donde en tiempos de
borrasca se ensañaba la furia del oleaje. Ese fue su nido de amor, como ella lo
llamaba sin ironía, donde sólo recibió a quien fue de su gusto, cuando quiso y
como quiso, y sin cobrar a nadie ni un cuartillo, porque consideraba que eran
los hombres los que le hacían el favor. En casos muy contados aceptaba un
regalo, siempre que no fuera de oro, y era de manejos tan hábiles que nadie
hubiera podido mostrar una evidencia terminante de su conducta impropia. Sólo
en una ocasión estuvo al borde del escándalo público, cuando corrió el rumor de
que el arzobispo Dante de Luna no había muerto por accidente con un plato de
hongos equivocados, sino que se los comió a conciencia, porque ella lo amenazó con
degollarse si él persistía en sus asedios sacrílegos. Nadie le preguntó si era
cierto, ni nunca habló de eso, ni cambió nada en su vida. Era, según ella decía
muerta de risa, la única mujer libre de la provincia.
La viuda de
Nazaret no faltó nunca a las citas ocasionales de Florentino Ariza, ni aun en
sus tiempos más atareados, y siempre fue sin pretensiones de amar ni ser amada,
aunque siempre con la esperanza de encontrar algo que fuera como el amor, pero
sin los problemas del amor. Algunas veces era él quien iba a su casa, y entonces
les gustaba quedarse empapados de espuma de salitre en la terraza del mar,
contemplando el amanecer del mundo entero en el horizonte. Él puso todo su
empeño en enseñarle las trapisondas que había visto hacer a otros por los
agujeros del hotel de paso, así como las fórmulas teóricas pregonadas por
Lotario Thugut en sus noches de juerga. La incitó a dejarse ver mientras hacían
el amor, a cambiar la posición convencional del misionero por la de la
bicicleta de mar, o del pollo a la parrilla, o del ángel descuartizado, y estuvieron
a punto de romperse la vida al reventarse los hicos cuando trataban de inventar
algo distinto en una hamaca. Fueron lecciones estériles. Pues la verdad es que ella
era una aprendiza temeraria, pero carecía del talento mínimo para la
fornicación dirigida. Nunca entendió los encantos de la serenidad en la cama,
ni tuvo un instante de inspiración, y sus orgasmos eran inoportunos y epidérmicos:
un polvo triste.
Florentino Ariza vivió mucho tiempo en el
engaño de ser el único, y ella se complacía en que lo creyera, hasta que tuvo
la mala suerte de hablar dormida. Poco a poco, oyéndola dormir, él fue
recomponiendo a pedazos la carta de navegación de sus sueños, y se metió por entre
las islas numerosas de su vida secreta. Así se enteró de que ella no pretendía casarse
con él, pero se sentía ligada a su vida por la gratitud inmensa de que la
hubiera pervertido. Muchas veces se lo dijo:
-Te adoro
porque me volviste puta.
Dicho de otro
modo, no le faltaba razón. Florentino Ariza la había despojado de la virginidad
de un matrimonio convencional, que era más perniciosa que la virginidad congénita
y la abstinencia de la viudez. Le había enseñado que nada de lo que se haga en
la cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor. Y algo que había de ser
desde entonces la razón de su vida: la convenció de que uno viene al mundo con
sus polvos contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena,
voluntaria o forzosa, se pierden para siempre. El mérito de ella fue tomarlo al
pie de la letra. Sin embargo, porque creía conocerla mejor que nadie,
Florentino Ariza no podía entender por qué era tan solicitada una mujer de
recursos tan pueriles, que además no paraba de hablar en la cama de su congoja
por el esposo muerto. La única explicación que se le ocurrió, y que nadie pudo
desmentir, fue que a la viuda de Nazaret le sobraba en ternura lo que le faltaba
en artes marciales. Empezaron a verse con menos frecuencia a medida que ella ensanchaba
sus dominios, y a medida que él exploraba los suyos tratando de encontrar alivio
a sus viejas dolencias en otros corazones desperdigados, y por fin se olvidaron
sin dolor.
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