martes, 9 de febrero de 2016

El amor en los tiempos del cólera Paginas 84-85 - Gabriel García Márquez

Andaba al garete, sin saber por dónde continuar la vida, una noche de guerra en que la célebre viuda de Nazaret se refugió aterrada en su casa, porque la suya había sido destruida por un cañonazo, durante el sitio del general rebelde Ricardo Gaitán Obeso.
Fue Tránsito Ariza la que agarró la ocasión al vuelo y mandó a la viuda para el dormitorio del hijo, con el pretexto de que en el suyo no había lugar, pero en realidad con la esperanza de que otro amor lo curara del que no lo dejaba vivir. Florentino Ariza no había vuelto a hacer el amor desde que fue desvirginizado por Rosalba en el camarote del buque, y le pareció natural, en una noche de emergencia, que la viuda durmiera en la cama y él en la hamaca. Pero ya ella había decidido por él. Sentada en el borde de la cama donde Florentino Ariza estaba acostado sin saber qué hacer, empezó a hablarle de su dolor inconsolable por el marido muerto tres años antes, y mientras tanto iba quitándose de encima y arrojando por los aires los crespones de la viudez, hasta que no le quedó puesto ni el anillo de bodas. Se quitó la blusa de tafetán con bordados de mostacilla, y la arrojó a través del cuarto en la poltrona del rincón, tiró el corpiño por encima del hombro hasta el otro lado de la cama, se quitó de un solo tirón la falda talar con el pollerín de volantes, la faja de raso del liguero y las fúnebres medias de seda, y lo esparció todo por el piso, hasta que el cuarto quedó tapizado con las últimas piltrafas de su duelo. Lo hizo con tanto alborozo, y con unas pausas tan bien medidas, que cada gesto suyo parecía celebrado por los cañonazos de las tropas de asalto, que estremecían la ciudad hasta los cimientos. Florentino Ariza trató de ayudarla a soltar el broche del ajustador, pero ella se le anticipó con una maniobra diestra, pues en cinco años de devoción matrimonial había aprendido a bastarse de sí misma en todos los trámites del amor, incluso sus preámbulos, sin ayuda de nadie. Por último se quitó los calzones de encaje, haciéndolos resbalar por las piernas con un movimiento rápido de nadadora, y se quedó en carne viva.

Tenía veintiocho años y había parido tres veces, pero su desnudez conservaba intacto el vértigo de soltera. Florentino Ariza no había de entender nunca cómo unas ropas de penitente habían podido disimular los ímpetus de aquella potranca cerrera que lo desnudó sofocada por su propia fiebre, como no podía hacerlo con el esposo para que no la creyera una corrompida, y que trató de saciar en un solo asalto la abstinencia férrea del duelo, con el aturdimiento y la inocencia de cinco años de fidelidad conyugal.
Antes de esa noche, y desde la hora de gracia en que su madre la parió, no había estado nunca ni siquiera en la misma cama con un hombre distinto del esposo muerto. No se permitió el mal gusto de un remordimiento. Al contrario. Desvelada por las bolas de candela que pasaban zumbando sobre los tejados, siguió evocando hasta el amanecer las excelencias del marido, sin reprocharle otra deslealtad que la de haberse muerto sin ella, y redimida por la certidumbre de que nunca había sido tan suyo como lo era entonces, dentro de un cajón clavado con doce clavos de tres pulgadas, y a dos metros debajo de la tierra.

-Soy feliz -dijo- porque sólo ahora sé con seguridad dónde está cuando no está enla casa.

Aquella noche se quitó el luto, de un solo golpe, sin pasar por el intermedio ocioso de las blusas de florecitas grises, y su vida se llenó de canciones de amor y trajes provocativos de guacamayas y mariposas pintadas, y empezó a repartir el cuerpo a todo el que quisiera pedírselo. Derrotadas las tropas del general Gaitán Obeso, al cabo de sesenta y tres días de sitio, ella reconstruyó la casa desfondada por el cañonazo, y le hizo una hermosa terraza de mar sobre las escofieras, donde en tiempos de borrasca se ensañaba la furia del oleaje. Ese fue su nido de amor, como ella lo llamaba sin ironía, donde sólo recibió a quien fue de su gusto, cuando quiso y como quiso, y sin cobrar a nadie ni un cuartillo, porque consideraba que eran los hombres los que le hacían el favor. En casos muy contados aceptaba un regalo, siempre que no fuera de oro, y era de manejos tan hábiles que nadie hubiera podido mostrar una evidencia terminante de su conducta impropia. Sólo en una ocasión estuvo al borde del escándalo público, cuando corrió el rumor de que el arzobispo Dante de Luna no había muerto por accidente con un plato de hongos equivocados, sino que se los comió a conciencia, porque ella lo amenazó con degollarse si él persistía en sus asedios sacrílegos. Nadie le preguntó si era cierto, ni nunca habló de eso, ni cambió nada en su vida. Era, según ella decía muerta de risa, la única mujer libre de la provincia.

La viuda de Nazaret no faltó nunca a las citas ocasionales de Florentino Ariza, ni aun en sus tiempos más atareados, y siempre fue sin pretensiones de amar ni ser amada, aunque siempre con la esperanza de encontrar algo que fuera como el amor, pero sin los problemas del amor. Algunas veces era él quien iba a su casa, y entonces les gustaba quedarse empapados de espuma de salitre en la terraza del mar, contemplando el amanecer del mundo entero en el horizonte. Él puso todo su empeño en enseñarle las trapisondas que había visto hacer a otros por los agujeros del hotel de paso, así como las fórmulas teóricas pregonadas por Lotario Thugut en sus noches de juerga. La incitó a dejarse ver mientras hacían el amor, a cambiar la posición convencional del misionero por la de la bicicleta de mar, o del pollo a la parrilla, o del ángel descuartizado, y estuvieron a punto de romperse la vida al reventarse los hicos cuando trataban de inventar algo distinto en una hamaca. Fueron lecciones estériles. Pues la verdad es que ella era una aprendiza temeraria, pero carecía del talento mínimo para la fornicación dirigida. Nunca entendió los encantos de la serenidad en la cama, ni tuvo un instante de inspiración, y sus orgasmos eran inoportunos y epidérmicos: un polvo triste.
 Florentino Ariza vivió mucho tiempo en el engaño de ser el único, y ella se complacía en que lo creyera, hasta que tuvo la mala suerte de hablar dormida. Poco a poco, oyéndola dormir, él fue recomponiendo a pedazos la carta de navegación de sus sueños, y se metió por entre las islas numerosas de su vida secreta. Así se enteró de que ella no pretendía casarse con él, pero se sentía ligada a su vida por la gratitud inmensa de que la hubiera pervertido. Muchas veces se lo dijo:

-Te adoro porque me volviste puta.


Dicho de otro modo, no le faltaba razón. Florentino Ariza la había despojado de la virginidad de un matrimonio convencional, que era más perniciosa que la virginidad congénita y la abstinencia de la viudez. Le había enseñado que nada de lo que se haga en la cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor. Y algo que había de ser desde entonces la razón de su vida: la convenció de que uno viene al mundo con sus polvos contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre. El mérito de ella fue tomarlo al pie de la letra. Sin embargo, porque creía conocerla mejor que nadie, Florentino Ariza no podía entender por qué era tan solicitada una mujer de recursos tan pueriles, que además no paraba de hablar en la cama de su congoja por el esposo muerto. La única explicación que se le ocurrió, y que nadie pudo desmentir, fue que a la viuda de Nazaret le sobraba en ternura lo que le faltaba en artes marciales. Empezaron a verse con menos frecuencia a medida que ella ensanchaba sus dominios, y a medida que él exploraba los suyos tratando de encontrar alivio a sus viejas dolencias en otros corazones desperdigados, y por fin se olvidaron sin dolor.

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