jueves, 28 de enero de 2016
Pensado muy a fondo me doy cuenta que soy un hombre egoísta, solamente escribo para mi, me aprovecho de las circunstancias o de una efímera sensación, agarro ideas y palabras de su cuello, o de sus manos o de sus ojos, o de las palabras que me dicen y las cosas que imagino. En realidad siempre ha sido todo por mi, el leer, el hablar, declamar poesía y hacer cuentos cortos, escchar la música complicada y seguir sueños incoherentes. Siempre yo, y aveces tu o ella, o aquel, o aquellos, o ustedes, pero siempre todo termina en mi, termina en yo. Pocas veces puedo ser sincero y hoy me llego una corriente pasajera de buena voluntad y aprovechando que nunca comprendes lo que digo, lo diré de manera que siga siendo así, ¿que puedes ver si no tienes manos?, las sensaciones corresponden a las de un chiquillo besando por primera vez , pero hoy no se trata de nosotros, ni de ti, ni de ella , si no completamente de mi. Y te dire un pequeño secreto : en realidad me alegra que las cosas sean así, seguiré disfrutando cuando mis palabras reboten en tus oídos mientras prendo un cigarrillo al anochecer.
Como quisiera...
Quisiera poder entrar a tu oficina, agarrarte la mano e irnos corriendo, tomar el auto y partir hacia alguna playa al azar, llegar a no se donde y quedarnos ahí, hacer una pequeña sombra en la arena y mirar juntos hacía el mas alla, después mientras tu juegas con las olas ,quedarme quieto y ver tu sonrisa sin parar. Pasar la noche en algún hostal cerca de la playa, ver tu piel requemada por el sol cuando hacemos el amor y mientras la noche pasa, reír y reír, dejar todos los recuerdos atrás. Disfrutar sin prisas ,sin preocupaciones vivir la vida en realidad. Ser solo nosotros y el infinito mar.
DE MEMORIA Y OLVIDO - Juan José Arreola
Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán. Es un valle redondo de maíz, un circo de montañas sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul y una laguna que viene y se va como un delgado sueño. Desde muyo hasta diciembre, se ve la estatura pareja y creciente de las milpas. A veces le decimos Zapotlán de Orozco porque allí nació José Clemente, el de los pinceles violentos. Como paisano suyo, siento que nací al pie de un volcán. A propósito de volcanes, la orografía de mi pueblo incluye otras dos cumbres, además del pintor: el Nevado que se llama de Colima, aunque todo él está en tierra de Jalisco. Apagado, el hielo en el invierno lo decora. Pero el otro está vivo. En 1912 nos cubrió de cenizas y los viejos recuerdan con pavor esta leve experiencia pompeyana: se hizo la noche en pleno día y todos creyeron en el Juicio Final. Para no ir más lejos, el año pasado estuvimos asustados con brotes de lava, rugidos y fumar olas. Atraídos por el fenómeno, los geólogos vinieron a saludarnos, nos tomaron la temperatura y el pulso, les invitamos una copa de ponche de granada y nos tranquilizaron en plan científico: ata bomba que tenemos bajo la almohada puede estallar tal vez hoy en la noche o un día cualquiera dentro de los próximos diez mil años. Yo soy el cuarto hijo de unos padres que tuvieron catorce y que viven todavía para contarlo, gracias a Dios, Como ustedes ven, no soy un niño consentido. Arreolas y Zúñigas disputan en mi alma como perros su antigua querella doméstica de incrédulos y devotos. Unos y otros parecen unirse allá muy lejos en común origen vascongado. Pero mestizos a buena hora, en sus venas circulan sin discordia las sangres que hicieron a México, junto con la de una monja francesa que les entró quién sabe por dónde. Hay historias de familia que más valía no contar porque mi apellido se pierde o se gana bíblicamente entre los sefarditas de España. Nadie sabe si don Juan Abad, mi bisabuelo, se puso el Arreola para borrar una última fama de converso (Abad, de abba, que es padre en arameo). No se preocupen, no voy a plantar aquí un árbol genealógico ni a tender la arteria que me traiga la sangre plebeya desde el copista del Cid, o el nombre de la espuria Torre de Quevedo. Pero hay nobleza en mi palabra. Palabra de honor. Procedo en línea recta de dos antiquísimos linajes: soy herrero por parte de madre y carpintero a título paterno. De allí mi pasión artesanal por el lenguaje. Nací el año de 1918, en el estrago de la gripa española, día de San Mateo Evangelista y Santa Ifigenia Virgen, entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos. Di los primeros pasos seguido precisamente por un borrego negro que se salió del corral, Tal es el antecedente de la angustia duradera que da color a mi vida, que concreta en mí el aura neurótica que envuelve a toda la familia y que por fortuna o desgracia no ha llegado a resolverse nunca en la epilepsia o la locura. Todavía este mal borrego negro me persigue y siento que mis pasos tiemblan como los del troglodita perseguido por una bestia mitológica. Como casi todos los niños, yo también fui a la escuela. No pude seguir en ella por razones que sí vienen al caso pero que no puedo contar: mi infancia transcurrió en medio del caos provinciano de la Revolución Cristera. Cerradas las iglesias y los colegios Juan José Arreola Confabulario religiosos, yo, sobrino de señores curas y de monjas escondidas, no debía ingresar a las aulas oficiales so pena de herejía. Mi padre, un hombre que siempre sabe hallarle salida a los callejones que no la tienen, en vez de enviarme a un seminario clandestino o a una escuela del gobierno, me puso sencillamente a trabajar. Y así, a los doce años de edad entré como aprendiz al taller de don José María Silva, maestro encuadernador, y luego a la imprenta del Chepo Gutiérrez. De allí nace el gran amor que tengo a los libros en cuanto objetos manuales. El otro, el amor a los textos, había nacido antes por obra de un maestro de primaria a quien rindo homenaje: gracias a José Ernesto Aceves supe que había poetas en el mundo, además de comerciantes, pequeños industriales y agricultores. Aquí debo una aclaración: mi padre, que sabe de todo, le ha hecho al comercio, a la industria y a la agricultura [siempre en pequeño) pero ha fracasado en todo: tiene alma de poeta. Soy autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más y menos ilustres,.. Y oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la «ente de campo. Desde 1930 hasta la ¡echa he desempeñado más de veinte oficios y empleos diferentes... He sido vendedor ambulante y periodista; mozo de cuerda y cobrador de banco. Impresor, comediante y panadero. Lo que ustedes quieran. Sería injusto si no mencionara aquí al hombre que me cambió la vida. Louis Jouvet, a quien conocí a su paso por Guadalajara, me llevó a París hace veinticinco años. Ese viaje es un sueño que en vano trataría de revivir; pisé las tablas de la Comedia Francesa: esclavo desnudo en las galeras de Antonio y Cleopatra, bajo las órdenes de Jean Louis Barrault y a los pies de Marie Bell. A mi vuelta de Francia, el Fondo de Cultura Económica me acogió en su departamento técnico gracias a los buenos oficios de Antonio Alatorre, que me hizo pasar por filólogo y gramático. Después de tres años de corregir pruebas de imprenta, traducciones y originales, pasé a figurar en el catálogo de autores (Varia invención apareció en Tezontle, 1949). Una última confesión melancólica. No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. Desconfío de casi toda la literatura contemporánea. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana: en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiente. Al emprender esta edición definitiva, Joaquín Díez-Canedo y yo nos hemos puesto de acuerdo para devolverle a cada uno de mis libros su más clara individualidad. Por azares diversos, Varia invención, Confabulario y Bestiario se contaminaron entre sí, a partir de 1949. (La feria es un caso aparte.) Ahora cada uno de esos libros devuelve a los otros lo que no es suyo y recobra simultáneamente lo propio. Este Confabulario se queda con los cuentos maduros y aquello que más se les parece. A Varia invención irán los textos primitivos, ya para siempre verdes. El Bestiario Juan José Arreola Confabulario tendrá Prosodia de complemento, porque se trata de textos breves en ambos casos: prosa poética y poesía prosaica. (No me asustan los términos.) ¿Y a quién finalmente le importa si a partir del quinto volumen de estas obras completas o no, todo va a llamarse confabulario total o memoria y olvido? Sólo me gustaría apuntar que confabulados o no, el autor y sus lectores probables sean la misma cosa. Suma y resta entre recuerdos y olvidos, multiplicados por cada uno. J. J. A.
UN PACTO CON EL DIABLO - Juan José Arreola
Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el
salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.
—Perdone usted —le dije—, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en
la pantalla?
—Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
—Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
—Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel
Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
—¿Siete nomás?
—El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco
de sangre.
Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes,
pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En
tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
—En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?
—El diablo.
—¿Cómo es eso? —repliqué sorprendido.
—El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que
la cedió.
—Entonces el diablo...
—Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy
deseoso de dinero, mírelo usted.
Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se
desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:
—Ya llegarás al séptimo año, ya.
Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de
preguntar:
—Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?
El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos
de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin
mirarme:
—Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?
—Siendo así...
—En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.
Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de
Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen
a otros pensamientos:
—Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues,
el diablo le ha dado tanto? —El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los
remordimientos pueden hacerla crecer —contestó filosóficamente mi vecino, agregando
luego con malicia—: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
—¿Y si Daniel se arrepiente?...
Juan José Arreola Confabulario
Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un
movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural.
Yo insistí:
—Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...
—No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le
han ido ya de las manos a pesar del contrato.
—Realmente es muy poco honrado —dije, sin darme cuenta.
—¿Qué dice usted?
—Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir —añadí como para
explicarme.
—Por ejemplo... —y mi vecino hizo una pausa llena de interés.
—Aquí está Daniel Brown —contesté—. Adora a su mujer. Mire usted la casa que
le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.
A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.
—Perdóneme —dijo—, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.
—Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.
—Usted, ¿cumpliría?
No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia
no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa,
pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan
cambiada!
Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de
Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas,
remordimientos.
Hice un esfuerzo y dije:
—Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se
ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
—Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
—Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
—¿Su alma?
Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían
molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente
interesado en la conversación, me dijo:
—¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la
película.
No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown
confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.
Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la
pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente,
no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.
—Usted, ¿es pobre?
Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un
leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a
preguntarme:
—Usted, ¿es muy pobre?
—En este día —le contesté—, las entradas al cine cuestan más baratas que de
ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero.
Juan José Arreola Confabulario
Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al
cine.
—Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué
concepto le merece?
—Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan
de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra
vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se
improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
—Le prometo hacerme su cliente —dijo mi interlocutor, compadecido—; en esta
semana le encargaré un par de trajes.
—Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a
ponerse contenta.
—Podría hacer algo más por usted —añadió el nuevo cliente—; por ejemplo, me
gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...
—Perdón —contesté con rapidez—, no tenemos ya nada para vender: lo último,
unos aretes de Paulina...
—Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...
Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió
con voz extraña:
—Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted
llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...
Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un
letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi
turbación y dijo con voz clara y distinta:
—A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy
completamente a sus órdenes.
Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del
bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su
corbata, dijo con toda calma:
—Aquí, en la cartera, llevo un documento que...
Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su
traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y
sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra
fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana
habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa.
¿El alma?
Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego
crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.
"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a
mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas
mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo.
Bruscamente, me decidí:
—Trato hecho. Sólo pongo una condición.
El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:
—¿Qué condición?
—Me gustaría ver el final de la película —contesté.
—¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown!
Juan José Arreola Confabulario
Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta
su firma, aquí sobre esta raya.
La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro.
Añadió:
—Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.
Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:
—Necesito ver el final de la película. Después firmaré.
—¿Me da usted su palabra?
—Sí.
Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar
fácilmente dos asientos.
En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio
sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.
Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego,
preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro.
Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.
Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo.
Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso
de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia
pobreza de la casa, preguntó:
—Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta
todas las cosas que teníamos?
La mujer respondió lentamente:
—Tu alma vale más que todo eso, Daniel...
El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda
la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco
las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras
blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.
Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala,
empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y
trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.
Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé
por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más
tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.
Paulina me esperaba.
Echándome los brazos al cuello, me dijo:
—Pareces agitado.
—No, nada, es que...
—¿No te ha gustado la película?
—Sí, pero...
Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome,
y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y
confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo
reproche:
—¿Es posible que te hayas dormido?
Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado,
contesté:
Juan José Arreola Confabulario
—Es verdad, me he dormido.
Y luego, en son de disculpa, añadí:
—Tuve un sueño, y voy a contártelo.
Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía
haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.
Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba
con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.
martes, 26 de enero de 2016
Capítulos 19 - 20 Páginas 35 - 37. El Túnel - Ernesto Sábato
Naturalmente, puesto que se había casado con Allende, era lógico pensar que alguna vez debió sentir algo por ese hombre. Debo decir que este problema, que podríamos llamar "el problema Allende", fue uno de los que más me obsesionaron. Eran varios los enigmas que quería dilucidar, pero sobre todo estos dos: ¿lo había querido en alguna oportunidad?, ¿lo quería todavía? Estas dos preguntas no se podían tomar en forma aislada: estaban vinculadas a otras: si no quería a Allende, ¿a quién quería? ¿A mí? ¿A Hunter? ¿A alguno de esos misteriosos personajes del teléfono? ¿O bien era posible que quisiera a distintos seres de manera diferente, como pasa en ciertos hombres ?
Pero también era posible que no quisiera a nadie y que sucesivamente nos dijese a cada uno de nosotros, pobres diablos, chiquilines, que éramos el único y que los demás eran simples sombras,
seres con quienes mantenía una relación superficial o aparente.
Un día decidí aclarar el problema Allende. Comencé preguntándole por qué se había casado con él.
—Lo quería —me respondió.
—Entonces ahora no lo querés.
—Yo no he dicho que haya dejado de quererlo —respondió.
—Dijiste "lo quería". No dijiste "lo quiero".
—Haces siempre cuestiones de palabras y retorcés todo hasta lo increíble —protestó María—.
Cuando dije que me había casado porque lo quería no quise decir que ahora no lo quiera.
—Ah, entonces lo querés a él —dije rápidamente, como queriendo encontrarla en falta respecto
a declaraciones hechas en interrogatorios anteriores.
Calló. Parecía abatida.
—¿Por qué no respondes? —pregunté.
—Porque me parece inútil. Este diálogo lo hemos tenido muchas veces en forma casi idéntica.
—No, no es lo mismo que otras veces. Te he preguntado si ahora lo querés a Allende y me has dicho que sí. Me parece recordar que en otra oportunidad, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona que habías querido.
María volvió a quedar callada. Me irritaba en ella que no solamente era contradictoria sino que
costaba un enorme esfuerzo sacarle una declaración cualquiera.
—¿Qué contestas a eso? —volví a interrogar.
—Hay muchas maneras de amar y de querer —respondió, cansada—. Te imaginarás que ahora no puedo seguir queriendo a Allende como hace años, cuando nos casamos, de la misma manera. .
—¿De qué manera?
—¿Cómo, de que manera? Sabes lo que quiero decir.
—No sé nada.
—Te lo he dicho muchas veces.
—Lo has dicho, pero no lo has explicado nunca.
—¡Explicado! —exclamó con amargura—. Vos has dicho mil veces que hay muchas cosas que no admiten explicación y ahora me decís que explique algo tan complejo. Te he dicho mil veces que
Allende es un gran compañero mío, que lo quiero como a un hermano, que lo cuido, que tengo una
gran ternura por él, una gran admiración por la serenidad de su espíritu, que me parece muy superior
a mí en todo sentido, que a su lado me siento un ser mezquino y culpable. ¿Cómo podes imaginar,
pues, que no lo quiera?
—No soy yo el que ha dicho que no lo quieras. Vos misma me has dicho que ahora no es como cuando te casaste. Quizá debo concluir que cuando te casaste lo querías como decís que ahora me querés a mí. Por otro lado, hace unos días, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona a la que habías querido verdaderamente. María me miró tristemente.
Bueno, dejemos de lado esta contradicción —proseguí—. Pero volvamos a Allende. Decís que lo querés como a un hermano. Ahora necesito que me respondas a una sola pregunta ¿ te acostás con él?
María me miró con mayor tristeza. Estuvo un rato callada y al cabo me preguntó con voz muy
dolorida:
—¿Es necesario que responda también a eso?
—Sí, es absolutamente necesario —le dije con dureza.
—Me parece horrible que me interrogues de este modo.
—Es muy sencillo: tenés que decir sí o no.
—La respuesta no es tan simple: se puede hacer y no hacer.
—Muy bien —concluí fríamente—. Eso quiere decir que sí.
—Muy bien: sí.
—Entonces lo deseas.
Hice esta afirmación mirando cuidadosamente sus ojos; la hacía con mala intención; era
óptima para sacar una serie de conclusiones. No es que yo creyera que lo desease realmente
(aunque también eso era posible dado el temperamento de María), sino que quería forzarle a aclarar
eso de "cariño de hermano". María, tal como yo lo esperaba, tardó en responder. Seguramente, estuvo pensando las palabras. Al fin dijo:
—He dicho que me acuesto con él, no que lo desee.
—¡Ah! —exclamé triunfalmente—. ¡Eso quiere decir que lo haces sin desearlo pero haciéndole creer que lo deseás!
María quedó demudada. Por su rostro comenzaron a caer lágrimas silenciosas. Su mirada era
como de vidrio triturado.
—Yo no he dicho eso —murmuró lentamente.
—Porque es evidente —proseguí implacable— que si demostrases no sentir nada, no desearlo,
si demostrases que la unión física es un sacrificio que haces en honor a su cariño, a tu admiración
por su espíritu superior, etcétera, Allende no volvería a acostarse jamás con vos. En otras palabras: el
hecho de que siga haciéndolo demuestra que sos capaz de engañarlo no sólo acerca de tus sentimientos sino hasta de tus sensaciones. Y que sos capaz de una imitación perfecta del placer.
María lloraba en silencio y miraba hacia el suelo.
—Sos increíblemente cruel —pudo decir, al fin.
—Dejemos de lado las consideraciones de formas: me interesa el fondo. El fondo es que sos capaz de engañar a tu marido durante años, no sólo acerca de tus sentimientos sino también de tus sensaciones. La conclusión podría inferirla un aprendiz: ¿por qué no has de engañarme a mí también? Ahora Comprenderás por qué muchas veces te he indagado la veracidad de tus sensaciones. Siempre recuerdo cómo el padre de Desdémona advirtió a Ótelo que una mujer que había engañado al padre podía engañar a otro hombre. Y a mí nada me ha podido sacar de la cabeza este hecho: el que has estado engañando constantemente a Allende, durante años. Por un instante, sentí el deseo de llevar la crueldad hasta el máximo y agregué, aunque me daba cuenta de su vulgaridad y torpeza.
—Engañando a un ciego.
Ya antes de decir esta frase estaba un poco arrepentido: debajo del que quería decirla y experimentar una perversa satisfacción, un ser más puro y más tierno se disponía a tomar la iniciativa en cuanto la crueldad de la frase hiciese su efecto y, en cierto modo, ya silenciosamente, había tomado el partido de María antes de pronunciar esas palabras estúpidas e inútiles (¿qué podía lograr, en efecto, con ellas?). De manera que, apenas comenzaron a salir de mis labios, ya ese ser de abajo las oía con estupor, como si a pesar de todo no hubiera creído seriamente en la posibilidad de que el otro las pronunciase. Y a medida que salieron, comenzó a tomar el mando de mi conciencia y de mi voluntad y casi llega su decisión a tiempo para impedir que la frase saliera completa. Apenas terminada (porque a pesar de todo terminé la frase), era totalmente dueño de mí y ya ordenaba pedir perdón, humillarme delante de María, reconocer mi torpeza y mi crueldad. ¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad. En fin, ya era tarde, de todos modos, para cerrar la herida abierta en el alma de María (y esto me lo aseguraba sordamente, con remota, satisfecha malevolencia el otro yo que ahora estaba hundido allá, en una especie de inmunda cueva).
ya era irremediablemente tarde. María se incorporó en silencio, con infinito cansancio, mientras su mirada (¡cómo la conocía!) levantaba el puente levadizo que a veces tendía entre nuestros espíritus: ya era la mirada dura de unos ojos impenetrables. De pronto me acometió la idea de que ese puente se había levantado para siempre y en la repentina desesperación no vacilé en someterme a las humillaciones más grandes: besar sus pies, por ejemplo. Sólo logré que me mirara con piedad y que sus ojos se ablandasen por un instante. Pero de piedad, sólo de piedad.
Mientras salía del taller y me aseguraba, una vez más, que no me guardaba rencor, yo me hundí en una aniquilación total de la voluntad. Quedé sin atinar a nada, en medio del taller, mirando como un alelado un punto fijo. Hasta que, de pronto, tuve conciencia de que debía hacer una serie de cosas.
Corrí a la calle, pero María ya no se veía por ningún lado. Corrí a su casa en un taxi, porque supuse que ella no iría directamente y, por lo tanto, esperaba encontrarla a su llegada. Esperé en vano durante más de una hora. Hablé por teléfono desde un café: me dijeron que no estaba y que no
había vuelto desde las cuatro (la hora en que había salido para mi taller). Esperé varias horas más Luego volví a hablar por teléfono : me dijeron que María no iría a la casa hasta la noche.
Desesperado, salí a buscarla por todas partes, es decir, por los lugares en que habitualmente nos encontrábamos o caminábamos: la Recoleta, la Avenida Centenario, la Plaza Francia, Puerto Nuevo.
No la vi por ningún lado, hasta que comprendí que lo más probable era, precisamente, que caminara por cualquier parte menos por los lugares que le recordasen nuestros mejores momentos.
Corrí de nuevo hasta su casa, pero era muy tarde y probablemente ya hubiera entrado. Telefoneé nuevamente: en efecto, había vuelto; pero me dijeron que estaba en cama y que le era imposible
atender el teléfono. Había dado mi nombre, sin embargo.
Algo se había roto entre nosotros.
Pero también era posible que no quisiera a nadie y que sucesivamente nos dijese a cada uno de nosotros, pobres diablos, chiquilines, que éramos el único y que los demás eran simples sombras,
seres con quienes mantenía una relación superficial o aparente.
Un día decidí aclarar el problema Allende. Comencé preguntándole por qué se había casado con él.
—Lo quería —me respondió.
—Entonces ahora no lo querés.
—Yo no he dicho que haya dejado de quererlo —respondió.
—Dijiste "lo quería". No dijiste "lo quiero".
—Haces siempre cuestiones de palabras y retorcés todo hasta lo increíble —protestó María—.
Cuando dije que me había casado porque lo quería no quise decir que ahora no lo quiera.
—Ah, entonces lo querés a él —dije rápidamente, como queriendo encontrarla en falta respecto
a declaraciones hechas en interrogatorios anteriores.
Calló. Parecía abatida.
—¿Por qué no respondes? —pregunté.
—Porque me parece inútil. Este diálogo lo hemos tenido muchas veces en forma casi idéntica.
—No, no es lo mismo que otras veces. Te he preguntado si ahora lo querés a Allende y me has dicho que sí. Me parece recordar que en otra oportunidad, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona que habías querido.
María volvió a quedar callada. Me irritaba en ella que no solamente era contradictoria sino que
costaba un enorme esfuerzo sacarle una declaración cualquiera.
—¿Qué contestas a eso? —volví a interrogar.
—Hay muchas maneras de amar y de querer —respondió, cansada—. Te imaginarás que ahora no puedo seguir queriendo a Allende como hace años, cuando nos casamos, de la misma manera. .
—¿De qué manera?
—¿Cómo, de que manera? Sabes lo que quiero decir.
—No sé nada.
—Te lo he dicho muchas veces.
—Lo has dicho, pero no lo has explicado nunca.
—¡Explicado! —exclamó con amargura—. Vos has dicho mil veces que hay muchas cosas que no admiten explicación y ahora me decís que explique algo tan complejo. Te he dicho mil veces que
Allende es un gran compañero mío, que lo quiero como a un hermano, que lo cuido, que tengo una
gran ternura por él, una gran admiración por la serenidad de su espíritu, que me parece muy superior
a mí en todo sentido, que a su lado me siento un ser mezquino y culpable. ¿Cómo podes imaginar,
pues, que no lo quiera?
—No soy yo el que ha dicho que no lo quieras. Vos misma me has dicho que ahora no es como cuando te casaste. Quizá debo concluir que cuando te casaste lo querías como decís que ahora me querés a mí. Por otro lado, hace unos días, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona a la que habías querido verdaderamente. María me miró tristemente.
Bueno, dejemos de lado esta contradicción —proseguí—. Pero volvamos a Allende. Decís que lo querés como a un hermano. Ahora necesito que me respondas a una sola pregunta ¿ te acostás con él?
María me miró con mayor tristeza. Estuvo un rato callada y al cabo me preguntó con voz muy
dolorida:
—¿Es necesario que responda también a eso?
—Sí, es absolutamente necesario —le dije con dureza.
—Me parece horrible que me interrogues de este modo.
—Es muy sencillo: tenés que decir sí o no.
—La respuesta no es tan simple: se puede hacer y no hacer.
—Muy bien —concluí fríamente—. Eso quiere decir que sí.
—Muy bien: sí.
—Entonces lo deseas.
Hice esta afirmación mirando cuidadosamente sus ojos; la hacía con mala intención; era
óptima para sacar una serie de conclusiones. No es que yo creyera que lo desease realmente
(aunque también eso era posible dado el temperamento de María), sino que quería forzarle a aclarar
eso de "cariño de hermano". María, tal como yo lo esperaba, tardó en responder. Seguramente, estuvo pensando las palabras. Al fin dijo:
—He dicho que me acuesto con él, no que lo desee.
—¡Ah! —exclamé triunfalmente—. ¡Eso quiere decir que lo haces sin desearlo pero haciéndole creer que lo deseás!
María quedó demudada. Por su rostro comenzaron a caer lágrimas silenciosas. Su mirada era
como de vidrio triturado.
—Yo no he dicho eso —murmuró lentamente.
—Porque es evidente —proseguí implacable— que si demostrases no sentir nada, no desearlo,
si demostrases que la unión física es un sacrificio que haces en honor a su cariño, a tu admiración
por su espíritu superior, etcétera, Allende no volvería a acostarse jamás con vos. En otras palabras: el
hecho de que siga haciéndolo demuestra que sos capaz de engañarlo no sólo acerca de tus sentimientos sino hasta de tus sensaciones. Y que sos capaz de una imitación perfecta del placer.
María lloraba en silencio y miraba hacia el suelo.
—Sos increíblemente cruel —pudo decir, al fin.
—Dejemos de lado las consideraciones de formas: me interesa el fondo. El fondo es que sos capaz de engañar a tu marido durante años, no sólo acerca de tus sentimientos sino también de tus sensaciones. La conclusión podría inferirla un aprendiz: ¿por qué no has de engañarme a mí también? Ahora Comprenderás por qué muchas veces te he indagado la veracidad de tus sensaciones. Siempre recuerdo cómo el padre de Desdémona advirtió a Ótelo que una mujer que había engañado al padre podía engañar a otro hombre. Y a mí nada me ha podido sacar de la cabeza este hecho: el que has estado engañando constantemente a Allende, durante años. Por un instante, sentí el deseo de llevar la crueldad hasta el máximo y agregué, aunque me daba cuenta de su vulgaridad y torpeza.
—Engañando a un ciego.
Ya antes de decir esta frase estaba un poco arrepentido: debajo del que quería decirla y experimentar una perversa satisfacción, un ser más puro y más tierno se disponía a tomar la iniciativa en cuanto la crueldad de la frase hiciese su efecto y, en cierto modo, ya silenciosamente, había tomado el partido de María antes de pronunciar esas palabras estúpidas e inútiles (¿qué podía lograr, en efecto, con ellas?). De manera que, apenas comenzaron a salir de mis labios, ya ese ser de abajo las oía con estupor, como si a pesar de todo no hubiera creído seriamente en la posibilidad de que el otro las pronunciase. Y a medida que salieron, comenzó a tomar el mando de mi conciencia y de mi voluntad y casi llega su decisión a tiempo para impedir que la frase saliera completa. Apenas terminada (porque a pesar de todo terminé la frase), era totalmente dueño de mí y ya ordenaba pedir perdón, humillarme delante de María, reconocer mi torpeza y mi crueldad. ¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad. En fin, ya era tarde, de todos modos, para cerrar la herida abierta en el alma de María (y esto me lo aseguraba sordamente, con remota, satisfecha malevolencia el otro yo que ahora estaba hundido allá, en una especie de inmunda cueva).
ya era irremediablemente tarde. María se incorporó en silencio, con infinito cansancio, mientras su mirada (¡cómo la conocía!) levantaba el puente levadizo que a veces tendía entre nuestros espíritus: ya era la mirada dura de unos ojos impenetrables. De pronto me acometió la idea de que ese puente se había levantado para siempre y en la repentina desesperación no vacilé en someterme a las humillaciones más grandes: besar sus pies, por ejemplo. Sólo logré que me mirara con piedad y que sus ojos se ablandasen por un instante. Pero de piedad, sólo de piedad.
Mientras salía del taller y me aseguraba, una vez más, que no me guardaba rencor, yo me hundí en una aniquilación total de la voluntad. Quedé sin atinar a nada, en medio del taller, mirando como un alelado un punto fijo. Hasta que, de pronto, tuve conciencia de que debía hacer una serie de cosas.
Corrí a la calle, pero María ya no se veía por ningún lado. Corrí a su casa en un taxi, porque supuse que ella no iría directamente y, por lo tanto, esperaba encontrarla a su llegada. Esperé en vano durante más de una hora. Hablé por teléfono desde un café: me dijeron que no estaba y que no
había vuelto desde las cuatro (la hora en que había salido para mi taller). Esperé varias horas más Luego volví a hablar por teléfono : me dijeron que María no iría a la casa hasta la noche.
Desesperado, salí a buscarla por todas partes, es decir, por los lugares en que habitualmente nos encontrábamos o caminábamos: la Recoleta, la Avenida Centenario, la Plaza Francia, Puerto Nuevo.
No la vi por ningún lado, hasta que comprendí que lo más probable era, precisamente, que caminara por cualquier parte menos por los lugares que le recordasen nuestros mejores momentos.
Corrí de nuevo hasta su casa, pero era muy tarde y probablemente ya hubiera entrado. Telefoneé nuevamente: en efecto, había vuelto; pero me dijeron que estaba en cama y que le era imposible
atender el teléfono. Había dado mi nombre, sin embargo.
Algo se había roto entre nosotros.
Capítulo 31, Páginas 230 - 237. Por quién doblan las campanas - Ernest Hemingway
Así, pues, se encontraron de nuevo, a una hora avanzada de la noche, de
la última noche, dentro del saco de dormir. María estaba muy unida a él y
Roberto podía sentir la suavidad de sus largos muslos rozando los suyos y
de los senos, que emergían como dos montículos sobre una llanura alargada
en torno a un pozo, más allá de la cual estaba el valle de su garganta,
sobre la que ahora se encontraban posados sus labios. Yacía inmóvil, sin
pensar en nada, mientras ella le acariciaba la cabeza.
—Roberto –dijo María en un susurro–, estoy avergonzada. No quisiera
desilusionarte, pero tengo un gran dolor y creo que no voy a servirte de
nada.
—Siempre hay algún dolor, alguna pena –replicó él–. No te preocupes,
conejito. Eso no es nada. No haremos nada que te cause dolor.
—No es eso; es que no estoy en condiciones de recibirte como quisiera.
—Eso no tiene importancia; es cosa pasajera. Estamos juntos, aunque no
estemos más que acostados el uno al lado del otro.
—Sí, pero estoy avergonzada. Creo que esto me pasa por las cosas que me
hicieron. No por lo que hayamos hecho tú y yo.
—No hablemos de ello.
—Yo tampoco quisiera hablar de eso. Pero es que no puedo soportar la idea
de fallarte esta noche, y había pensado pedirte perdón.
—Escucha, conejito –dijo él–, todas esas cosas son pasajeras y luego no
hay ningún problema. –Pero para sí pensó que no era la buena suerte que
había esperado para la última noche.
Luego sintió vergüenza, y dijo:
—Apriétate contra mí, conejito; te quiero tanto sintiéndote a mi lado,
así, en la oscuridad, como cuando te hago el amor.
—Estoy muy avergonzada, porque pensé que esta noche podría ser como lo de
allá arriba, cuando volvíamos del campamento del Sordo.
—¡Qué va! –contestó él–; eso no es para todos los días. Pero me gusta
esto tanto como lo otro. –Mentía para ahuyentar el desencanto.– Estaremos
aquí juntos y dormiremos. Hablemos un rato. Sé muy pocas cosas de ti.
—¿Quieres que hablemos de mañana y de tu trabajo? –preguntó ella–. Me
gustaría entender bien lo que tienes que hacer.
—No –dijo él, y arrellanándose en toda la extensión de la manta se estuvo
quieto, apoyando su mejilla en el hombro de ella, y el brazo izquierdo
bajo la cabeza de la muchacha–. Lo mejor será no hablar de lo de mañana
ni de lo que ha pasado hoy. Así no nos acordaremos de nuestros reveses, y
lo que tengamos que hacer mañana se hará. No estarás asustada...
—¡Qué va! –exclamó ella–; siempre estoy asustada. Pero ahora siento tanto
miedo por ti, que no me queda tiempo para acordarme de mí.
—No debes estarlo, conejito. Yo he estado metido en peores andanzas que
ésta –mintió él. Y entregándose repentinamente al lujo de las cosas
irreales, agregó–: Hablemos de Madrid y de lo que haremos cuando estemos
allí.
—Bueno –dijo ella, y agregó–: Pero, Roberto, estoy apenada por haberte
fallado. ¿No hay otra cosa que pueda hacer por ti?
El le acarició la cabeza y la besó, y luego se quedó quieto a su lado,
escuchando la quietud de la noche.
—Puedes hablar de Madrid –le dijo, y pensó: «guardaré una reserva para
mañana. Mañana voy a necesitar de todo esto. No hay rama de pino en todo
el bosque que esté tan necesitada de savia como lo estaré yo mañana.
¿Quién fue el que arrojó la simiente en el suelo, según la Biblia? Onán.
Pero no sé lo que pasó después. No me acuerdo de haber oído hablar más de
Onán.» Y sonrió en la oscuridad. Luego volvió a rendirse y se dejó llevar
de sus ensueños, sintiendo toda la voluptuosidad de la entrega a las
cosas irreales. Una voluptuosidad que era como una aceptación sexual de
algo que puede venir solamente por la noche, cuando no entra en juego la
razón y queda sólo la delicia de la entrega.
—Amor mío –susurró, besándola–. Oye, la otra noche estaba pensando en
Madrid y me dije que en cuanto llegase allí te dejaría en el hotel
mientras iba a ver a algunos amigos en el hotel de los rusos. Pero no es
verdad: no te dejaré sola en ningún hotel. –¿Por qué no?
—Porque tengo que cuidarte. No te dejaré jamás. Iremos a la Dirección de
Seguridad para conseguirte papeles. Después te acompañaré a comprarte los
vestidos que te hagan falta. –No necesito nada y puedo comprármelos yo
sola. –No, necesitas muchas cosas e iremos juntos. Compraremos cosas
buenas y verás lo bonita que estás.
—Yo preferiría que nos quedásemos en el hotel y mandásemos a comprar la
ropa. ¿Dónde está el hotel?
—En la Plaza del Callao. Estaremos mucho en nuestro cuarto del hotel. Hay
una cama grande con sábanas limpias y en el baño agua caliente. Y hay dos
roperos empotrados en la pared. Y yo pondré mis cosas en uno y tú te
quedarás con el otro. Y hay ventanas altas y anchas, que dan a la calle,
y fuera, en la calle, está la primavera. También conozco sitios ; en los
que se come bien, que son ilegales, pero buenos, y sé de algunas tiendas
en las que aún se puede encontrar vino y whisky. Y en el cuarto
guardaremos provisiones para cuando tengamos hambre; tendremos una
botella de whisky para mí y a ti te compraré una botella de manzanilla.
–Me gustaría probar el whisky.
—Pero como es muy difícil de conseguir y a ti te gusta : la
manzanilla...
—Guárdate tu whisky, Roberto –dijo ella–. De veras, te quiero mucho. A ti
y a tu whisky, que no tengo derecho a probar. ¡Vaya cochino que estás
hecho!
—Bueno, lo probarás. Pero no es bueno para las mujeres. –Y como yo he
tenido solamente cosas que eran buenas para mujeres... –replicó María–.
Bueno, y en esa cama, ¿llevaré siempre mi camisón de boda?
—No. Te compraré camisones nuevos y también pijamas, si tú los prefieres.
—Me compraré siete camisones –dijo ella–; uno para cada día de la semana,
y a ti te compraré una camisa de boda, una camisa limpia. ¿No llevas
nunca la tuya?
—Algunas veces.
—Yo lo tendré todo muy limpio y te serviré whisky con agua, como lo
tomabas en el campamento del Sordo. Tendré guardadas aceitunas y bacalao
y avellanas, para que comas mientras bebes; y estaremos un mes en ese
cuarto sin salir de él. Si es que puedo recibirte –dijo, sintiéndose
repentinamente desgraciada.
—Eso no es nada –insistió Robert Jordan–; de verdad, no es nada. Es
posible que te quedaras lastimada y ahora tengas una cicatriz que te
sigue doliendo. Lo más seguro es que sea eso. Pero esas cosas se pasan. Y
además, si fuera algo importante, hay médicos muy buenos en Madrid.
—Pero iba todo tan bien... –dijo ella, en son de excusa.
—Eso es la prueba de que todo irá bien de nuevo.
—Entonces, hablemos de Madrid. –Se acurrucó metiendo sus piernas debajo
de las de Robert Jordan y restregó la cabeza contra su espalda.– Pero ¿no
crees que voy a resultar muy fea con esta cabeza rapada y vas a tener
vergüenza de mí?
—No. Eres muy bonita. Tienes una cara muy bonita y un cuerpo muy hermoso,
esbelto y ligero, y tu piel es suave, y del color del oro bruñido, y
muchos van a intentar separarte de mí.
—¡Qué va, separarme de ti! –dijo ella–. Ningún hombre me tocará hasta mi
muerte. Separarme de ti, ¡qué va!
—Pues habrá muchos que lo intentarán; ya lo verás.
—Entonces ya verán ellos que te quiero tanto que sería tan peligroso
tocarme como meter las manos en un cubo de plomo derretido. Pero, y tú,
cuando veas mujeres bonitas que tengan tanta cultura como tú, ¿no
sentirás vergüenza de mí?
—Nunca. Y me casaré contigo:
—Si tú lo–quieres –dijo ella–; pero, puesto que no hay ya iglesia, creo
que eso no tiene importancia.
—Me gustaría que nos casáramos.
—Si tú lo quieres así... Pero, oye, si vamos alguna vez a otro país en
donde haya iglesia, quizá podamos casarnos allí.
—En mi país hay todavía iglesia –dijo él–. Podríamos casarnos allí, si
eso significa algo para ti. Yo no me he casado nunca. Así es que no hay
problema.
—Me alegro de que no te hayas casado –dijo ella–; pero también me alegro
de que conozcas esas cosas de que me has hablado, porque eso prueba que
has estado con muchas mujeres, y Pilar dice que los hombres así son los
únicos que sirven como maridos. Pero ¿no irás luego con otras mujeres?
Porque eso me mataría.
—Nunca he andado con muchas mujeres –dijo él, sinceramente–. Antes de
conocerte a ti no creía que fuese capaz de querer tanto a ninguna.
Ella le acarició las mejillas y luego cruzó las manos detrás de su nuca.
—Has debido de conocer a muchas.
—Pero no he querido a ninguna.
—Oye, me ha dicho Pilar que...
—Dime.
—No. Vale más que no te lo diga. Hablemos de Madrid.
—¿Qué es lo que ibas a decir?
—No tengo ganas de decirlo.
—Es mejor que lo digas si es algo importante.
—¿Crees que es importante?
—Sí.
—Pero ¿cómo sabes que es importante, si no sabes de qué se trata?
—Por la manera como lo has dicho.
—Bueno, entonces, te lo diré. Me ha dicho Pilar que mañana vamos a morir
todos, y que tú lo sabes tan bien como ella; pero que no le das ninguna
importancia. No es por criticarte por lo que me ha dicho eso, sino como
admirándote.
—¿Ha dicho eso? –preguntó él. «¡Qué vieja loca!», penso, y luego siguió
hablando en voz alta–: Eso son estupideces gitanas. Buenas para las
viejas del mercado y los cobardes de café. Son tonterías –sentía cómo el
sudor le iba cayendo por debajo de las axilas corriéndole por los brazos
y los costados y se dijo: «Tienes miedo, ¿eh?» Y añadió en voz alta–: Es
una vieja loca supersticiosa. Sigamos hablando de Madrid.
—Entonces, ¿no es cierto que tú lo sepas?
—Claro que no. No digas semejantes tonterías –replicó, usando de una
palabra mucho más gorda para expresarse.
Pero, por mucho que intentase hablar de Madrid no conseguía engañarse de
nuevo. Mentía abiertamente a la muchacha y se mentía a sí mismo con el
único propósito de pasar la noche de antes de la batalla lo menos
desagradablemente posible, y lo sabía. Le gustaba hacerlo; pero la
voluptuosidad de la aceptación se había esfumado. Sin embargo, volvió a
empezar.
—He estado pensando en tus cabellos –dijo–. Y en lo que podría hacerse
con ellos. Como ves, ahora crecen iguales, como la piel de un animal; es
muy agradable tocarlos y me gustan mucho. Son muy bonitos tus cabellos,
se aplastan bajo la mano y vuelven a erguirse como los trigales al
viento.
—Pásame la mano por encima.
El hizo lo que le pedía; luego dejó la mano apoyada en su cabeza y siguió
hablando con la boca pegada a la garganta de la muchacha; sentía que se
le iba haciendo un nudo en la suya.
—Pero en Madrid podríamos ir juntos al peluquero, y te lo cortaría de una
manera hábil, sobre las orejas y la nuca, como los míos, y quedarían
mejor para la ciudad, hasta que volvieran a crecer.
—Quisiera parecerme a ti –dijo ella, apretándose contra él–. Y no
quisiera cambiar jamás.
—No. Seguirán creciendo y eso sólo serviría para darles mejor aspecto
mientras crecen. ¿Cuánto tiempo tardarán en crecer?
—–¿Hasta que sean realmente largos?
—No. Hasta que te lleguen a los hombros. Así es como me gustaría que los
llevaras.
—¿Como la Garbo en el cine?
—Sí –dijo él con voz ronca. '•
Le volvía impetuosamente el deseo de engañarse a sí mismo y se entregaba
por entero a ese placer.
—Crecerán así, caerán sobre tus hombros, rizados en las puntas, como las
olas del mar, y serán del color del trigo maduro, y tu rostro del color
del oro bruñido, y tus ojos del único color que puede hacer juego con
esos cabellos y esa piel: dorados, con manchas oscuras; y yo te echaré la
cabeza hacia atrás y te miraré a los ojos, teniéndote muy apretada contra
mí.
—¿Dónde?
—En cualquier parte. En cualquier parte en donde estemos. ¿Cuánto tiempo
hará falta para que vuelva a crecerte el pelo?
—No lo sé, porque no me lo había cortado nunca. Pero creo que en seis
meses estará lo suficientemente largo como para cubrirme las orejas, y en
un año, todo lo largo que tú quieras. Pero ¿sabes lo que haremos antes?
—Dímelo.
—Estaremos en esa cama grande y limpia, en ese famoso cuarto de nuestro
famoso hotel, estaremos sentados en esa cama y nos miraremos en el espejo
del armario, y primero me miraré yo y luego me volveré así y te echaré
los brazos al cuello, así, y luego te besaré así.
Se quedaron callados, muy apretados el uno contra el otro, perdidos en
medio de la noche, y Robert Jordan, sintiéndose penetrado de un calor
casi doloroso, la sostuvo con fuerza entre sus brazos. Abrazándola, sabía
que abrazaba todas las cosas que nunca sucederían y prosiguió diciendo:
—Conejito, no estaremos siempre en ese hotel.
—¿Por qué?
—Podríamos tomar un piso en Madrid, en la calle que corre a lo largo del
Retiro. Conozco a una norteamericana que alquilaba pisos amueblados antes
del Movimiento, y sé cómo encontrar un piso como ése, al mismo precio que
antes del Movimiento. Hay pisos frente al Retiro, y se ve el parque desde
las ventanas: la verja de hierro, los jardines, los senderos de grava, el
césped de los recuadros a lo largo del sendero y los árboles de sombra
espesa, y las fuentes. Y ahora los castaños estarán en flor. En Madrid
podemos pasear por el Retiro y podemos ir en barca por el estanque, si
hay de nuevo agua en él.
—¿Y por qué no había de haber agua?
—Lo vaciaron en noviembre porque era un buen blanco para los bombarderos;
pero creo que lo han vuelto a llenar de nuevo. No estoy seguro. Pero
aunque no haya agua, podremos pasearnos por el parque detrás del lago.
Hay una parte semejante a la selva, con árboles de todos los países del
mundo, que tienen su nombre escrito en carteles, y allí pone qué árboles
son y de dónde proceden.
—Me gustaría mucho ir al cine –dijo María–; pero esos árboles tienen que
ser muy interesantes y me aprenderé contigo todos sus nombres, si puedo
acordarme de ellos.
—No es como un museo –dijo Robert Jordan–; crecen libremente y hay
colinas en el parque, en una parte que es como una selva virgen. Y más
abajo está la feria de los libros, con centenares de barracas de libros
viejos, a lo largo de las aceras y ahora, desde que empezó el Movimiento,
pueden encontrarse muchos libros que provienen del saqueo de las casas
demolidas por los bombardeos y de las casas de los fascistas. Esos libros
los han llevado a la feria los que los han robado. Si tuviera tiempo en
Madrid, podría pasarme todo el día o todos los días entre libros viejos,
como hacía antes del Movimiento.
—Mientras tú estés en la feria de los libros, yo me ocuparé del piso –
dijo María–. ¿Habrá medio de hacerse con una criada?
—Seguramente que sí. Yo podría hablar con Petra, que está en el hotel, si
te gusta. Guisa muy bien y es muy limpia. He comido allí con periodistas
para quienes ella guisaba. Tienen cocinas eléctricas en las habitaciones.
—Como tú quieras –dijo María–. O bien podría yo buscar otra. Pero
¿estarás fuera a menudo por culpa de tu trabajo? ¿No querrán que vaya
contigo para un trabajo como éste?
—Quizá pudiera encontrar alguna cosa que hacer en Madrid. Hace tiempo que
estoy metido en este trabajo y estoy luchando desde los comienzos del
Movimiento. Es posible que me den ahora alguna cosa que hacer en Madrid.
No lo he pedido nunca. Siempre he estado en el frente o en trabajos como
éste. ¿Sabes que hasta que te encontré no he pedido nunca nada? ¿Ni
deseado ninguna cosa, ni pensado en nada que no fuese el Movimiento y en
ganar esta guerra? Es verdad que he sido muy puro en mis ambiciones. He
trabajado mucho y ahora te quiero –dijo abandonándose por entero a lo que
no sería nunca–, te quiero tanto como a todo aquello por lo que hemos
peleado. Te quiero tanto como a la libertad, a la dignidad y al derecho
de todos los hombres a trabajar y a no tener hambre. Te quiero como
quiero a Madrid, que hemos defendido, y como quiero a todos mis camaradas
que han muerto. Y han muerto muchos. Muchos. Muchos. No puedes imaginarte
cuántos. Pero te quiero como quiero a lo que más quiero en el mundo. Y te
quiero todavía más. Te quiero mucho, conejito. Más de lo que pueda
decirte. Pero te digo esto para intentar que tengas una idea. No he
tenido nunca mujer, y ahora te tengo a ti y soy feliz.
—Seré para ti una mujer todo lo buena que pueda –dijo María–. No me han
enseñado muchas cosas, es verdad; pero intentaré aprenderlas. Si vivimos
en Madrid, me parecerá muy bien. Si tenemos que irnos a otra parte, me
parecerá muy bien. Si no vivimos en ninguna parte y yo puedo ir contigo,
todavía mejor. Si vamos a tu país, intentaré hablar el inglés como el más
inglés que haya en el mundo. Me fijaré en lo que hacen los demás y
procuraré hacerlo como ellos.
—Resultarás muy cómica.
—Seguramente. Cometeré faltas, pero tú me las dirás y no las cometeré dos
veces, o quizá las cometa dos veces, pero nada más. Luego, en tu país, si
echas de menos nuestra cocina, yo guisaré para ti. Y además iré a una
buena escuela para aprender a ser una buena ama de casa, si hay escuelas
para eso, y trabajaré mucho.
—Hay escuelas para eso, pero tú no tienes necesidad de ir.
—Pilar me ha dicho que creía que hay escuelas así en tu país. Lo ha leído
en un artículo de una revista. También me ha dicho que tendría que
aprender a hablar inglés y a hablarlo bien, para que tú no sientas nunca
vergüenza de mí.
—¿Cuándo te ha dicho eso?
—Hoy, mientras hacíamos el equipaje. Me ha hablado todo el tiempo de lo
que tendría que hacer para ser tu mujer.
«Creo que Pilar sueña también con Madrid», pensó Robert Jordan, y dijo:
—¿Qué te ha dicho además de eso?
—Que tengo que cuidar de mi cuerpo y cuidar de mi línea como si fuera un
torero. Me ha dicho que eso era muy importante.
—Es verdad –dijo Robert Jordan–; pero no tienes que preocuparte de eso en
muchos años.
—Sí. Pilar dice que entre las mujeres de nuestra raza hay que tener
siempre mucho cuidado porque a veces ocurre eso de golpe. Me ha dicho que
en otros tiempos ella era tan esbelta como yo, pero que en su época las
mujeres no hacían gimnasia. Me ha dicho qué movimientos tengo que hacer y
también que no coma demasiado. Me ha dicho lo que no tenía que comer.
Pero se me ha olvidado. Tendré que volvérselo a preguntar.
—Patatas –dijo él.
—Sí –continuó ella–. Patatas y cosas fritas. Y luego, cuando le dije que
sentía dolor, me dijo que no debería hablarte de ello y que debería
soportar el dolor sin decirte nada. Pero te lo he dicho porque no quiero
engañarte nunca y tenía miedo de que tú pudieras pensar que no
compartimos ya el mismo placer y que lo que sucedió arriba, en el valle,
no había sucedido nunca.
—Has hecho bien diciéndomelo.
—¿No es verdad? Pero estoy muy avergonzada y haré todo lo que quieras que
haga. Pilar me ha hablado de las cosas que pueden hacerse con un marido.
—No es preciso hacer nada. Lo que tenemos lo tenemos juntos y lo
guardaremos bien. Te quiero así, como estás ahora; te quiero acostada
junto a mí y tocarte y sentir que estás realmente ahí y cuando estés en
condiciones lo haremos todo.
—Pero ¿no tienes deseos que yo no pueda satisfacer? Pilar me ha explicado
eso.
—No. Nuestros deseos los compartiremos juntos. No tengo más deseos que
los tuyos.
—Eso me tranquiliza. Pero quiero que sepas que haré todo lo que me pidas.
Sólo que tendrás que decírmelo, porque soy muy ignorante y no he
entendido claramente lo que me ha dicho. Me daba vergüenza preguntárselo,
aunque ella sabe muchísimas cosas.
—Conejito –dijo–, eres maravillosa.
—¡Qué va! –dijo ella–; pero he tratado de aprender en un día todo lo que
una mujer tiene que saber, mientras levantábamos el campamento y hacíamos
los preparativos para una batalla y se estaba librando otra batalla ahí
abajo. Es una cosa difícil, y si cometo pifias tienes que decírmelo,
porque te quiero mucho. Quizá recuerde las cosas de manera equivocada, y
muchas de las que me ha dicho Pilar eran muy complicadas.
—¿Qué es lo que te ha dicho ella?
—Pues tantas cosas, que no me acuerdo de ninguna. Me ha dicho que podía
contarte todo lo que me han hecho si alguna vez me atrevo a pensar en
ello, porque eres bueno y lo comprenderías. Pero que era preferible que
no te lo dijese, a menos que por callarlo me vuelvan las ideas negras,
como antes, y que entonces quizá me zafara de ellas contándotelo.
—¿Es que te afliges mucho en estos momentos?
—No. Desde la primera vez que estuvimos juntos es como si todo aquello
jamás hubiera sucedido. Sigo sintiendo pena por mis padres. Pero quisiera
que supieses una cosa para tu amor propio, si es que tengo que ser tu
mujer: No he cedido nunca a ninguno. Me he resistido siempre y cada vez
que lo hicieron se necesitaron dos para obligarme. Uno se sentaba sobre
mi cabeza y me sujetaba. Te lo digo para tu amor propio.
—Mi amor propio está en ti. No hables más de eso.
—No. Hablo del amor propio que tienes que sentir por tu mujer. Y otra
cosa. Mi padre era el alcalde del pueblo, un hombre honrado. Mi madre era
una mujer honrada y una buena católica, y la mataron con mi padre por las
ideas políticas de mi padre, que era republicano. Vi cómo los mataban a
los dos. Mi padre dijo: «¡Viva la República!» cuando le fusilaron, de
pie, contra las tapias del matadero de nuestro pueblo. Mi madre que
estaba de pie, contra la misma tapia, dijo: «¡Viva mi marido, el alcalde
de este pueblo!» Yo aguardaba que me matasen a mí también y pensaba
decir: «¡Viva la República! y ¡Vivan mis padres!» Pero no me mataron. En
lugar de matarme me hicieron cosas. Oye, voy a contarte una de las cosas
que me hicieron, porque nos afecta a los dos. Después del fusilamiento en
el matadero, nos reunieron a todos los parientes de los muertos que
habíamos presenciado la escena sin ser fusilados y, de vuelta del
matadero, nos hicieron subir por la cuesta, hasta la plaza del pueblo.
Casi todos lloraban. Pero algunos estaban atontados por lo que habían
visto y se les habían secado las lágrimas. Yo misma no podía llorar. No
me daba cuenta de lo que pasaba porque solamente tenía ante mis ojos el
cuadro de mi padre y de mi madre en el momento de su fusilamiento. Y la
voz de mi madre diciendo: «¡Viva mi marido, el alcalde de este pueblo!»,
me sonaba en los oídos como un grito que no se apagaba y se repetía
continuamente. Porque mi madre no era republicana, y por eso no había
gritado ¡Viva la República!, sino solamente viva mi padre, que estaba
allí, de bruces, a sus pies.
»Pero lo que gritó lo dijo en voz muy alta, como si fuera un grito, y en
seguida la fusilaron. Y cuando cayó quise acercarme, separándome de la
fila; pero estábamos todos atados, los unos a los otros. El fusilamiento
lo llevó a cabo la Guardia civil, y los guardias se quedaron esperando a
los demás que tenían que fusilar; pero los falangistas nos alejaron,
haciéndonos subir la cuesta. Los guardias civiles se quedaron allí
apoyando sus fusiles contra la pared junto a los cuerpos caídos, íbamos
atados de las muñecas, en una larga fila de muchachas y mujeres, y nos
condujeron por las calles hasta llegar a la plaza, y en la plaza nos
hicieron detenernos junto a la barbería, que estaba frente al
Ayuntamiento.
»Cuando llegamos allí, los dos hombres que nos custodiaban nos miraron, y
uno de ellos dijo: "Esta es la hija del alcalde". Y el otro ordenó:
"Comenzad por ella". Entonces cortaron la cuerda que me ataba las muñecas
y uno de ellos dijo: "Volved a atar la cuerda". Los dos que habían ido
custodiándonos me cogieron en volandas y me obligaron a entrar en la
barbería, me dejaron caer de golpe en el sillón del barbero y me forzaron
a quedarme allí.
»Yo veía mi cara en el espejo de la barbería y las caras de los que me
sujetaban y las caras de otros tres que se inclinaban sobre mí, sin
reconocer a ninguno. En el espejo me veía yo y los veía a ellos, pero
ellos sólo me veían a mí. Tenía la impresión de hallarme en el sillón de
un dentista y estar rodeada de varios dentistas, todos locos. Apenas
podía reconocer mi propia cara, ya que el dolor me la había desfigurado.
Pero yo me miraba y sabía que era yo. Mi dolor y mi pena eran tan
grandes, que no sentía ningún temor, sino solamente una pena enorme.
»Por entonces llevaba yo el cabello sujeto en dos grandes trenzas y según
miraba yo en el espejo, uno de los hombres me levantó una de las trenzas
y tiró de ella, con tanta fuerza, que, a pesar de mi pena, sentí dolor y
luego, de un solo navajazo, me la cortó muy cerca de la raíz del cabello.
Me vi en el espejo con una sola trenza y con un corte donde había estado
la otra. Después me cortó la otra, aunque sin tirar de ella, y me hizo un
tajo en la oreja con la navaja, y pude ver que la sangre me corría.
Puedes notar la cicatriz pasándome el dedo por encima.
—Sí, pero ¿no sería mejor no hablar de estas cosas?
—No es nada. No te contaré las cosas malas. Así, pues, me habían cortado
las dos trenzas, muy cerca de la raíz del cabello, y los otros se reían;
pero yo no sentía siquiera el dolor del tajo que me habían hecho en la
oreja. Y el que me había cortado las trenzas se paró frente a mí y
comenzó a golpearme la cara con ellas, mientras los otros dos me
sujetaban y me gritaba él: "Así es como hacemos monjas rojas. Esto te
enseñará a unirte con tus hermanos proletarios. Mujer del Cristo Rojo".
»Y me golpeó una y otra vez con las trenzas que habían sido mías y luego
me las metió en la boca y me las ató al cuello, anudándomelas en la nuca
como si fuera una mordaza, mientras los que me estaban sujetando se
reían. Y también se reían todos los demás; y cuando los vi reírse por el
espejo comencé a llorar; porque hasta entonces me había quedado demasiado
helada por el fusilamiento y no podía llorar.
»Luego, el que me había amordazado, me pasó una máquina de afeitar por la
cabeza, primero desde la frente hasta la nuca y después de oreja a oreja,
y por toda la cabeza. Y me mantenían sujeta, de tal modo que no había más
remedio que verme en el espejo del barbero mientras me hacían eso, y aun
cuando lo veía no podía creerlo, y lloraba y lloraba sin apartar los ojos
del espejo, en donde se reflejaba mi cara horrorizada, con la boca
abierta, amordazada con las trenzas, mientras mi cabeza iba saliendo
rapada de la maquinilla. Y cuando el que había estado rapándome concluyó,
sacó una botellita de yodo de uno de los estantes de la barbería (al
barbero ya le habían matado porque pertenecía al sindicato y su cadáver
estaba tirado a la puerta de la barbería y tuvieron que levantarme para
pasar por encima), y con la varilla de cristal que traen las botellas de
yodo, me pintó la oreja en el lugar en donde me había hecho el tajo, y, a
pesar de mi pena y del dolor que sentía, noté la quemazón del yodo.
»Después dio media vuelta, se detuvo frente a mí y, usando siempre la
misma varilla, me escribió con yodo en la frente las letras U. H. P.
trazándolas lenta y cuidadosamente, como si fuera un artista. Y yo ya no
lloraba, porque mi corazón se había helado, pensando en mi padre y en mi
madre, y veía que lo que me estaba pasando no era nada comparado con
aquello.
»Cuando terminó de dibujarme las letras en la frente, el falangista
retrocedió dos pasos, para contemplar su obra, y volvió a dejar la
botella de yodo donde estaba, y empuñando la máquina de cortar el pelo,
gritó: "La siguiente". Y me sacaron de la barbería, llevándome sujeta de
los brazos, y al salir tropecé con el cadáver del barbero, que aún seguía
tirado en el portal, de espaldas, con la cara grisácea vuelta al cielo. Y
casi me di de narices con Concepción García, mi mejor amiga, a la que
llevaban entre dos hombres; y al pronto no me reconoció, pero al darse
cuenta de que era yo, comenzó a gritar y pude oír sus chillidos todo el
tiempo que me estuvieron paseando por la plaza y mientras me hacían subir
la escalera del Ayuntamiento, hasta llegar al despacho de mi padre, en
donde me tumbaron sobre el diván. Y fue allí donde me hicieron las cosas
malas.
—Conejito mío –dijo Robert Jordan, estrechándola con toda la delicadeza
que pudo, aunque estaba por dentro saturado de todo el odio de que era
capaz–. No me cuentes más, porque no puedo aguantar el odio que siento.
Ella se había quedado rígida y fría en sus brazos.
—No, nunca te hablaré ya de estas cosas. Pero son gentes malas y me
gustaría ayudarte a matar a unos cuantos, si pudiera. Te he contado eso
únicamente por respeto a tu amor propio, ya que he de ser tu mujer, y
para que puedas comprenderlo.
—Has hecho bien en contármelo –dijo él–; porque mañana, si tenemos
suerte, mataremos a muchos.
—Pero ¿mataremos falangistas? Ellos fueron los que lo hicieron.
—Esos no pelean –replicó él sombríamente–. Matan en la retaguardia. No
son ésos los que encontramos en las batallas.
—Pero, ¿no podríamos matar a algunos de ellos de alguna manera? Me
gustaría mucho matar a algunos.
—Yo he matado ya a algunos –dijo él–; y volveré a matar a algunos más. En
el asalto de los trenes hemos matado a varios.
—Me gustaría ir contigo a atacar un tren –dijo María–. Cuando atacaron el
tren, que fue cuando Pilar pudo rescatarme, yo estaba medio loca. ¿No te
han contado cómo estaba?
—Sí. Pero no hables más de eso.
—Tenía la cabeza como embotada y no hacía más que llorar. Pero hay otra
cosa que tengo que decirte. Es menester. Puede que, si te la cuento, no
quieras casarte conmigo; pero, Roberto, si no quieres casarte conmigo,
¿no podríamos, de todas formas, seguir viviendo juntos?
—Me casaré contigo.
—No. Había olvidado eso. Quizá no debas casarte conmigo. Quizá no pueda
yo tener nunca un hijo ni una hija; porque Pilar dice que con todas las
cosas que me pasaron, con las cosas que me hicieron, yo debiera haberlo
tenido. Tenía que decirte esto. ¡Oh, no sé cómo he podido olvidarlo!
—Eso no tiene ninguna importancia, conejito. Primero porque puede no ser
así. Eso únicamente puede saberlo un médico. Y luego, yo no tengo el
menor interés en traer un hijo o una hija a este mundo, tal como está
ahora. Y además, todo mi cariño es para ti.
—Me gustaría tener un hijo o una hija de ti –dijo ella–, y, por otra
parte, ¿cómo iba a mejorar el mundo si no hay hijos nuestros, de todos
los que luchamos contra los fascistas?
—Tú –dijo él–, yo te quiero a ti; ¿has comprendido? Y ahora, vamos a
dormir, conejito; porque tengo que levantarme mucho antes de que
amanezca, y en este mes amanece muy temprano.
—Entonces, ¿no hay inconveniente respecto a lo último que te he dicho?
¿Podremos casarnos a pesar de todo?
—Estamos ya casados. Me caso contigo ahora mismo. Tú eres mi mujer. Pero
duérmete ahora, conejito, porque nos queda muy poco tiempo.
—¿Y estaremos realmente casados? ¿No será sólo hablar y hablar?
—De verdad.
—Entonces me dormiré y volveré a pensar en ello si me despierto.
—Yo también.
—Buenas noches, marido mío.
—Buenas noches, mujercita mía.
Oyó que su respiración se hacía más firme y regular y se dio cuenta de
que se había dormido; se quedó despierto, sin moverse, para no
despertarla. Pensó en todo lo que ella no le había contado y permaneció
allí, sintiendo revivir su odio y dichoso ante la idea de que al día
siguiente mataría.
«No obstante, no tengo que hacer de eso una cuestión personal. Pero ¿cómo
impedirlo? Sé que nosotros también hemos hecho cosas atroces. Pero fue
porque nosotros éramos gentes ineducadas y no sabíamos hacerlo mejor.
Ellos lo hicieron deliberadamente. Los que así obraron son el último
retoño de lo que su educación ha producido. Son la flor y nata de la
caballerosidad española. ¡Qué gentes han sido! ¡Qué hijos de mala madre,
desde Cortés, Pizarro, Menéndez de Avilés hasta Enrique Lister y Pablo!
¡Y qué gente tan maravillosa! No hay nada mejor ni peor en el mundo. No
hay gente más amable ni gente más cruel. ¿Y quién sería capaz de
comprenderlos? Yo, no; porque si los comprendiera se lo perdonaría todo.
Comprender es perdonar. Esto no es verdad. Se ha exagerado la idea del
perdón. El perdón es una idea cristiana, y España no ha sido nunca un
país cristiano. Ha tenido siempre una idea especial y su idolatría
particular dentro de la Iglesia. Otra Virgen más. Supongo que fue por eso
por lo que tuvieron que destruir las vírgenes de sus enemigos.
Seguramente, este sentimiento era más profundo en ellos, en los fanáticos
religiosos españoles, que entre la gente del pueblo. La gente del pueblo
se apartó de la Iglesia porque la Iglesia era el Gobierno y el Gobierno
ha sido siempre algo podrido en este país. Este fue el único país adonde
no llegó nunca la Reforma. Está pagando ahora la Inquisición, y es
justo.»
Bueno, aquello era algo como para pensar un rato. Algo como para impedir
al espíritu que se preocupase demasiado por su trabajo. Y en todo caso
era más sano que pretender engañarse. ¡Cómo lo había pretendido aquella
noche! Y Pilar estuvo queriendo hacer lo mismo todo el día. Seguro. ¿Y si
morían al día siguiente? ¿Qué importaba, mientras el puente volase como
era debido?
Eso era todo lo que tenían que hacer al día siguiente.
Morir no tenía ninguna importancia. No se puede hacer indefinidamente esa
clase de trabajo. No se está destinado a vivir indefinidamente. «Quizás
haya tenido toda una vida en tres días –pensó–. Si eso es así, hubiera
preferido pasar esta última noche de una manera distinta. Pero las
últimas noches nunca son buenas. No son nunca buenas las últimas nadas.
Sí, las últimas palabras son buenas a veces. ¡Viva mi marido, que es el
alcalde de este pueblo! Aquello sí que fue bueno.»
Sabía que había sido bueno, porque al repetirlo sentía un escalofrío por
todo el cuerpo. Se inclinó para besar a María, que no se despertó. Muy
quedamente, le dijo en inglés: «Me gustaría casarme contigo, conejito. Y
estoy muy orgulloso de tu familia.»
Esa piedra a la que tantas veces rechace cargar hoy es mi unica amiga,
dura, sincera y pesada,
me alborota la cabeza con solo tocarme y el corazón con solo pensarme,
me ha convertido en otro, o tal vez en el mismo pero desgastado.
El sueño no me da paz, la risa no me hace llorar,
tu sonrisa ya no enamora, tus ojos ya no me hablan.
Tu con tu cuerpo imperfecto y las ideas tan imposibles,
tu que naciste libre y que te gusta volar, yo que nací atado y no me gusta caminar.
Somos tan parecidamente diferentes, imposibles, necios.
Tu brillo empieza a lastimarme , mis nubes empiezan a apagarte.
Se supone que todo es sencillo, como el aprender a tocar el piano o jugar ajedrez.
Tus manos se ven tan bien con las mías y tu cuerpo embona perfecto con el mio. Pero siendo sinceros nada es para siempre , por eso te pregunto¿y si nos hacemos nada?.
Amor, de tarde - Mario Benedetti
Amor, de tarde
Mario Benedetti
Es una lástima que no estés conmigo
Cuando miro el reloj y son las cuatro
Y acabo la planilla y pienso diez minutos
Y estiro las piernas como todas las tardes
Y hago así con los hombros para aflojar la espalda
Y me doblo los dedos y les saco mentiras.
Es una lástima que no estés conmigo
Cuando miro el reloj y son las cinco
Y soy una manija que calcula intereses
O dos manos que saltan sobre cuarenta teclas
O un oído que escucha cómo ladra el teléfono
O un tipo que hace números y les saca verdades.
Es una lástima que no estés conmigo
Cuando miro el reloj y son las seis.
Podrías acercarte por sorpresa
Y decirme "¿Qué tal?", y quedaríamos
Yo con la mancha roja de tus labios
Tú con el tizne azul de mi carbónico.
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